Guillermo Almada
Recuerdo que alrededor de las cinco de la tarde comenzó a nublarse a mucha velocidad, en cuestión de minutos el cielo se puso negro, sin haber pasado por el gris plomizo de cualquier tormenta. La luz natural descendió vertiginosamente y confundía la percepción de la hora, parecía las ocho de la noche a las seis menos diez de la tarde. La ruta, entre las montañas, se había vuelto solitaria, y la única sensación que producía era de miedo. En ese instante me dije que pararía en el primer hotel que encontrara por el camino, no tenía previsto pasar la noche en esos parajes, pero tampoco deseaba arriesgarme a un accidente innecesario. La lluvia, inevitable, se vino encima casi como un presagio. Comenzó a caer agua tal como si transitara por debajo de algún salto, los limpiaparabrisas no daban abasto y por más que había disminuido la velocidad, por momentos no sabía dónde terminaba la cinta asfáltica, por la falta de visibilidad. Con ese temor fui avanzando sin detenerme pero cada vez más lentamente, hasta que en un momento me sorprendió ver delante de mí a un hombre con una capa para lluvia, haciendo señas, levantando las manos en actitud desesperada y empapado de pies a cabeza a pesar del abrigo. Al detener la marcha subió automáticamente al auto y se sentó en el asiento del acompañante, lo miré extrañado y sobresaltado, me tendió la mano derecha y me agradeció con mucha cordialidad que lo aventara.
Ante los acontecimientos no contaba yo con muchas opciones, además es de destacar que en su lugar, tal vez, hubiera actuado del mismo modo. Usted quédese tranquilo, me dijo, que yo le voy a indicar el camino. Y así fue, con conocimiento de arriero y con una perfección cartográfica me dio las indicaciones necesarias para llegar a buen puerto, claro, al lugar que él buscaba. En principio me iba a negar a continuar en el momento en que me hizo girar a la derecha entre los eucaliptus, pero la lluvia continuaba copiosa y me pareció descortés, así que guardé silencio y seguí conduciendo. No quieran imaginar ustedes cual fue mi sorpresa cuando después de haber andado unos doscientos metros me encontré con un portal que tenía un madero, a modo de letrero, donde lucía, grabada a fuego, la palabra “XENODOQUIA”. Ya estamos, me dijo como reconfortándose, y agregó: “nada mejor que arribar a casa y darse un regio baño de inmersión calentito antes de la cena”. Entendí, sin que me lo explicitara, que me invitaba al reparo de su hogar, y no hubiera aceptado de no ser porque la tormenta marcaba presencia permanente por los próximos tres días, más o menos.
Entramos a una cochera gigantesca, de piso adoquinado, su arquitectura me aseguraba que el espacio había nacido para ese fin, allí debía haberse guardado, en años pretéritos, los coches y carruajes pertenecientes a la familia, para luego llevar los palafrenes a las caballerizas. Mi anfitrión se quitó la capa y las botas de goma y tendiéndome nuevamente la mano me dijo que se llamaba Bernabé, aunque era más conocido como “Berni”, el apodo por el que lo llamaba su padre desde niño.
-Esta finca perteneció a mi familia siempre. Se ha venido heredando de generación en generación, y hoy todo está a nombre de mi hermanita –se apresuró en comentarme- Bueno, es que mi padre tenía un pensamiento muy particular al respecto de los bienes y la herencia. Sostenía que ponerlo a nombre de los dos implicaría una futura pelea, entonces decidió escriturar a nombre de Sami, Samantha, mi hermana mayor, para que ella administrara y luego determinara la correcta división. Ya las va a conocer, a las dos, a la finca y a mi hermana –aclaró con simpatía y me señaló, con un gesto, por dónde salir.
A esta altura ustedes se estarán preguntando cómo fue que el chancho llegó al techo. Según sus propios dichos, la camioneta en la que se trasladaba se empantanó en un camino vecinal y caminó bajo la lluvia hasta llegar a la ruta, por donde el primer auto que transitaba era el mío. Podríamos decir que fue una obra del destino, que el azar, en un momento desesperado o aburrido, trazó una línea a ciegas, jugando, con los ojos cerrados, y unió dos puntos cualesquiera en el espacio, el de Berni y el mío. Aunque pensándolo bien y considerando que el azar se empeña siempre en desarticular al destino, este hecho respondería a la estrategia de alguien con un poder superior, que determinó el cruce de las coordenadas con nuestros nombres. Restaría entonces descifrar, cuál de los dos era la constante y cuál la variable, pero no tenía ganas de ponerme a analizar.
Afecto, como soy, a los caprichos del azar, me pareció que la alternativa única y válida consistía en seguir adelante, con los ojos abiertos, y ver con meticulosa observación hacia dónde me conducía la realidad, y tal como si formara parte de un ajedrez, intentar anticipar las próximas jugadas, sin considerar que el juego que estaba planteando era, por añadidura, conocer el futuro, anticiparme al destino. Cosa que no se encuentra prevista para los seres terrenos.
Después de recorrer una larga galería, trasera, cubierta, entramos a la casa propiamente dicha. También conservaba la arquitectura deliciosa de otras épocas en donde la opulencia podía adivinarse en los frentes victorianos y la abundancia de materiales nobles como la madera maciza. El piso era de ladrillones, que con posterior modernidad, habían sido pulidos, lustrados y encerados. Inmediatamente supe, por información de Berni, que esos ladrillos fueron fabricados y cocidos en esa misma finca y para ese solo fin. Después, los hornos y los moldes fueron destruidos para que nadie pudiera hacer copias. Los muebles acompañaban la belleza del lugar y lucían rimbombantes a pesar de sus años. Aparadores, cristaleros y trinchantes inmensos, de roble, un juego de comedor con una mesa con capacidad para catorce personas. Me cuesta describir el impacto que recibí al encontrarme rodeado de tanta belleza, mis ojos no podían mantenerse quietos, y no hubo ningún rincón por donde no anduviese mi mirada curiosa e insatisfecha, buscando, escudriñando, intentando descubrir más y mejor.
Esta va a ser su habitación, me dijo Bernabé, y abrió una puerta altísima. Al atravesar el dintel, el impacto que sentí en el pecho, me resulta inexplicable. La habitación, de una altura incalculable, tenía dos enormes ventanas con postigones de madera, que después supe, daban a un jardín por donde corrían, libres, ñandúes y pavos reales. La cama, de dos metros por lado, tenía una cabecera de madera; cuidadosamente tallada con ángeles en sobre relieve, y un mosquitero muy amplio, que arrastraba el piso, para, en las noches de verano, no ser molestado por los murciélagos ni los mosquitos, por supuesto. La cómoda jamás había tenido tan bien puesto su nombre, con un espejo triple con batiente, que le permitía a uno poder mirarse hasta la espalda, si así lo necesitara, o bien, jugar con la multiplicación del reflejo hasta el infinito borgeano. Las mesas de luz eran dos obras de arte del mejor ebanista del mundo, y los veladores dos piezas de mármol impecables con un valor difícil de calcular. Me demoraba en observar cada mueble, cada adorno, cada detalle, Berni esperaba tranquilo parado junto a una puerta en contra frente con la de entrada, al acercarme a él la abrió y me dijo “Y este es el baño”. Tan amplio que tranquilamente podía haber sido un salón de baile. Con una bañadera de esas que ya no se encuentran, enlozada, con las patas simulando ser las de un dragón, las cañerías de bronce brillaban por donde se las mirara y azulejos de vidrio con figuras griegas. Abrí el agua y la regulé para darme un baño de inmersión, Berni me alcanzó el tapón y me dijo “tranquilo, cenamos en un par de horas”, y desapareció. Me refiero a que salió por la puerta, sin demora. No es mi intención ser mal interpretado.
Rápidamente me dormí al liberar las tensiones, con la cabeza apoyada sobre una toalla, y el agua templada hasta la altura de los hombros, y me desperté al sentir un zamarrón. Abrí los ojos y me encontré con el rostro duro y surcado por el tiempo de un hombrón de un metro ochenta, aproximadamente, con los ojos oblicuos y el cabello cano, largo, peinado con partidura al centro y tomado con una cinta de cuero de donde pendía una pluma oscura. Vestido con un pantalón de denín, botas, la camisa algo vieja y gastada, y saco negro, me indicó con una seña de su mano que era la hora de la cena. Le agradecí y se fue, con el mismo gesto de piedra con que me despertó. Mientras me vestía tuve el presentimiento de que alguien estaba observándome. Comencé a mirar para todos lados y solo podía ser espiado si el espejo fuera de esos que se usan en las salas de interrogaciones de la policía, que de un lado reflejan pero del otro son transparentes. No quise volverme paranoico, así que terminé de vestirme y bajé al salón comedor.
Recuerdo que iba relajado silbando una versión lenta de “Solo un Gigoló” que le escuché al genial Telonius Monk, y cuando faltaba media docena de escalones para terminar mi descenso veo que una mujer se acerca al pie de la escalera para recibirme. Inmediatamente me silencié. “No, no, no, continúe”, me dijo la muchacha con una amplia sonrisa que le excedía la cara. Hace mucho que no escucho silbar a nadie- concluyó.
-Soy Samantha. Supongo que mi hermano le habrá hablado de mí.
-Sí, por supuesto. Lo que no me dijo es que era tan bella.
-¡Gracias! No soy afecta a los halagos, todo lo contrario, me parecen una demostración de obsecuencia, y detrás de cada obsecuente se esconde un traidor. ¿No?
El diálogo fue breve, pero bastó para que quedara impactado con ella. Elegantemente vestida de rojo, no de modo casual, era portadora de una belleza que le era propia, ya que no ostentaba un maquillaje excesivo, apenas si lucía delineados los ojos y algo de rubor en las mejillas. Lo que sí podría asegurarles es que era una dama fina y muy delicada. No solo en sus formas de decir sino también en sus modales, ademanes, la manera de caminar, de sentarse. Constituía, en realidad, un bálsamo para el alma. Producía placer su compañía. Hablaba con una voz muy dulce y suave, y un decir claro y elocuente. “Mi hermano no nos acompañará esta noche”, dijo, y agregó “espero que no le moleste cenar a solas conmigo”. Es un placer del que no quiero privarme, le contesté, mirándola fijo a sus ojos, enormes, color miel.
-¿Ya conoce a Eleazar?- me preguntó señalándome al hombre que me había despertado en la bañera y ahora se encontraba sirviendo la mesa.
-Sí. Fue quien me llamó –le dije mientras le tendía la derecha para saludar, y él contestaba solo con una reverencia de su cabeza.
-Es indio, callahuaya –me aclaró Sami. –Está en la casa desde la época de mis abuelos. Ellos lo criaron como a un hijo, pero sin apropiarse de sus orígenes y su cultura. Es más, siempre supo su historia.
Eleazar seguía impávido haciendo lo suyo sin inmutarse porque ella me estuviera contando su historia a mí, un perfecto desconocido recién llegado y recogido de una tormenta. La que, por cierto, ya había cesado, y lo hice notar a mi anfitriona.
-No se haga usted ilusiones –comentó –esto va a seguir así por dos o tres días más. Así que le recomendaría que se distienda y se ponga cómodo, vamos a convivir por muchas horas.
La conversación surgió natural y amena, como si nos conociéramos de antes, tal vez haya sido el uso de la empatía, o quizás era una de las características de su personalidad. Puso una música suave, para amenizar el ambiente, y tomándome la mano me preguntó si me gustaba el vino, tras lo cual abrió un enorme mueble en donde reposaban más de cien botellas, sin etiqueta, de un vino familiar, según me contó, aguardando ser saboreados. ¿No le contó Berni que somos dueños de una bodega? Me preguntó divertida, y abriendo un ventanal me mostró una torre como un campanario, y señalándola me dijo esa es “Desde El Alma”, la pequeña bodega de la familia. Hacia atrás y ocupando una parte importante del valle están los viñedos, agregó. Cerró el postigón y volviéndose al mueble que se encontraba abierto tomó una de las botellas y dos copones de la mesa luego buscó un sacacorchos en un cajón y poniéndolo en mi mano me dijo “Haga usted los honores”, y me alcanzó también la botella.
Intentando ponerme a la altura de las circunstancias le pregunté si sabía cómo se decía corcho en francés. Ella sonrió y respondió con una simple pregunta ¿A ver? Bouchon, le dije, de ahí el nombre de este pequeño adminículo: tire-bouchon, saca corchos. Y en una adaptación fonética le quedó tirabuzón.
A medida que insertaba el roscado del tirabuzón en el corcho, ella, que miraba fijamente la acción, me preguntó si creía yo en el destino.
-Bueno –le dije – el destino no es más que la consecuencia de las decisiones que tomamos cotidianamente en el presente ¿No le parece?-
-¿Y usted cree que toda acción responde a una determinación previa?-
-Básicamente sí. La vida no es una cuestión de premios y castigos, sino de consecuencias. Aunque hay hechos en los que uno cree que no decide. Como esto que nos toca vivir ahora. Yo podría decir que no decidí venir acá. Me dirigía a otra parte cuando en medio de la tormenta me sorprendió su hermano, haciendo señas desesperadamente, a orillas del camino y empapado, buscando a alguien que le diera un aventón. Yo, en ese momento, estaba tan perdido que no sabía ni dónde estaba la banquina, y frené para que subiera. A partir de ese momento fue él quien me trajo hasta acá. En realidad fue mi decisión la de detener la marcha, y las consecuencias están a la vista. Otro se empeñaría en argumentar la intervención del destino.
Ella riéndose y aplaudiendo decía “muy bien, muy bien dicho, señor”. Terminé de retirar el corcho y me dispuse a servir un poco en cada una de las copas, y cuando hice le amague de brindar me dijo seriamente “No señor, no es tan simple. Este vino es ancestral, se merece un rito previo”, y me explicó que el abuelo de su abuelo había probado varias cepas varietales que había traído desde Europa sin resultados exitosos, hasta que una noche de tormenta, en la que se perdió en la montaña, fue rescatado y guiado por Jacinto Chalimín, un indio que nadie sabía que vivía en estos parajes. Su tatarabuelo, en agradecimiento, le ofreció su amistad y la hospitalidad de la casa para él y su familia cada vez que ellos lo desearan, y con el tiempo se hicieron grandes amigos, y le enseñó los secretos de la tierra y de qué manera mejorar los brotes de la parra. Desde entonces, me dijo, hay una cepa que solamente se vinifica para la familia. Venga, agregó y me tomó de la mano.
Salimos a los jardines en cuyo centro había un círculo de piedra y tierra virgen, con un menhir de roca caliza a modo de altar, hasta donde me llevó. Volcó un sorbo de cada una de las copas sobre la cúspide de la piedra y elevando la mano por la cual me tenía sujeto, dijo “Esta es la noche del mes del año, como está escrito en Salamanca, ahora beberemos de tu savia santa Pacha Mama”, chocó las copas y bebimos. Ahora sí, entremos a cenar, invitó con su amplia sonrisa, y así lo hicimos.
Durante la comida me explicó que esa relación entre su tatarabuelo y el indio fue la que incorporó a Eleazar a la familia y me aseguró que es él quien continúa con los secretos de la tierra y de la cepa.
El vino era delicioso. Su permanencia en la boca se hacía, a cada segundo, más agradable. Podía identificarse, sin dificultad, el sabor corpóreo de la madera. Las frutas jugaban envolviendo la lengua y el velo del paladar con la frescura aterciopelada de la ciruela. Y a partir de ese juego se creaba la incertidumbre entre tragarlo o dejarlo en la boca impregnando aún más la húmeda cavidad de las palabras. Era casi como contener un beso por un tiempo infinito. Después de pensar esto miré a Sami y sentí vergüenza. La luz se colaba por entre sus cabellos, del mismo color del vino que aguardaba en mi copa, y ese reflejo un poco más claro destellaba tal como si un hada pequeña le soplara secretos al oído.
-Este vino es un elixir –comenté –no dan ganas de dejar de beber –y me serví otra copa – ¡Es una lástima que no tenga un nombre!
-Sí lo tiene –dijo inmediatamente mi anfitriona – ¡Destino! ese es su nombre. Mi tatarabuelo decía que quien lo bebía quedaba irremediablemente encerrado en los laberintos de su destino. Pero como usted no cree, me pareció innecesario mencionárselo.
Yo la miraba incrédulo. Sí. En realidad pensaba que me estaba jugando una broma. Que chanceaba, casi constantemente, abusándose de la mística misma del paisaje de montañas. En un momento intenté seguir la línea parafraseando a Borges y su Soneto del Vino:
¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
conjunción de los astros, en qué secreto día
que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
y singular idea de inventar la alegría?
Me sorprendió cuando en absoluta solemnidad continuó con la estrofa siguiente:
Con otoños de oro la inventaron. El vino
fluye rojo a lo largo de las generaciones
como el río del tiempo y en el arduo camino
nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
Una fuerza indómita me obligaba a continuar con los versos subsiguientes:
En la noche del júbilo o en la jornada adversa
exalta la alegría o mitiga el espanto
y el ditirambo nuevo que este día le canto.
Y ella, cual si estuviera recitando los versículos sagrados de algún rito, con ese ímpetu, con la misma vehemencia, clavándome su adusta mirada en mis pupilas, lo finalizó:
Otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
Por un momento tuve la sensación de que estaba convocando a algún espíritu extraño. Que formaba parte, involuntaria, de un conjuro a algún dios, o demonio, desconocido, y debo admitir que me asusté. Ella debe haberlo notado porque entonces me sonrió nuevamente y me dijo “Beba, beba ahora, le hará bien y va a notar la corriente del destino”. Yo, obediente, bebí hasta terminar lo que había en mi copa. Algo se apoderó de mi cabeza, como un mareo, una especie de remolino interno que me dificultaba mantener los ojos abiertos. Como si hubiera entrado en una especie de hipnosis, mezclado también con algo de ensoñación. Sami estaba allí paciente, y había algo perturbador en su manera de mirarme, me fue imposible contener el bostezo, por más que hice denodados esfuerzos, algo interior logró que mi boca se abriera de manera descomunal, detrás de lo cual los ojos se me nublaron, producto de las lágrimas propias de la circunstancia, pero no volví a recuperar la visión normal.
Desperté en la cama de Samantha, y totalmente desnudo. Supe que era su cama porque ella descansaba entre mis brazos, también despojada de su ropa. No podía estar seguro de la hora ni del día que era. Ignoraba cuánto había dormido, pretendí enderezarme pero mi brazo izquierdo estaba cautivo debajo de su cabellera ciruela, por lo tanto tampoco me resultaba accesible observar la esfera de mi reloj de pulsera. Los postigones se encontraban cerrados, y no llegaba, con mi mano derecha, al velador de mi lado de la cama. Del modo que me fue posible busqué detalles del cuarto que me dieran indicio de algo. Buscaba evidencias, ropa desparramada desinteresadamente, objetos caídos o desechados exigiendo mayor espacio o comodidad, aromas o perfumes que indujeran hacia alguna pista. Nada, hasta la ropa estaba perfectamente ordenada. Así pude presumir que había habido actividad sexual consensuada.
Haciendo algunos esfuerzos para sacar el brazo de debajo de su cabeza sin perturbarla fue que despertó. Me miró, sonrió, y dijo casi entre dientes “Buen día” y tuve la sensación de que había transcurrido un siglo. Me sentí bien, me gustó verla al despertar, me dio placer pensar que todas las mañanas podían ser iguales a esa. Golpearon la puerta en ese momento, y al abrirse entró Eleazar con la bandeja para el desayuno, la posó a los pies de la cama y se retiró con la discreción que lo caracterizaba. Desayunamos. Todo comenzó a resultarme familiar y cotidiano, desde entonces, y me movía cómodamente por la casa, tal como si fuera mi hábitat. Me encantaba pasear por los jardines, la vida al aire libre, de vez en cuando iba a la bodega y probaba algunos de los cortes que se estaban ensayando. El aire puro que parecía bajar de las montañas me revivía y hacía que me sintiera otro. No deseaba irme de allí. Disfrutaba plenamente de mi relación son Samantha y cada día me enamoraba más. Todo, desde lo más simple, como caminar entre los viñedos, hasta lo más sublime, era un acto de amor entre nosotros. Disfrutar una copa de vino era orgásmico. Comer uvas, desnudos, en la cama, nadar en el río, hacer un picnic en los jardines.
Supe que quisieron encontrarme. Mis amigos y algunos familiares salieron a seguir la ruta y los caminos que yo había transitado para ver si sabían algo de mí. Creían que podría haber tenido un accidente y estar en algún pueblito del interior mientras me recuperaba. Llevaban una fotografía mía, de una entrega de premios, de un par de meses atrás, viendo si alguien me reconocía. Nunca encontraron el pueblo, ni el auto, ni supieron de mí. A partir de entonces hubo un montón de gente a la que dejé de ver, incluyendo a Bernabé, pero quién puede contra el destino ¿No?