Lo mismo que pasa con la novela en la literatura. la sinfonía puede ser considerada la reina de la música clásica. Aclaro que no soy docto y estoy muy lejos de serlo en materia de música y muchísimo menos de música clásica, por tanto las líneas que siguen no pretenden, lo cual sería acto de soberbia temeridad, hacer un análisis técnico, de una de las principales piezas de la música occidental en toda la historia del mundo.
Pero también dejo sentado que felizmente en medio de tanto ruido que la gente se ha acostumbrado escuchar y aún pagar para escuchar en vivo, existen muchas composiciones musicales que la belleza de sus notas, puede traducirse en un arrebatamiento para el alma; luego, no hay necesidad de ser un erudito, porque el sentido del oído es capaz —aunque no el de todos— de distinguir una declaración musical coherente de una sucesión de notas y mensajes literarios que mas bien son una amenaza a esta que la tradición ha venido en llamar el idioma universal: la música.
Al sordo más virtuoso de la humanidad, le debemos que del canon de la bella música, forme la Novena Sinfonía. Y tanta es la hermosura de cada acorde que al comparar con las mescolanzas que nuestros oídos no pueden evitar escuchar por todas partes, uno mismo desearía ser sordo solamente para evitar torturar los oídos con las vulgaridades que en nombre de la música osados intérpretes se encargan de injuriar a esta categoría de las bellas artes. La Novena Sinfonía, con seguridad es de las que más honor hace a la perfecta combinación de ritmo, melodía y armonía.
Lamento decirlo, pero prefiero hacerlo. Dentro de la música folklórica nacional que con fanatismo se corea ante la proliferación incontenible de intérpretes o que en muchos casos los tenemos como invalorables expresiones musicales victimizándonos cuando sus ejecutantes son extranjeros, existe un buen porcentaje de títulos que nada dicen, o ningún valor artístico tienen, o únicamente son discriminatorias o atentatorias a la dignidad de las mujeres, que nuestra incultura lo toma como ocurrentes chistes. En fin…, en esta materia bien podría desafiarse la célebre fórmula einsteiniana que enseña que todo es relativo, nada es absoluto, porque géneros como el reguetón o el rap, exceden a cualquier consideración de que hay música para todos los gustos. Son solo dos ejemplos, porque hay mucha de lo que el vulgo llama música y que no pasa de ser cosas horripilantes, de patéticos sonidos que especialmente los millennials adoptan y aceptan como prueba de una decadencia de las sociedades más subdesarrolladas en lo cultural.
Mas bien dejo de amargarme ante la inevitable costumbre de escuchar en el minibús, que es mi medio de transporte ordinario, batiburrillos que idiotizan al conductor y entusiasman a una parte de los pasajeros, y mejor vuelvo a esa obra cumbe de la historia de la música que solo un genio pudo haberla compuesto. No puedo hablar de la estructura de esta colosal melodía porque incurriría en audaces consideraciones seguramente, pero puedo hacerlo de su belleza melódica; de su influencia hasta 200 años luego; de esa perfecta integración entre la voz humana y la música instrumental. Mucho, por tanto, puede decirse de la extraordinaria genialidad para incorporar a lo que de por sí ya era una obra maestra en lo musical, la creación literaria de otro grande: Friedrich Schiller y su poema Oda a la alegría.
Por eso la Novena Sinfonía, es una obra de arte total. Y es que la gestación de ella, fue de muchos años. Aun, su composición misma fue de varios años por encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres. Es en resumen la pieza perfecta, inspirada en la fraternidad y la alegría, en los principios de la Revolución francesa y de la ilustración, trascendiendo a su tiempo y a las leyes de la física, de la lógica y de todo raciocinio elemental; es que Ludwig Van Beethoven va más allá de lo natural porque atormentado por una sordera que arrastró hasta su muerte, se impuso, pese a razonables y tenaces oposiciones, para dirigir en la capital eterna de la música culta, en Viena, a mas de 150 músicos y un coro que con el paso de los años se transformó en un símbolo de la alegría.
200 años de esa memorable noche del 7 de mayo de 1824, en que su virtuoso autor, no pudo siquiera enterarse del ensordecedor aplauso por lo que tuvo que ser asistido para voltearse ante el frenético público y agradecer la ovación que parecía no tener fin y que tuvo que ser interrumpida por contrariar las costumbres reales de su tiempo. Fue su última aparición pública.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor