Carlos A. Scolari
El Homo sapiens parece condenado a comprender lo que sucede a su alrededor a partir de su experiencia pasada. Marshall McLuhan aplicaba la metáfora del «espejo retrovisor» para describir cómo tendemos a comprender las nuevas tecnologías utilizando marcos conceptuales de dispositivos anteriores. Eso que circulaba por las calles a finales del siglo XIX no era un «automóvil»: era un «carro sin caballo».
Pero no sólo interpretamos las nuevas tecnologías y medios con esquemas del pasado: también los procesos políticos y sociales no pueden escapar al efecto retrospectivo.
– Veo veo.
– ¿Qué ves?
– Un dinosaurio en el espejo retrovisor.

En estos últimos años un fantasma ha recorrido no solo el viejo continente: el retorno del pasado. La sensación de déjà vu, de estar viviendo cosas ya vistas en las pantallas, es permanente. Los más ancianos no lo vieron en el cine ni en la televisión: tuvieron el triste privilegio de sufrir esa realidad en carne propia.
El fantasma no es solo europeo: se extiende un enloquecido pirocúmulo a otras latitudes. Al tener una historia mucho más breve y hasta cierto punto menos traumática, en los Estados Unidos la sensación de retorno adopta la forma de una materialización de las peores distopías narrativas, desde The Man in the High Castle de Philip K. Dick hasta The Handmaid’s Tale de Margaret Atwood o The Plot Against America de Philip Roth. Si, como escribía Ricardo Piglia, los Estados crean ficciones, la sospecha ahora es otra y legítima: ¿no estaremos viviendo en una ficción distópica? ¿No seremos víctimas de un sádico guionista universal?
Cuando repasamos los discursos que circulan en la sociedad, emergen diferentes retornos al pasado. Les propongo revisar tres versiones. Ninguna anuncia buenos tiempos, todo lo contrario.

Regreso a la década de 1930
Este es el regreso más popular. Libros como Síndrome 1933 de Siegmund Ginzberg dieron forma a lo que mucha gente estaba rumiando: volvimos a la tercera década del siglo XX, cuando el huevo de la serpiente rompió la cáscara y salió un tenebroso reptil que envenenó en poco tiempo un mundo que no terminaba de creérselo.
Las analogías son un terreno resbaladizo. Pero también han sido siempre una herramienta para entender el mundo. Con este libro nunca he pretendido sugerir que vayan a repetirse los acontecimientos. Por una suerte de superstición, deseaba conjurar el peligro enumerando todo lo que recuerda al clima de la década de 1930 en Alemania y que resulta imperioso frenar. En cambio, cuando regreso a estas páginas, constato perplejo que las cosas siguen empeorando. Nos acercamos a los años treinta del siglo XXI (Síndrome 1933, Siegmund Ginzberg).
Algunos apuntes de Ginzberg son tan actuales… ¿Sabían que los nazis amaban a sus mascotas de cuatro patas y enaltecían el animalismo mientras ejercían la crueldad con millones de seres humanos? La obsesión que tenían los nazis con la violación de menores también nos recuerda la verborrea que emerge de los esfínteres vocales del actual presidente argentino y sus secuaces, por no hablar del culto al misticismo, el esoterismo, el tarot y otras tortas. Pero, ¿son suficientes estas y otras correspondencias históricas para explicar lo que pasa en Argentina? Lo dudo.
Siegmund Ginzberg no está solo. El analista y experto en geopolítica Robert Kaplan también apunta a la misma zona del calendario.
Weimar fue una época en Alemania entre 1919 y 1933 con crisis permanente. El país era un sistema extenso sin nadie al control. El diseño de la Constitución hizo casi imposible que alguien adquiriera demasiado poder. Y había sensación de crisis permanente. El mundo de hoy es similar porque la tecnología ha encogido la geografía de modo que el mundo es más claustrofóbico, más ansioso, superpuesto. No hay ningún lugar al que escapar (entrevista, Robert Kaplan).
Siendo el regreso más cercano a nuestro tiempo y habiendo sido exhaustivamente revisitado tanto por la ficción como por la no ficción en el último siglo, el retorno a la década 1930 es el que tiene mayor peso en el imaginario contemporáneo. Por ese motivo es la solución cognitiva más económica, fácil y simple a la hora de explicar las transformaciones del mundo.
Solo un puñado de intelectuales se anima a ir contracorriente. Un efecto colateral de este retorno a los años 1930 es pegarle la etiqueta de «fascista» a todo lo que nos disgusta. Santiago Gerchunoff desmontó esta operación de manera minuciosa en Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo. Para qué no sirve la historia.
Estamos terminando el primer cuarto del siglo XXI y el uso de la palabra fascismo lleva al menos tres décadas en el centro mismo del lenguaje político común. En los últimos diez años, sin embargo, el término ha proliferado de una forma inédita, descomunal. Atribuir una naturaleza fascista a determinados actos, personas o partidos políticos se ha convertido en una rutina diaria, en un espectáculo al que asistimos infinidad de veces al cabo de cada jornada; mucho más a menudo, en todo caso, que entre los años veinte y los años setenta del siglo pasado, cuando la tragedia ocasionada por la barbarie fascista era aún palpable (Un detalle siniestro…, Santiago Gerchunoff).
Más allá de estas reflexiones a contrapelo, la idea de que estamos en Berlín en 1930 -o que la pantalla nos secuestró y sumergió en los mundos distópicos de las ficciones más deprimentes del siglo XX- es muy fuerte y, a costa de simplificar mucho las cosas, cumple la función de darnos un marco conceptual para explicar los tiempos que corren.

Regreso al siglo XIX
En 1898 H.G. Wells publicó The War of the Worlds, una de las obras más sugerentes y eternas de la ciencia ficción victoriana. Adaptada a todos los medios a lo largo de un siglo, la novela de Wells aborda temas actuales como la extinción de las especies, la búsqueda de otros planetas como estrategia de supervivencia o los microscópicos virus como potentes armas biológicas de destrucción masiva. No pocos creyeron ver en la prepotencia tecnológica marciana a la hora de invadir la Tierra una metáfora de la repartición de África por parte de las potencias europeas.
Hagamos un poco de historia. A finales de 1884 se reunieron en la Conferencia de Berlín 14 potencias europeas y EE.UU para regular la colonización de África… sin representación africana. Durante ese evento se establecieron reglas como la prohibición del comercio de esclavos, la libertad de navegación en los ríos Congo y Níger, o la exigencia de «ocupación efectiva» para reclamar territorios. En Berlín se aceleró el reparto del continente y la creación de más de 50 colonias, ignorando la historia africana y cualquier tipo de frontera étnica o cultural. África fue desmembrada con tiralíneas y escuadra, sentando las bases de conflictos que persisten hasta nuestros días a pesar de los procesos de descolonización.
No cuesta mucho ver el mundo de 2025 como un lugar donde el orden global surgido de la Segunda Guerra Mundial se ha evaporado. Las Naciones Unidas son un actor mudo (“nadie se acuerda del nombre de su secretario general», dijo esta semana en Barcelona el analista Robert Kaplan) y las áreas de influencia de las (super)potencias están en discusión. Sin ir muy lejos, el «patio trasero» de Estados Unidos ya no es lo que era.

También el continente diseñado para beneficio de las potencias europeas extractivistas en la Conferencia de Berlín se disolvió en el aire -sigo en modo metáforas marxistas- en las últimas décadas…

El rediseño del mapa mundial para acoger a una nueva superpotencia (China), mientras las potencias regionales tratan de reacomodar sus áreas de influencia y alguna vieja superpotencia oxidada sueña con volver (Rusia), puede terminar en un nuevo acuerdo global tipo Conferencia de Berlín o a los tiros. O ambas cosas.
Pero los paralelismos con el siglo XIX también afloran en la crítica a los actuales procesos de producción y condiciones de trabajo del capitalismo avanzado. El economista Carl Frey y su equipo creen que el avance global de los movimientos radicales es una consecuencia directa de la automatización industrial y la robotización de la economía, un proceso que comenzó a acelerarse en los años 1980 y que habría llevado a muchos trabajadores estadounidenses a votar masiva y enfáticamente por Donald Trump.
A pesar de las maravillas tecnológicas de la Revolución Industrial Británica, las tres primeras generaciones no experimentaron sus beneficios. La ausencia de empleos mejor remunerados, a medida que la fábrica mecanizada desplazaba al sistema doméstico, llevó a los trabajadores a protestar contra la expansión de la maquinaria. De manera similar, (…) una parte considerable de la fuerza laboral estadounidense se ha visto perjudicada económicamente como resultado de la automatización (…) Las víctimas de la revolución de los robots tienen una mayor propensión a optar por un cambio político radical, al proporcionar evidencia de que los distritos electorales con mayor exposición a los robots eran significativamente más propensos a apoyar a Trump (Political machinery: did robots swing the 2016 US presidential election?, Carl Frey et al.).
Ante esta realidad con ecos decimonónicos, el teórico marxista David Harvey propone volver a las fuentes.
Leer a Marx hoy tiene sentido. En cierto modo, estamos volviendo a las condiciones de trabajo del siglo XIX, que es a lo que apunta el proyecto neoliberal: reducir el poder de los trabajadores y ponerlos en una posición en la que no sean capaces de resistir los procesos de explotación masiva (entrevista, David Harvey).
El siglo XIX nos interpela. Treinta años después de la Conferencia de Berlín, el aleteo de una bala en Sarajevo encendió la mecha de la Primera Guerra Mundial. En un mundo donde se está normalizando la eliminación quirúrgica de líderes políticos, militares o científicos, cualquier día podemos despertarnos con una tragedia.

Regreso a la Edad Media
Vamos más atrás. La crisis del liberalismo en el siglo XXI refleja un cuestionamiento profundo de los valores heredados de la Ilustración, como la razón, el progreso, la libertad individual y la universalidad de los derechos humanos. Tras décadas de hegemonía, el liberalismo enfrenta ataques tanto externos como internos. Por un lado, el auge de gobiernos autoritarios y populismos en países como Argentina, Hungría, Rusia o Estados Unidos pone en duda la viabilidad de las sociedades abiertas. Por otro, desde dentro, movimientos sociales y académicos critican el liberalismo por su incapacidad para abordar desigualdades estructurales, el racismo sistémico y la crisis climática, acusándolo de ser cómplice de un capitalismo global que erosiona derechos y ecosistemas. ¿Estamos volviendo a los tiempos oscuros premodernos?
Podríamos decir que el miedo a un retorno a la oscuridad premoderna ya estaba presente en la primera generación de intelectuales iluministas en el siglo XVIII. El universo de la razón todavía no había echado raíces y el riesgo de un retorno era palpable. Pero ese temor perduró incluso después del triunfo de las ideas liberales en el siglo XX. En 1924 el disidente ruso Nicolas Berdiaeff publicó Le nouveau Moyen Âge, un libro que apostaba por la repetición de los ciclos históricos.
El viejo mundo, si así puede decirse, de los tiempos modernos -a los cuales, por un hátibo no menos inveterado, se sigue llamando todavía ‘tiempos modernos’, cuando en realidad son perfectamente caducos- toca a su fin y se descompone. Y he aquí que nace un nuevo mundo, un mundo desconocido (…) Convengamos en que nuestra época es el fin de los tiempos modernos y el comienzo de una nueva Edad Media (Le nouveau Moyen Âge, Nicolas Berdiaeff).
Los síntomas de este retorno según Berdiaeff incluyen desde el auge del irracionalismo, donde la emoción y la fe desplazan a la razón crítica, y un renovado interés en el misticismo y las corrientes espirituales como reacción al secularismo. Se observa un resurgir del autoritarismo, con líderes fuertes que reemplazan los ideales democráticos, y un colectivismo orgánico (Berdiaeff pensaba en el comunismo) que subordina al individuo a comunidades cerradas o identidades colectivas.
Este proceso implica también un declive de las libertades individuales, un regreso a la tradición como fuente de verdad y legitimidad, y una fragmentación cultural que rechaza la universalidad de los derechos humanos. Además, Berdiaeff advierte un sentimiendo anticivilizatorio, con desconfianza hacia el progreso técnico-científico, acompañado de un apocalipticismo que prolifera en visiones de crisis y colapso. Finalmente, destaca el renacimiento de lo simbólico y mítico como formas predominantes de interpretar la realidad, en detrimento del análisis racional. ¿Les suenan todas estas cosas?

A comienzos de la década de 1970 -un momento histórico marcado por la guerra en Vietnam, la crisis del petróleo, los movimientos revolucionarios y las rebeliones juveniles- se volvió a pensar en un retorno al medioevo. En un texto publicado en 1974 (sí, lo titularon La nueva Edad Media) Umberto Eco y otros intelectuales italianos abordaron la cuestión. Sigamos los pasos del padre de Guillermo de Baskerville.
Eco plantea que vivimos en una nueva Edad Media marcada por la fragmentación política, la inseguridad global, las migraciones y el caos tecnológico. También analiza el fin de la Pax Americana, el surgimiento de nuevos “bárbaros” (movimientos sociales, migraciones, culturas alternativas) y la descentralización del poder hacia corporaciones, mafias y comunidades locales. Eco observa paralelismos entre las ciudades fortificadas y los campus universitarios con los monasterios medievales, y entre los movimientos contraculturales y las órdenes mendicantes.
El modelo de una Edad Media puede servirnos para comprender qué está sucediendo en nuestros días: a la ruina de una gran Pax sucedieron crisis e inseguridad, chocaron civilizaciones diferentes y se fue dibujando lentamente la imagen de un hombre nuevo. Esta no se iba a revelar con claridad hasta después, pero los elementos fundamentales ya estaban presentes, borbollando en un caldero enorme y dramático (La Edad Media ha comenzado ya, Umberto Eco).
También el polaco Alain Minc insistió con el retorno a los tiempos oscuros en Le Nouveau Moyen Age (1993). En ese volumen Minc describe un mundo tras la Guerra Fría y la caída del muro de Berlín marcado por la desaparición del orden bipolar y un vacío ideológico global. Este “nuevo medievo” se caracterizaría, una vez más, por la fragmentación política, el debilitamiento de los Estados y la proliferación de zonas grises dominadas por corrupción, mafias y violencia. En ese contexto resurgen miedos, extremismos y tribalismos que amenazan las democracias, mientras las instituciones internacionales y las élites políticas se muestran impotentes.

Finalmente, no podemos dejar de mencionar el tecnofeudalismo de Yanis Varoufakis. Le cedo la palabra:
Desde una perspectiva marxista, la respuesta sencilla es que los siervos de la nube producen directamente capital con su trabajo gratuito. Esto no ha ocurrido nunca antes. Los siervos del feudalismo producían mercancías agrícolas. No producían capital: este dependía de los artesanos que producían herramientas, aperos, arados y similares. En cambio, los usuarios modernos contribuyen a la formación de capital simplemente interactuando con las plataformas, ofreciendo mano de obra gratuita para aumentar el capital en nube del capitalista. Esto nunca ha ocurrido bajo el capitalismo (…) El tecnofeudalismo sigue dependiendo profundamente del sector capitalista, reflejando la dependencia del capitalismo de los sectores agrícola y feudal para su sustento. Y al igual que el capitalismo necesitaba al feudalismo para asegurarse el suministro de alimentos, el tecnofeudalismo es parasitario y obtiene un apoyo esencial del sector capitalista para mantenerse (Los siervos de la nube producen capital con su trabajo gratuito, Yanis Varoufakis).
El tecnofeudalismo sería como un agujero de gusano: las contradicciones del capitalismo no lo llevaron a resolver dialécticamente sus tensiones sino a replegarse sobre su propia historia y volver a una nueva forma de feudalismo donde, en vez del arado y el molino, reinan los algoritmos y los datos.
El mundo de ayer, hoy
Si este texto comenzó con una referencia a Karl Marx, cerremos con otra fórmula marxista invocada una y otra vez: «La historia se repite, una vez como tragedia y otra como comedia». ¿Será así? ¿Tanto nos cuesta pensar con marcos mentales más frescos y menos repetitivos? Cualquiera de los retornos, ya sea el del 1930, el siglo XIX o la Edad Media, no deja de ser una forma simplificada de darle un sentido a las transformaciones contemporáneas. ¿Estamos preparados para lidiar con las complejidades de la vida en el siglo XXI?
Un par de ideas para ir cerrando un tejido textual imposible de cerrar pero que, al menos, deje algunos hilos sueltos para seguir pensando. Tenemos que comenzar a asumir que la crisis (del liberalismo, de la razón, de la libertad, de la Modernidad) ha sido permanente. Esto, que para los latinoamericanos es una verdad de Perogrullo, se había olvidado en Europa. Quizás años de estabilidad y bienestar han pasado factura… Lo cierto es que cualquiera de las frases de Umberto Eco, Alain Minc o Nicolas Berdiaeff parecen haber sido escritas esta semana. El mundo no se volvió caótico de un día para otro: ya lo era antes.
A estas alturas, la fuga interpretativa hacia el pasado no es otra cosa que una figura retórica del discurso político y sociológico, una fórmula que, a fuerza de repetirse, se ha solidificado hasta convertirse en una especie de forma nominal. Según Eliseo Verón, una forma nominal es un operador discursivo con gran poder explicativo que genera un efecto inmediato de inteligibilidad. Tres ejemplos clásicos: «la crisis», «el imperialismo» o «el capitalismo». ¿Cuántas discusiones y debates se cerraron en nombre de estas expresiones?

Recurrir al pasado simplificado (el dinosaurio en el espejo retrovisor) para dar un sentido al mundo actual es un dispositivo un poco más articulado que las formas nominales de Verón pero que, en el fondo, cumple la misma función: explicar de manera económica y simple las complejidades de un entorno caótico. En este caso, cada hablante que apela a este operador discursivo lo llena con el período de su preferencia: estamos volviendo al 1930, a la cubierta del Titanic, al siglo XIX, a la Edad Media, a Pompeya un día antes de las cenizas, al neolítico, etc. Deberíamos huir de este tipo de interpretaciones. Como escribe Santiago Gerchunoff,
Abandonar la visión profética de la historia (…) es costoso, sobre todo porque implica darse menos importancia, asumir que hay una responsabilidad y una posibilidad de intervenir en la historia que no es tan determinante ni tan evidente, que se sitúa en algún punto intermedio entre la ceguera y la visión cristalina (Un detalle siniestro…).
Si las formas nominales de Verón y el pasado simplificado se caracterizan por cerrar el discurso y no dejar lugar a la réplica, quizás tengamos que comenzar a leer (y aplicar) la historia de manera menos automatizada y generar discursos interpretativos más ricos y abiertos para comprender lo que pasa a nuestro alrededor, que no es lindo ni justo, pero es.