En una época en que, en Bolivia, se pretendió dolosamente el reconocimiento legal de gobernar indefinidamente como un derecho humano, pensando únicamente en el interés personal de un hombre que solo trajo pobreza y división al país, en gran parte del mundo, y desde hace veinte años, la idea de que el tratamiento del dolor debe ser un derecho humano ha ido cobrando amplia aceptación. En sociedades como la nuestra, donde las limitaciones en el campo de la medicina son estremecedoras y reina una incultura en torno a la consulta profesional médica, existen millones de personas que combaten el dolor físico con hierbas que, bien dosificadas, pueden —o no— mitigar pasajeramente sus males y, dependiendo de la honestidad del chamán a cuya sabiduría deben confiar su salud, pueden hallar alivio temporal o morir con una gesticulación bucal de suplicio.
En clases sociales empobrecidas y urbanas, los analgésicos, tan baratos como se puedan hallar, son los únicos medios para combatir dolores de cifras fuera de toda estadística, con los que tienen que convivir quienes no tienen la “suerte” de morir rápidamente.
Hace algunos meses, y con motivo de la internación de un familiar muy próximo, pude confirmar la pobreza de nuestros recursos tanto humanos como materiales, y ver que quienes gimen de dolor pierden toda dignidad humana, por lo que conociendo el paciente unas veces la inutilidad de su consulta médica y otras veces por la autoprescripción o el seguimiento a personas conocidas que dan sugerencias de medicación, como si el cuerpo humano fuera una copia idéntica uno de otro como para recibir los mismos tratamientos, multitudes de gentes lidian toda su vida con el dolor.
Esas son las consecuencias de tener un país pobre en todo sentido. Pobrísimo en lo moral y en su sistema de salud pública o privada (donde el mercantilismo —salvo excepciones— gana de lejos al fin altruista de la ciencia médica). He comprobado a lo largo de mi vida, sin embargo, que en Bolivia existen médicos con cualidades humanas extraordinarias, pero que son los menos; estos poco pueden hacer ante las estrecheces tecnológicas y materiales que el derecho humano fundamental de la vida requiere.
Muchos de los cuadros de inquietud, insomnio, depresión o alucinaciones, que también pude ver en un hospital de la seguridad social, obedecen a una gestión deficiente del dolor, disminuyendo el sistema inmunológico u ocasionando complicaciones pulmonares o infecciones postquirúrgicas. Aliviar el dolor es un derecho humano universal que en Bolivia parece desconocerse, pues la obligación ética de los profesionales en salud debe traspasar cualquier condicionamiento económico, pero ello no es así, ya que, según estadísticas, uno de cada cinco pacientes que acuden al médico tiene dolores crónicos y uno de cada tres padece dolores graves; ellos han resignado toda posibilidad de tener una vida normal. Ahora bien, nuestras experiencias personales (hablando de la población en general) nos han enseñado que los dolores crónicos no se pueden prevenir, pero el Estado tiene la obligación constitucional de otorgar al paciente con dolor los medicamentos adecuados, las especialidades precisas y los nosocomios aptos para quienes batallar con dolores físicos puede ser causa de toda desmotivación para vivir.
En países altamente desarrollados existe el abordaje precoz de enfermedades futuras de los recién nacidos, pruebas que en nuestro medio sí se las conoce, por lo menos en los hospitales públicos y de la seguridad social nunca se las practica. ¡Cuánto dolor emocional provoca en los seres queridos ser testigos del dolor físico de sus familiares que, impertérritos, claman su muerte!
Este 17 de octubre se conmemoró el Día Mundial Contra el Dolor, que en nuestras autoridades del ramo y en el contexto médico en general pasó desapercibido, sin que se les mueva un pelo. Casi todos tenemos dolores, pero hay dolores como los del cáncer terminal, del nervio trigémino, de los cálculos biliares de las quemaduras y otros ante quienes los sufren deberían tener alternativas seguras e inmediatas para mitigarlos. ¡Qué dolor lacerante, cómo corroe el espíritu!
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor