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Días detenidos


Álvaro Vasquez / Inmediaciones

Es común escuchar que toda obra de ficción muestra, inevitablemente, algo (o mucho) de las vivencias del autor, incluso si la intención de éste no hubiese sido el redactar un texto con tintes autobiográficos.

En el caso de Días detenidos, queda claro que el texto rescata mucho de la experiencia migrante de Guillermo Ruiz, pero la novela se halla lejos de ser un texto autobiográfico.

El escritor turco Orhan Pamuk dijo que La emigración no sólo se hace para huir de la opresión en casa, sino también para llegar a lo más hondo de nuestra alma, y es que ─como lo demuestra la literatura─ los viajes son, al mismo tiempo que movimiento físico hacia afuera, una exploración hacia el interior de las personas. Y ahí, en el fondo, las similitudes parecen ser tan impactantes como las diferencias que se encuentran en el exterior.

El mayor mérito de esta novela parece ser justamente la capacidad de transmitir esa idea, pues al margen de narrar una historia interesante por sí misma, muestra que las situaciones que enfrentan los protagonistas son similares (por decir lo menos) a las que viven personas de diversas partes del mundo.

De manera sutil, Guillermo Ruiz muestra que características humanas tales como la inseguridad, el temor, y también el odio y la perversidad, toman distintos disfraces, hablan distintos idiomas, hallan diferentes formas de expresarse; pero son iguales en cualquier lugar de este planeta.

Muestra asimismo que la virtud y la generosidad (afortunadamente, también características humanas) tiene esa misma omnipresencia, aunque luciendo distintos ropajes y diferente color de piel, según la latitud en que se encuentre.

Por otra parte, mientras se avanza entre las líneas de la novela, se va revelando con claridad que esa dual esencia humana de influencia planetaria se replica también a una escala mínima, en la vida de cada individuo. Si un atentado terrorista lastima a miles de personas y aterroriza a una sociedad, un solo acto personal puede también destruir una vida, y ello no necesariamente implica voluntad malintencionada de parte del causante de tal destrucción. Acaso el daño ocasionado sea solamente una forma de defensa por daños también recibidos. Esto explicaría la posibilidad de dañar a quienes más queremos, hecho que se presenta con mayor asiduidad de la que sería deseable.

Y es más, la escalada inversa no va solamente de lo general a lo particular, sino que llega también al interior de cada persona. El pasado, la memoria, las frustraciones y los logros experimentados, aprisionan al individuo contra las expectativas (propias o ajenas) sobre el futuro, y la tensión resultante juega con los recuerdos, los modifica, llegando incluso a eliminarlos como una forma de defensa. Quien recuerda, miente, decía Caballero Bonald, y pocas citas son más certeras que ésta. Todos nos mentimos, y al no poder cambiar los hechos ya sucedidos, cambiamos nuestros recuerdos, y de esa forma armamos nuestra vida. Locura, podría llamarse a tal forma de actuar. Quizás estemos todos locos, entonces. Solo así esta vida resulta llevadera, eliminando a los demonios de nuestro pasado (o acaso, echándolos de nuestra memoria a través de la escritura). La novela así parece advertirlo ya desde sus primeras páginas: En los libros hay que eludir los lugares comunes, pero en la vida, en la mediocre vida, son inevitables, dice.

Se suele escuchar también que la novela es un género omnívoro, pues se alimenta de cualquier forma literaria, y en el caso de Días detenidos, se puede afirmar que de toda forma artística. Así, la lectura de la novela me llevó a contemplar por muchos minutos el Disparate matrimonial de Goya (un poco menos a la Madonna de Edvard Munch), y a releer el breve cuento ¿Cuándo murió Janos Kovacs? de Lajos Zilahy. También motivó la búsqueda de temas musicales, en algunos casos para recordar a Kurt Cobain, y en otros para sumergirme en un género que no se encuentra entre mis favoritos ─el grunge─ pero que, como el resto de las referencias, complementa el texto, le da otra dimensión.

En la presentación del libro, Guillermo Ruiz Plaza, que es conocido sobre todo por sus libros de cuentos, recordaba que sus primeras publicaciones fueron de poemarios. Y la sensibilidad del vate se hace notoria en varios pasajes de la novela, tal como muestran las siguientes frases:

  • Se le habían saltado lágrimas pequeñas, como si ya hubiera gastado su reserva de dolor y dentro solo le quedase aridez.
  • Nuestro error ─dice la voz─ fue que nunca aprendimos a amar lo impuro.
  • Luego se levantó y se fue envuelta en el susurro de su camisón.
  • Locura, tu nombre aletea todavía entre mis labios. Y todavía quema el rastro de tus dedos, de tus verbos, de tus víboras.

Quizás algunas historias dentro de la novela no tengan un final explícito, pero creo que eso puede ser un mérito más del texto, pues en la realidad, las historias mínimas insertas en cada vida, las que le dan forma, las que marcan su devenir, tampoco tienen siempre un final claro al cual dirigirse. El creador parece dotar a cada quien de cierta autonomía para terminar de un modo u otro las historias en las que nos dio el rol protagónico (el no hacerlo así sería de una crueldad inaudita).

El creador literario, en este caso, muestra la misma generosidad.

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