Homero Carvalho Oliva
A Víctor Hugo Viscarra le pasó lo que les sucede a los famosos después de muertos: todo el mundo es su amigo. Víctor Hugo se sacó el cuerpo un 24 de mayo de 2006, lo recuerdo porque ese día se inauguraba un encuentro de escritores en Santa Cruz y le hice un homenaje. Unos años antes de su muerte ya había empezado el proceso de canonización, con una prole de periodistas, jóvenes escritores, artistas y curiosos, intentando conocerlo para tomarse unos tragos con él, alguna que otra fotografía y tener algo que contar en reuniones literarias y/o simples farras. Todos querían un pedazo del santo. “Hermano, yo chupé con el Viscarra, buen chango era”. Pocos se preocupaban por el ser humano que sufría debajo de esa piel curtida por los fríos paceños.
He escuchado muchas historias acerca de Víctor Hugo, seguramente que algunas son ciertas y otras inventadas como sucede con aquellas personas que se vuelven personajes, como es el caso de Arturo Borda y Jaime Saenz, se habla mucho de ellos mitificándoles para mandarse la parte. Le han dicho de todo: escritor maldito, marginal, loco, borracho, “artillero”, irresponsable, delincuente y lo han comparado con muchos escritores de los márgenes tanto europeos como norteamericanos; puede que Víctor Hugo haya sido todo eso y mucho más o mucho menos. Es difícil saberlo. Lo cierto es que era una persona atormentada, compleja y con muchos traumas, como lo somos muchos otros que lo disimulamos o lo asumimos para seguir existiendo.
Yo lo conocí en el año 1980, en Cochabamba, en la casa de Alfredo Medrano, periodista y escritor. Víctor vivía allí amparado por la amistad de Alfredo y Sara María, su esposa; muy pocos le dieron cobijo como lo hizo esta pareja, preferían escucharlo hablar de la calle antes que ofrecerle donde dormir. En esa ocasión me comentó de lo que sería su primer libro: Coba, el lenguaje secreto del hampa boliviana. Un libro que llegó a tres ediciones, pues se dice que las dos primeras las compró la policía boliviana para que los funcionarios del orden aprendieran la jerga con la se comunican en los bajos mundos. Víctor Hugo reía afirmando que una parte fue adquirida por abogados, jueces y fiscales, para conocer el lenguaje de sus “socios”. Recuerdo que la primera edición traía una entrevista al “Polkos”, uno de los más famosos delincuentes de la década de los setenta, realizada por Alfredo Medrano, que tenía una columna en el periódico Los tiempos de Cochabamba, firmada con el pseudónimo de Urbano Campos.
En una entrevista, publicada en un periódico chileno, le preguntaron a Víctor Hugo cómo se formó en la escritura y respondió con sorna, a algo que ya estaba acostumbrado y que muchos de sus entrevistadores sabían pero querían escucharlo de su propia boca para destacarlo en su medio de comunicación: “He tenido mis universidades: celdas, callejones clandestinos, casas abandonadas, puertas de calle, alojamientos… viviendo con mi gente, que es ¡mí submundo! mío solito. Me he criado en la basura, y he conocido muchos basureros y desde ahí escribo. Soy un antropólogo porque alguien tiene que reventarse por mi gente y eso me da premio. Además me tratan de alcohólico, me gusta el alcohol. Como te decía he vivido en la calle y gracias al alcohol he sobrevivido”. Así era Víctor Hugo, le decía a la gente lo que querían escuchar. “Soy un conchudo”, decía, Es decir era un pendejo. “¿Me das diez lucas?, preguntaba al paso y si uno le daba cinco, te reprochaba diciéndote: “Me debes cinco”; si le prestabas un libro, “ya`sta nacionalizado”, te decía y lo hacía suyo; pero todos estos dichos ya son lugares comunes de lo que se cuenta acerca de este escritor cuyo mito irá, con los años, eclipsando su obra.
Creo que intuyendo el olvido del ser humano y la sobrevaloración del personaje alcohólico, del “artillero” que dormía bajo los puentes, del “artista” que llegó a conocer “El cementerio de los elefantes”, el lugar donde los borrachos vencidos por la vida van a suicidarse bebiendo hasta morir; del narrador de la noche paceña y de sus escurridizos protagonistas, como los propios “artilleros” travestis, aparapitas, niñas y niños de la calle, prostitutas, ladrones, drogadictos… es que Omar Qamasa Guzmán Boutier escribió Camarada Perro, una novela biográfica acerca de la vida de Víctor Hugo Viscarra. Conozco a Omar desde los años ochenta, década de la revolución permanente, la reconquista de la democracia, de los infames tragos del bar Averno, de las irreverentes revistas literarias y de nuestros inicios como escritores, oficio que se fue consolidando con el tiempo. Omar siempre fue un buen escritor, y siempre se mantuvo alejado de los cenáculos literarios y de esos mundillos de mezquindades, que poseen sus pequeñas deidades domésticas que se alaban entre ellos, también, por suerte para él, ha pasado inadvertido por la camarilla académica. Quizá por eso ha mantenido su independencia y su extraordinaria escritura. Omar no le debe nada a nadie, es un hombre y un escritor libre que ahora asume su rebeldía contando la vida de Víctor Hugo Viscarra. En esta obra, Omar reivindica la vida de Víctor Hugo desde la ternura y la solidaridad, sin perder la objetividad de la narración. En sus páginas está la vida de nuestro querido Víctor Hugo; leer este libro será una epifanía para sus lectores. Una sorprendente novela testimonial.