El término “humanismo”, en tanto relato abarcador del más amplio rango, es analizado desde diferentes enfoques y a la medida de intereses también diversos. No obstante, más allá de las clasificaciones y amplias descripciones que en vinculación a su desarrollo histórico se han intentado, nos abocaremos por ahora solo en el llamado “humanismo teológico”, concepto que pese a su larga data mantiene hoy una notoria vigencia, mayor a la que la modernidad le suele reconocer, y a riesgo de incurrir nuevamente en las siempre riesgosas pero necesarias simplificaciones, identificamos los dos elementos que creemos básicos para una primera aproximación a una problemática de semejante envergadura, el ser humano en su integralidad, como un fenómeno universal, por un lado, en su intrincada correlación tanto con el mundo de lo espiritual en el plano de lo material, por otro, reconfigurando permanentemente el marco de relaciones de poder en cada contexto en concreto, con al menos dos interesantes escenarios de análisis:
a) La relación entre el humano y su mundo espiritual, en la que se sedimenta primero la idea de la existencia de un ser sobrenatural y, después, una posible deriva institucionalizada denominada religión, entendida como una expresión cultural que hace de la deidad una fuente de poder terrenal, un marco en el que se desarrolla la vinculación del “simio desnudo” con su creador, es decir, con su dios, sea cual fuere (espíritu o naturaleza), situación de la que obtiene, casi automáticamente, una clara superioridad moral respecto de todo lo que le rodea, pues sin decirlo, se asume a sí mismo como una especie de semi-dios, afirmación que en el plano del dogma de fe resulta ser para ellos indiscutible, estableciendo una cadena jerarquizada de poder bastante simple pero engañosa, y, quizás por ello, muy eficiente, veamos: i) primero dios, ii) luego sus hijos terrenos, creados a su imagen y semejanza, y iii) al final, el resto del mundo [con todo lo vivo y no vivo que exista dentro de él]. Contexto en el que la relación entre los primeros tiende a desarrollarse en un plano meramente moral y discursivo, actuando al final los segundos como superiores ante los terceros, en una especie de ejercicio del poder por mandato o autorización divina para usar y abusar del mundo creado para él, aunque con los límites morales que en este contexto surgen casi como consecuencia obligada en forma de reglas y restricciones religiosas que a la hora de la verdad resultan ser, por lo general, muy poco eficientes.
La base epistémica en este escenario radica en un humanismo teológico, básicamente, con sus propios principios y reglas como sus elementos legitimadores.
b) La relación de humano en el mundo material, con tres supuestos: i) La relación del sujeto con su cuerpo, sobre el que cree tener el derecho de disposición absoluta; ii) La relación entre humanos, de la que emergen, como consecuencia la concurrencia de realidades diversas y particularismos sumadas a la visión anteriormente descrita, contradicciones a veces insalvables entre líneas civilizatorias disímiles, cada una con sus propios dioses, los cuales compiten por la hegemonía mediante ejércitos formados por sus hijos terrenos, dando lugar a las llamadas guerras santas [cristianos contra musulmanes, P.E.], fenómeno que se extiende también a las relaciones entre sujetos que comparten un mismo dios pero diferente religión [protestantes contra católicos, P.E.]. En el contexto en el que la religión sí parece perder protagonismo, o al menos mutar sustancialmente, es en la relación entre sujetos que comparten dios y religión, contexto en el que las contradicciones parecen sí responder a otras causas de base, más relacionada con la redistribución del poder y la riqueza; y iii) La relación del humano con la naturaleza de la que forma parte y que le da sostén, que resulta ser, quizás, la más cruel, pues considerando que el sujeto, sea cual fuere su adscripción teológica o ideológica, reivindicará siempre su superioridad sobre el mundo y su contenido, en tanto hijos de dios [en el humanismo teológico], o en razón a su inteligencia y dominio del mundo a partir de la ciencia [en el humanismo secular o positivista], lo que en ambos casos conllevará la tentación al abuso, controlada en el primer caso por las restricciones morales religiosas y, en el segundo, por barreras ético racionales, pero en todo caso insuficientes (más las segundas, me parece).
Los hijos de esos dioses (deidad o ciencia) han sustentado su desarrollo y bienestar sintiéndose autorizados para depredar su cuerpo, a sus congéneres y a la naturaleza hasta niveles a veces insostenibles, pues para ellos esa superioridad moral y material proveniente de su vinculación a lo divino es suficiente razón justificante, poco importa que sean capitalistas o socialistas, distinción resulta irrelevante puesto que en este caso ambos comparten una finalidad primigenia común: “generar riqueza”, ya luego sobrevendrá el problema de su distribución que será, en todo caso, subsidiario, una cuestión de método pero no por ello menos importante, pues inaugura otro enorme escenario de marcadas contradicciones.
Al final, somos lo que somos, unos animales racionales, si Aristóteles lo dijo alguna razón debe existir, dotados de un intelecto privilegiado, sí, pero con profundas raíces zoológicas, por lo que la relación con nuestros pares y con la naturaleza no puede estar marcada por un rango de superioridad absoluta respecto a lo demás, lo que no niega la posibilidad de jerarquías competitivas, y esto no por razones morales o simplemente buenistas, sino por un sentido básico de sobrevivencia, pues incluso en el marco de una elevada tecnologización [si se me permite el neologismo] debe quedar claro, rescatando a Desmond Morris, que “(…) el dramático progreso que le condujo [al humano, añado], en sólo medio millón de años, desde el encendido de una fogata hasta la construcción de vehículos espaciales (…) es una historia emocionante, pero el mono desnudo corre el peligro de quedar deslumbrado por ella y olvidar que, debajo de su pulida superficie, sigue teniendo mucho de primate. («Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.») Incluso el mono espacial tiene que orinar”.
Y esta no es una crítica a la religión, al pensamiento espiritual o al cientifismo positivista, constructos sociales y culturales sin duda importantes para quienes los profesen, sino a la relación negativa que en no pocos casos se establece con ellos, situaciones en las que la simple pose y un falso pero exacerbado discurso mitificante, evita que el sujeto se asuma en su real humanidad, creyéndose “especial”, negando esa identidad más bien terrena, común, en parte instintual/emotiva y en parte racional/cognitiva, menos glamorosa tal vez, pero más acorde con lo existente, la que de admitirse promovería su reubicación en el mundo, haciéndose, en consecuencia, consciente de la urgente necesidad de dispositivos de autocontrol. Tal vez así logre cambiar en algún grado el curso de su historia [la que parece no ir por el mejor de los caminos], evitando encandilarse con las maravillas del progreso tecnológico para volcar al menos una parte de su atención hacia su propio pensamiento, a esas viejas disciplinas –hoy en riesgo de injusto declive– a las que por alguna razón se las denominó –con acierto– “humanidades”…
El autor es doctor en gobierno y administración pública