Pese a la cantidad de improperios que emiten los candidatos de sus eventuales contendientes o el abordaje de temas triviales con el fin de conquistar el voto en la segunda vuelta electoral, no estoy sorprendido pero si cabreado de tanta mediocridad.
Las redes sociales y los medios de comunicación han sido inundados con expresiones prosaicas, absurdas, quisquillosas, llenas de conjeturas, a las que metafóricamente las llaman guerra sucia.
Que se sepa no existe una guerra limpia, una guerra es una guerra, en esencia los factores en ella pretenden siempre imponerse por medio del uso de la fuerza, es decir, la confrontación tolerante es reemplazada por actos violentos de agresión sin que intermedie ningún código regulatorio del comportamiento de los guerreros.
En su momento la guerra sucia estuvo identificada en nuestra América Latina con prácticas represoras por los gobiernos dictatoriales en contra de los insurgentes, caracterizándose por la violación de los derechos humanos, torturas, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, era una guerra no declarada y oculta. Como estas acciones eran contrarias a la ley fueron calificadas con el adjetivo de sucia.
Con el advenimiento de la democracia esa guerra no declarada se la aplicó entre candidatos y sus acciones fueron ejecutadas con el fin de denostar con la pluma o la lengua al adversario, con lo que el agresor supone que ganará el favor de la ciudadanía en las urnas.
Hacernos de la vista gorda y decir que en los procesos electorales pasados no hubo guerra sucia, es una tomadura de pelo, claro que hubo y al parecer seguirá habiendo. Sin embargo, cada proceso electoral tiene sus propias características que le otorgan a “su guerra sucia” una determinada forma, en la medida que ella no es la causa sino el efecto.
Los últimos procesos electorales desarrollados en nuestro país, se llevaron adelante sin la participación de partidos políticos que fueron reemplazados por los movimientos sociales, los que para ser validados como expresiones “democráticas” requerían de la existencia controlada de una oposición cobijada en siglas vacías de ideología, estructura y dirigencia, de tal manera que el mesías cobró fuerza, todos buscaban al suyo en detrimento de cualquier forma de organización.
De este modo la sociedad, excepto el MAS, se desideologizó, el rechazo al partido, al político y a la política fue contundente, como resultado cada cinco años se articulan pequeñas maquinarias electorales con remiendos de actores, cuya militancia anterior la mimetizan en la cobarde negación de todo un pasado glorioso.
Al no haber una causa que una a sectores sociales y motive su lucha, la coyuntura y el interés menudo se han impuesto, el futuro lo miden cada cinco años, la conquista del poder es una idea exótica.
El debate entre los contendientes es menudo, reducido a unas cuantas ideas comunes que se agotan en poco tiempo, sus propuestas están adscritas al facilismo bullicioso con el que eluden la realidad compleja, recurren a lo adjetivo con una virulencia más próxima al escándalo que es refrendado en las redes sociales, están en el rating de audiencia y no en el debate político.
Los candidatos se dan a la tarea de instalar en la agenda mediática temas ofensivos al sentido común, efectúan acusaciones sin fundamento, realizan ataques feroces al que se les pone al frente, incluidos medios de comunicación y comunicadores dignos, con lo que distraen a la opinión pública y evitan dar respuestas a lo importante.
Empero no están solos, los acompañan los mercenarios de la comunicación que venden sus servicios al mejor postor contribuyendo a la desinformación y a la instalación de un clima de sospechas enfermizas, propias de la guerra fría.
Así, la guerra sucia, tiene un carácter primario, elemental, desmerecedor de la democracia, el votante está confundido, su carga pasional estalla con adscripciones o acusaciones subidas de tono nunca constatadas y, más bien, alejadas de la verdad.
Los elegibles no muestran su mejor perfil, han sido cooptados por una guerra prosaica, podrían decir cosas el uno del otro en temas de fondo, pero, al parecer, sus entornos pesan más que la necesidad de mostrar a los futuros gobernantes en su calidad de estadistas.
Ganar una elección en estas condiciones solo engrosará el currículo personal de sus asesores y estrategas con lo que obtendrán en el futuro pingues contratos, empero al interior del país esa victoria podría ser la base de un gobierno débil y precario.
Los cínicos y pragmáticos dirán, la cosa es ganar, sí ganar ¿por cuanto tiempo y en qué condiciones? una victoria solo y únicamente en las urnas sin vincular los efectos que se tendrá en el futuro es un grave error.
En cierto que con un nivel de desinstitucionalización tan radical del estado, pretender que entre aspirantes a la presidencia no haya topetazos es pedir mucho, lo que si se debe exigir, es que esos encontronazos sean de significación y no degraden ni a la democracia ni al proceso electoral con ataques heredados del autoritarismo, que los candidatos no sean impertinentes ni soberbios, que la guerra sucia que no sea tan sucia.
Deben demostrar que hay diferencia con los que se van, no solo es, en sus ideas sino también en su comportamiento, de no hacerlo no serán dignos de la confianza ciudadana y como siempre, el país será el que pierda.
Sucre, 21 de septiembre de 2025