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Destrucción como política de Estado

La deliberada intención de aplastar y causar dolor, selectiva en principio, ha sido característica temprana del régimen, que la aplica a individuos y poblaciones, igual que a la Naturaleza, a la que canta loas jurídicas, pero se esfuerza en devastar, bajo la coartada de generar desarrollo.

La quema de bosques en la Amazonía, el Pantanal, el Chaco y la Chiquitania, aunada a la brutal negativa de declarar desastre nacional fueron uno de los puntales del retroceso electoral masista en 2019. Sin embargo, esa experiencia no alcanza para que el actual Ejecutivo cambie la orientación de sus políticas en autorización de quemas o de apuntalamiento del agronegocio, de manera prácticamente idéntica a lo hecho por el gobierno interino.

Si persistiese alguna duda sobre la sombría combinación que apaña la arcaica visión desarrollista del MAS, la publicación de una segunda convocatoria, a mediados de agosto, para realizar estudios “complementarios” para el proyecto Chepete-Bala y la difusión de nuevas formas de fomentar la división de los indígenas de La Paz, en torno a apoyos al mismo, no dejan margen a equívocos.

Bolivia se autoabastece hoy en materia de generación eléctrica, de modo que el urgente cambio de matriz que requerimos para sustituir la quema de gas por energías más limpias puede avanzar seriamente, simplemente concluyendo las hidroeléctricas medianas (con ninguna megarrepresa) y construyendo la de Miguillas, lo que no se cumplió en los primeros 14 años del gobierno del MAS.

El proyecto de embalsar el río Beni a la altura de la serranía del Chepete, generaría presuntamente 3.000 Megawatts (MW) de potencia y, 20 años después, el Bala, con 300 adicionales para, hipotéticamente, exportar electricidad, tendría un costo tan alto, tardaría un plazo tan extenso en construirse que, desde el día en que Morales Ayma anunció su intención de llevarlo adelante, ninguno de sus ministros o técnicos ha podido, ni se ha atrevido a explicar y defenderlo públicamente.

El proyecto fue tratado siempre con tal nivel de secreto que casi ninguno de los ministros de aquella época y menos sus parlamentarios llegaron a conocer el “Estudio de Identificación del proyecto” y, luego, el “Estudio a diseño final”, ejecutados por la consultora Geodata, de la manera más opaca y turbia, entre 2016 y 2019.

La razón principal del ocultamiento de aquella información, pese al alto grado de manipulación que se detecta en ella, es que los mismos datos oficiales demuestran la inviabilidad económica, ambiental y social de su ejecución.

Por ejemplo, a pesar de que las presiones ejercidas sobre los consultores para minimizar y ocultar costos resultan evidentes, ni la estimación global más alta del costo del proyecto -incluyendo el componente Bala, pero sin costo financiero- que supera los 7.000 millones de dólares, se aproxima a lo que verdaderamente costaría.

Una pista de ello es que el estudio que encargó el mismo régimen, para la construcción del proyecto Cachuela Esperanza con una potencia de 800 MW cifra el costo de dicha generadora en 2.494 millones de dólares. Esa estimación para Cachuela Esperanza, que generaría menos de un 25% de la potencia del proyecto Chepete, en condiciones geográficas y técnicas mucho más accesibles, sin contemplar el gigantesco muro que requiere el Chepete, otorga base a proyectar que el real costo del Chepete-Bala superaría con holgura los 10.000 millones de dólares.

¿Y todo para qué? Para liquidar la cuenca del río Beni, ya ahora altamente comprometida por el envenenamiento con mercurio vertido por la minería aurífera.

Durante todos los años que el gobierno boliviano ha suplicado al del Brasil que exprese alguna muestra de interés en el proyecto Chepete, no ha recibido de ese país siquiera un guiño. Eso demuestra que nos endeudaríamos a muerte, llevaríamos nuestra dependencia económica y política a un grado insostenible, para construir una obra que demorará casi tanto tiempo en construirse como el que tomará en llenarse de los sedimentos que arrastra el río, para producir una electricidad tan cara que solo podríamos vender si la subvencionamos.

Liquidar la cuenca del río Beni, privarla de oxígeno embalsando sus aguas, inundando pueblos y expulsando su población, liquidando fauna y biodiversidad, comprometiendo nuestra seguridad y nuestro futuro, esa es la oferta.

Tanto error y perversión juntos arman una especie de sadoMasismo, al mismo tiempo cruel y autodestructivo, fruto, seguramente, de su incapacidad para empezar a encarar nuestros problemas más sencillos y acuciantes.

Roger Cortez es director del Instituto Alternativo.

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