Encarnación Sánchez García
Era 1988 cuando, en un congreso de hispanistas italianos, Lore Terracini, catedrática de Lengua y Literatura española en la universidad de Turín, me animó a trabajar sobre el Diálogo de la lengua, señalándome un ámbito de investigación todavía no transitado: el del papel que Juan de Valdés (¿1498?-1541) reconoce a los arabismos del castellano, distanciándose claramente de la postura adoptada por Nebrija. En sus varios estudios sobre el Diálogo, publicados a lo largo de los años sesenta y recogidos como núcleo principal de su libro Lingua come problema nella letteratura spagnola del Cinquecento (Turín, 1979), Lore Terracini se había dejado en el tintero esta cuestión, aunque alude a ella en algún pasaje.
Acogí la propuesta con buen ánimo porque ya me interesaba por otros diálogosrenacentistas (especialmente por el Viaje de Turquía) y porque Valdés formaba parte de mi subsuelo experiencial, habiendo entrado en contacto con ambientes académicos «valdesianos» durante el largo decenio que llevaba ya viviendo y trabajando en Nápoles: en la ciudad donde el humanista conquense había escrito no solo Diálogo de la lengua, sino también el Alfabeto cristiano, las Ciento diez divinas consideraciones y otros textos religiosos. Seguía interesándome su figura y su legado. Por lo demás, interpreté la invitación como un regalo de Lore Terracini, una prueba de confianza a la que intenté corresponder con un breve estudio muy escolástico aunque novedoso, gracias a la idea que ella misma me había ofrecido1.
Con los hermanos Valdés me había topado nada más llegar a la universidad Orientale de Nápoles en 1975. El jesuita Giuseppe de Gennaro, a cuyo curso de Lengua española el departamento de Iberística asignó mi lectorado de español, había publicado años antes las traducciones al italiano de los diálogos de Alfonso de Valdés2 y, en las reuniones informales que celebraba con sus ayudantes, no faltaban comentarios sobre la historia de las versiones italianas de las obras de los dos hermanos, promocionadas y realizadas por los seguidores religiosos de Juan.
Había también otro escenario napolitano donde brillaba la figura del gran humanista español y en cuyos bastidores yo me movía: la estupenda biblioteca que tenía en su casa de Monte di Dio Benedetto Nicolini, ex director del Archivio di Stato de Bolonia y último heredero de una estirpe de eruditos napolitanos3 que contaba entre sus antepasados a ilustres magistrados del reino borbónico. Mi amiga Lia Petruzzellis y yo catalogábamos las novedades bibliográficas sobre el Renacimiento que este ahijado de Benedetto Croce, a escondidas de su esposa boloñesa, recibía diariamente de parte de los mejores libreros de Italia. Con el argent de poche que percibíamos, yo intentaba redondear mi modestísimo sueldo, y Lia, que vivía en la exclusiva colina de Posillipo, aprovechaba para volverse en taxi a su casa. Las dos reconocíamos que aquellas pocas liras eran, en efecto, una lauta remuneración porque Benedetto Nicolini jamás nos llamaba la atención si, en lugar de rellenar la ficha de un libro, nos enfrascábamos en su lectura.
Como profesor de Historia de la Iglesia en la Universidad de Bolonia, Nicolini había publicado eruditos estudios sobre los ambientes del valdesianismo italiano4, por el que seguía interesándose desde su buen retiro de Nápoles. De índole sumamente bondadosa, con frecuencia reflexionaba en voz alta sobre cosas de España y de la Nápoles virreinal, que escuchábamos gustosas mientras el trabajo de catalogación languidecía. Precisamente, en su querencia por la Rinascenza hispano-napolitana, no era raro que tocara temas tan peliagudos como la heterodoxia de Valdés, que ponía en duda con finísimo tino, mientras citaba a Menéndez y Pelayo respetuosamente.
Los hermanos Valdés, por lo demás, estaban de moda por estos años. En abril de 1976, un escogido ramillete de estudiosos ―y, entre ellos, Giuseppe de Gennaro― presididos por Marcel Bataillon y moderados por el padre jesuita Miguel Batllori, celebró en el Colegio de España de Bolonia un memorable coloquio interdisciplinar sobre los dos conquenses, organizado por la embajada de España en Roma5. Benedetto Nicolini no asistió a aquel encuentro, si bien su interés por Juan de Valdés seguía vivo en aquellas fechas. No es de excluir que en el archivo familiar, que donó en 1985 junto con su biblioteca al Istituto Italiano di Studi Storici (el tesoro napolitano de la familia Croce), se hayan conservado rastros de aquellas meditaciones sobre Valdés de las que fui testigo.
Aunque estas experiencias juveniles quedaban muy lejos cuando surgió el proyecto de Nombres y hombres, mi aproximación a Juan de Valdés seguramente les debe algo. Sobre todo, las horas pasadas junto al profesor Nicolini me hicieron tomar conciencia de la poderosa proyección del humanista conquense en Italia. El valor que sus relaciones personales tuvieron en su trayectoria intelectual y social ha sido reconocido, entre otros, por críticos como Massimo Firpo ―hijo de Luigi Firpo, correspondiente y amigo de Benedetto Nicolini― en sus estudios sobre la experiencia religiosa de Valdés y sus discípulos6.
A partir de la segunda mitad de los años 90, el Diálogo de la lengua estuvo presente con frecuencia en mis programas didácticos de Literatura española en el máster en Literaturas comparadas de la universidad Orientale. A la hora de presentar un panorama crítico adecuado al curso, se hacía evidente que la abundancia de bibliografía sobre el contenido lingüístico y la estructura del Diálogo de la lengua contrastaba con la escasez de estudios solventes sobre el ambiente cultural que favoreció su génesis. Lore Terracini había ofrecido un nuevo método de aproximación al Diálogo teniendo presentes las exigencias formalistas y estructuralistas, que marginalizaban la indagación del contexto. Otros estudiosos la seguirían por esa senda, de manera que, a diferencia de lo que ocurría con las obras religiosas valdesianas, para el estudio del contexto de Diálogo de la lengua contábamos solo con las noticias recogidas por viejos estudios positivistas.
El método comparado de las clases de máster desvelaba, a su vez, que los críticos más autorizados de Il Cortigiano (de Baldassarre Castiglione) o de las Prose della volgar lingua (de Pietro Bembo), obras apreciadas por Valdés, sí atendían en sus exégesis a los datos históricos y culturales que habían concurrido a la creación de estas joyas del Renacimiento; y lo mismo hacían los especialistas de los diálogos clásicos antiguos. Sería la necesidad de ofrecer a los alumnos noticias precisas sobre el marco del Diálogo de la lengua la que daría el primer impulso a mi investigación. Me valieron, ante todo, las aportaciones de los mejores editores del Diálogo, que habían demostrado con certeza su redacción en Nápoles a finales de 1535, momento en el que Carlos V residía en la capital del Regno, a su vuelta de la Jornada de Túnez. La obra metalingüística más importante del Renacimiento español debía entenderse, en efecto, como un elegante manifiesto de la lengua castellana escrito en la misma corte del Emperador.
El género literario del diálogo, que Pontano, Erasmo y otros habían puesto de moda en la Europa humanista, consintió a Valdés presentar el tema de la discusión desde múltiples puntos de vista, evitando el encorsetamiento del tratado gramatical, que había sido el formato elegido por Nebrija en 1492 para su Gramática de la lengua castellana. Con magistral dominio de la técnica dialogal, Valdés se hizo cargo de definir a grandes rasgos un modelo de español apropiado para la misma corte imperial. Desde su llegada a la capital del Regno, Carlos V remarcaba la importancia política y cultural de la lengua castellana, que usaba en los actos institucionales y en los agasajos ofrecidos por la nobleza napolitana. Esta praxis del rey dio alas a la pluma del conquense. Como una tarea más de su cargo de secretario imperial, asumió la redacción del Diálogo de la lengua desde dentro de la corte carolina.
Nombres y hombres relaciona estos hechos y dichos de Carlos en su reino napolitano con el simposio que Valdés representó en el Diálogo; desvela la relevancia simbólica que esconden los antropónimos que en la ficción literaria designan a los varios personajes tras identificar a estos con sus referentes históricos, cuyas biografías reescribe, aportando datos inéditos. Se trata de personalidades cercanas al emperador, dos de ellos italianos (el secretario del reino de Nápoles, Bernardino Martirano, y su hermano menor, el obispo Coriolano Martirano, humanistas herederos de la escuela de Pontano a través de Aulo Giano Parrasio, maestro de ambos), los otros dos, españoles: el mismo Valdés y el III marqués de Villena, don Diego II López Pacheco Enríquez, a quien Juan había tratado familiarmente en Escalona durante los años de su primera juventud, transcurridos en la corte erasmista y alumbrada del padre de este, el II marqués de Villena, don Diego I López Pacheco Portocarrero.
El espacio en el que se celebra el coloquio está en íntima relación con estos actores. Se trata de la quinta de Leucopetra, la hermosa propiedad que el secretario Martirano tenía a los pies del Vesubio, la misma donde Carlos V había descansado tres días a su llegada a Nápoles el 21 de noviembre de 1535, antes de hacer su entrada triunfal en la capital y en la que, como he podido documentar, Carlos se divertía jugando diariamente a la pelota con el virrey don Pedro de Toledo, con don Diego II López Pacheco Enríquez y con otros grandes de su séquito, lo que seguiría haciendo tras instalarse en Nápoles7.
En el Diálogo de la lengua Valdés, que había leído Il Cortigiano probablemente ya en España, toma en consideración la teoría lingüística de Baldassarre Castiglione, la de Pietro Bembo en las Prose della volgar lingua ,pero también otras sobre el modelo comunicativo del volgare italiano, como las de Pierio Valeriano o Claudio Tolomei. Desde su llegada a Roma en 1530, Valdés había tenido acceso a la obra de estos últimos en los ambientes humanísticos de la corte del papa Clemente VII y en las academias cardenalicias. Sin sujeción a estos precedentes, Valdés va definiendo el perímetro de la lengua castellana cortesana, que ilustra partiendo de su propia praxis. El uso que él hace del castellano depura el de los cortesanos del emperador nacidos en el reino de Toledo (de donde procede también Pacheco), modelo del que arranca. Valdés aspira a situar al español en un ámbito estético de cuño horaciano, teniendo en cuenta la exégesis del Ars poetica que el humanista Parrasio había difundido en su comentario, de cuya edición se había hecho cargo su alumno, Bernardino Martirano. El humanista de Cuenca adapta con desenvolturaa su propia praxis comunicativa los principios horacianos de elegancia, propiedad, selección, proponiendo un nuevo ideal estilístico para la conversación cortesana, un ideal que Garcilaso de la Vega, presente en la corte del virrey don Pedro de Toledo, ya estaba experimentando en su poesía desde 1532.
Las circunstancias personales de Valdés explican, en parte, la escasa recepción de una obra tan brillante como el Diálogo de la lengua. Hay que recordar que su trayectoria religiosa había sido vista con sospecha en España a partir de la publicación del Diálogo de doctrina cristiana (Alcalá, 1529), primer libro prohibido por la Inquisición española, y su alejamiento de Castilla al año siguiente iba a influir decisivamente en la escasa difusión de su obra en la península ibérica. Tras la muerte de Valdés, en julio de 1541, la persecución que sufrieron varios de sus discípulos por la recién creada Inquisición romana provocó un progresivo ocultamiento de su legado intelectual. Aunque el Diálogo de la lengua y las obras religiosas compuestas en la capital partenopea tuvieron una primera difusión manuscrita, solo algunas de estas obras fueron editadas en traducciones italianas realizadas por sus más conocidos seguidores y apoyadas por otras figuras tan ilustres como su discípula Giulia Gonzaga, a quien retrató con soberbia maestría en el Alfabeto cristiano, o la poeta Vittoria Colonna, quien tanto hizo por dar a conocer el legado de Valdés en el círculo que el cardenal Reginald Pole animaba en Viterbo. De este proceso de trasmisión no formó parte el Diálogo de la lengua. Seguramente en los ambientes de los spirituali se conservaría con reverencia, pero, al no ser obra de tema religioso, ni su publicación ni su traducción se tomarían en consideración.
No obstante, en Nápoles y en otras áreas de Italia el Diálogo de la lengua se leyó en cenáculos académicos. Está documentado que el humanista y poeta florentino Benedetto Varchi, al servicio de los duques de Toscana Cosme de Medicis y Leonor de Toledo (hija del virrey de Nápoles don Pedro de Toledo), poseyó una copia y otras debieron circular en vida de Valdés y en los años siguientes a su muerte. Sin embargo, solo uno de los cuatro testimonios manuscritos conocidos actualmente ―todos del siglo XVI― fue copiado enteramente en Italia. Se trata del ms. 8629 de la Biblioteca Nacional de España (M), un códice constituido por folios con tres clases de filigranas, cuya circulación está documentada en Roma y Nápoles entre 1528 y 1548. Esta copia fue hecha en Nápoles o en Roma entre 1535 y 1537, como demostró Cristina Barbolani en su edición crítica (Firenze, 1967) y fue realizada por dos amanuenses, que se repartieron el trabajo hasta completarlo. Poco más tarde, el manuscrito fue sometido a revisión por un tercer amanuense, quien integró una parte que se había extraviado e introdujo correcciones a lo largo de todo el códice. Este último copista utilizó un testimonio distinto del Diálogo de la lengua, actualmente también perdido, que los estudiosos reconocen como segunda fuente de M, pues contenía una versión con significativas modificaciones respecto al original. Fue el tercer copista, en efecto, el que, entre otras correcciones, sustituyó sistemáticamente el nombre del interlocutor llamado «Pacheco» por el de «Torres».
Este códice viajó pronto a España, donde, en los tres últimos decenios del siglo XVI, se llevaron a cabo otras correcciones, glosando ciertos pasajes y censurando otros. De las tres manos que intervinieron, una es la del humanista Álvar Gómez de Castro, quien en su testamento legó un testimonio del Diálogo de la lengua de su propiedad a la biblioteca de la catedral de Toledo, significativamente encuadernado con un ejemplar de la Gramática de Nebrija. Es este manuscrito de Álvar Gómez el que los especialistas identifican hoy con M. Su importancia deriva tanto de su antigüedad como del hecho de haber sido compuesto por entero en Italia, mientras Valdés vivía aún, y en un ambiente tan cercano a él que no puede excluirse que fuera el mismo autor el que diera algunas de las indicaciones para su corrección.
Ya desde antes de que Cristina Barbolani realizara su importantísima edición crítica, el manuscrito M era considerado por los hispanistas el codex optimus del Diálogo de la lengua. En él se basan las ediciones de Usoz (1860), de Boehmer (1895) y de Montesinos (1928), así como las más solventes de entre las modernas: además de la ya citada de Barbolani de 1967, siguen M la divulgativa de esta misma estudiosa (Madrid, 1984), la de Ángel Alcalá (Madrid, 2009), la de José Enrique Laplana (Barcelona, 2010) y la de Lola Pons (Madrid, 2022).
M se leyó en ambientes españoles selectos y de él dependen los otros tres manuscritos del Diálogo de la lengua descubiertos hasta ahora: el ms. K-III-8 de la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial (E), el ms. Add.9939 de la British Library de Londres (L) y el ms. 6337 de la Biblioteca Serrano Morales de Valencia (V).
De E dio noticia Gregorio Mayans, quien fue el primer editor del coloquio en 1737. Lo consultó para solventar algunas dudas mientras preparaba su edición, basada en V, como pronto veremos. Este códice de El Escorial es copia de M hecha por tres manos distintas, ninguna de las cuales coincide con las que corrigieron este último en España. Se ha sugerido que la letra del primer copista de E podría ser la del cosmógrafo de Felipe II Juan López de Velasco, quien escribió algunas obras sobre la lengua española, mientras que las correcciones de los márgenes serían de Antonio Gracián Dantisco, secretario real, como lo había sido su padre, y asesor de Felipe II para la formación de la biblioteca del monasterio de San Lorenzo.
La filigrana de L, como aclaró Laplana, pertenece a papel de área madrileña, el mismo que fue utilizado también para copias de manuscritos griegos hacia 1570-1580. Antes de salir hacia Londres en el siglo XIX, L pudo pertenecer al Colegio Máximo de los Jesuitas en Alcalá de Henares, del que probablemente fue sustraído en tiempos de la expulsión de España de la Compañía de Jesús, como supone Pons.
Hasta hace unos años se había pensado que Gregorio Mayans había usado L para su edición, pero Willstedt ha descubierto en 2015 el testimonio V, lo que ha permitido reconocer que fue este el manuscrito que manejó el erudito valenciano para la editio princeps del Diálogo de la lengua, habiéndolo recibido en préstamo de Nasarre, bibliotecario mayor del reino, a quien nunca lo devolvería. Siguiendo a Mayans y a Laplana, Pons confirma que este testimonio de Valencia es el que perteneció a Gerónimo Zurita, poseedor de una copia del Diálogo, como sostuvo Diego Dormer en 1680. Las glosas de este códice son del mismo Zurita, quien debió de encargar el trabajo de copia a un amanuense de su confianza. Este manuscrito de Valencia presenta una variante en el nombre ficcional del personaje inspirado en Bernardino Martirano: la forma «Martio» de M se trascribió como «Marcio». Mayans incorporó esta nueva grafía en su edición e, imitando a este pionero, todos los editores siguientes, excepto Usoz, lo han seguido haciendo, a pesar de haber basado sus ediciones en M, lo que es un abuso inexplicable, que solo alguno más cuidadoso, como Laplana, justifica por un motivo práctico, como sería el de asegurar la continuidad de la tradición editorial del Diálogo. En su aparente insignificancia, este cambio de una letra no ha dejado de tener consecuencias, pues la forma gráfica «Marcio» desdibuja la ligazón entre el personaje literario «Martio», que es el principal interlocutor de Valdés a lo largo de la actio, y el apellido del referente histórico del que es máscara literaria (Bernardino Martirano), comprometiendo la comprensión cabal del texto de Valdés. Precisamente, fue en la Biblioteca Nacional de España durante una consulta de M ―en cuyo primer folio aparece el antropónimo «Martio» escrito por entero―, cuando comprendí que Valdés había querido representar en el coloquio al secretario del reino de Nápoles como su interlocutor principal. Me resultó claro entonces que, con esta elección, el secretario imperial Juan de Valdés daba una «oficialidad» política al contenido de la conversación entre los cuatro personajes, dado el eminente valor representativo del cargo que detentaba el otro secretario del convivio, Bernardino Martirano.
Como ya he apuntado más arriba, antes de que una rígida teoría semiótica se impusiera en España en los años 70 del pasado siglo, negando la importancia de las relaciones del texto literario con su contexto histórico, varias generaciones de estudiosos del Diálogo de la lengua habían considerado los nombres de sus interlocutores como indicadores de los significados del mismo, aunque no acertaran en las correspondencias propuestas entre los personajes históricos y los retratos literarios realizados por Valdés. En Nombres y hombres reivindico esta tradición crítica, formulando nuevos criterios para la precisa identificación de las personas que Valdés traspuso en la ficción. Seguía así el conquense una tradición que se remonta a Platón y que los humanistas italianos habían recuperado ya plenamente en el Quattrocento. Naturalmente, para poder indagar sobre las personalidades históricas de las que Valdés quiso rodearse en este coloquio, había que empezar por restituir la forma exacta de los nombres de los interlocutores del simposio de Leucopetra. Esta exigencia me ha llevado a dar importancia a la forma «Martio» presente en M: la correspondencia de este teónimo con el apellido de Bernardino Martirano es segura, pues otros textos literarios latinos e italianos contemporáneos del coloquio valdesiano también documentan al secretario del reino de Nápoles como «Martio».
A partir del nítido retrato que Valdés hace de este interlocutor, he conseguido restaurar los de los otros, bosquejando así nuevos perfiles intelectuales de los personajes históricos que Valdés trasladó a la ficción literaria. Frente a las reposadas y serenas siluetas de los dos hermanos Martirano, las de Valdés y Pacheco se mueven impetuosamente, describiendo y defendiendo la lengua castellana con las armas del respectivo prestigio intelectual y social. Los panoramas inéditos que Nombres y hombres abre sobre las biografías de las cuatro personalidades traspuestas por Valdés en la ficción literaria desvelan por primera vez la dimensión plenamente humanística del Diálogo de la lengua, que Valdés presentó como el precioso fruto de una discusión académica entre tres filólogos y un grande de España en Leucopetra, la finca de recreo vesubiana apenas consagrada como demora imperial por Carlos V.
Encarnación Sánchez García es académica correspondiente de la Real Academia Española por Italia desde 2016.
1. Encarnación Sánchez García, «Cien dozenas» di plebei e alcuni «hidalgos»: gli arabismi nel Diálogo de la lengua, E. Sánchez García, Tre studi sul Siglo de Oro, Napoli, Gallo, 1990, pp. 9-27.
2. Alfonso de Valdés, Due dialoghi. Traduzione italiana del sec. XVI. A cura di Giuseppe de Gennaro. Napoli, Istituto Universitario Orientale, 1968.
3. Su padre, el erudito y filólogo Fausto Nicolini fue amigo de Giovanni Gentile y de Benedetto Croce y autor, entre otros muchos títulos, del volumen Aspetti della vita italo-spagnuola nel Cinque e Seicento (1934); su hermano, Nicola Nicolini, había sido profesor de Historia moderna y de Historia bizantina y del Oriente europeo en el Istituto Universitario Orientale de Nápoles, donde también había dirigido la biblioteca Matteo Ripa.
4. Entre otros varios, cfr. Benedetto Nicolini, Ideali e passioni nell’Italia religiosa del Cinquecento, Bologna, Palmaverde, 1962; Idem, Divagazioni sulla vita religiosa italiana della rinascenza: appunti da libri e carteggi dell’epoca, Napoli, F. Fiorentino, 1946; Idem, Sulla religiosità di Vittoria Colonna. Estratto da «Studi e materiali di Storia delle religioni», XXII, Bologna, Zanichelli, 1950.
5. Francisco Ramos Ortega, (coord.), Doce consideraciones sobre el mundo hispano-italiano en tiempos de Alfonso y Juan de Valdés. Actas del coloquio interdisciplinar (Bolonia, abril de 1976). Roma, Anexos de Pliegos de Cordel, I, Publicaciones del Instituto Español de Lengua y Literatura de Roma, 1979. Participaron, entre otros, Giuseppe Galasso, Félix Fernández Murga, Giuseppe de Gennaro, Gian Luigi Beccaria, Alberto Blecua, Francisco Rico, Margherita Morreale, Cristina Barbolani, Carlo Ginzburg y Adriano Prosperi, Romeo De Maio, Pasquale López, Eugenio Asensio.
6. Massimo Firpo, Juan de Valdés e la Riforma nell’Italia del Cinquecento, Roma-Bari, Laterza, 2016; Idem, Valdesiani e spirituali. Studi sul Cinquecento religioso italiano, Roma, Edizioni di storia e letteratura, 2013.
7. Archivo General Fundación Casa Medina Sidonia, De la quenta de lo que ganó y perdido [sic[ a la pelota por el Sr. Virrey durante todo el tiempo que su excelencia jugó: fondo Villafranca, leg. 433, f. 1460.