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Del azar y el amor

(Cuento con tres finales y una moraleja)

Guillermo Almada

Entre la inmensa cantidad de regalos que el príncipe Cheng había recibido, con motivo de su cumpleaños número catorce, se destacaba un cuadro, de cuerpo entero, tamaño natural, de una hermosa joven que había acompañado la pintura con una humilde esquela en la que, en una sola Fila de ideogramas, de manera muy escueta, le solicitaba matrimonio.

Era costumbre en aquella época que esto sucediera. Lo que llamó la atención fue que la misiva no fuera escrita por la familia, como se acostumbraba, sino, por la propia interesada, que no ofrecía datos para su localización, y que no hacía mención alguna a la dote. Simplemente una frase, con hermosa caligrafía, de arriba hacia abajo, rubricada: Shu-Yia.

Cheng hizo subir el retrato, inmediatamente, a la recámara real, y ordenó que lo instalaran en el ingreso de sus aposentos, colocando, frente a él, una banqueta, en la que solía sentarse a contemplarlo por extensos períodos de tiempo.

Por aquellos años, considerando la inexistencia de internet, y que ni siquiera se contaba con un sistema de correo postal confiable, se hace fácil deducir que las cavilaciones del joven príncipe, en sus contemplaciones, debían referir a la fidelidad de la reproducción de la percepción del ojo del artista, el tiempo transcurrido desde el momento capturado en la obra, y también la distancia, es decir el paradero de la modelo, de donde también se desprende que Cheng había quedado extasiado de la belleza de la muchacha, plasmada por el pincel, en la obra.

Una mañana, con una determinación estruendosa, el príncipe bajó a las caballerizas, y le ordenó al palafrenero que le ensillara, no el mejor de los caballos, sino el más resistente y veloz. Con el mismo ímpetu ordenó al jefe de cocina que preparara vituallas suficientes, e imperecederas, para un viaje prolongado, y corrió a buscar a uno de sus guardias personales, aquel que le inspiraba más confianza, lo llevó hasta sus aposentos y lo sentó en la banqueta a que observara el cuadro.

Míralo el tiempo suficiente para grabar en tu memoria cada detalle, le dijo. No importa lo que te demores, pero debe quedar impregnado en tu retina. Esas fueron sus palabras, y se marchó, dejándolo solo, para no distraerlo. Más tarde volvió y le preguntó si había memorizado todo, hasta el más ínfimo de los detalles. Ante la respuesta afirmativa del guerrero, lo examinó, haciéndole preguntas de ciertos y determinados detalles de la pintura, entonces tomándolo por los hombros, le clavó la mirada fija a los ojos y sentenció: ¡Si quieres conservar tu cabeza unida al cuerpo, no regreses al palacio mientras no traigas alguna noticia sobre esa hermosa muchacha!

Final I

El guardia emprendió el viaje de inmediato, dispuesto a cumplir con lo encomendado, ese era su trabajo, había jurado entregar su vida antes que desobedecer. El príncipe lo vio alejarse, y subió para mirarlo desde la torre central del palacio, desde donde se lograba una vista franca de la vastedad del territorio. Cuando el soldado no era más que un punto desvaneciéndose en un horizonte difuso, Cheng supo que solo le quedaba esperar.

Con el paso de los días, la ansiedad le hizo dudar de lo acertado de su decisión. Tal vez no era lo indicado, enviar a un tercero a cumplir con una tarea de interés personal. Por más príncipe que sea.

Al cabo de varias semanas sin novedades, se preguntó cuánto de azar y cuánto de virtud había en la determinación tomada.

Hay ciertos acontecimientos que son imposibles de explicar como resultado de uno o más factores anteriores. No obstante, cierta teoría determinista sostiene que siempre existe una causa que los conduce, negando, de este modo, la probabilidad de lo aleatorio.

El azar provoca un caos original en las estructuras del destino, y en el misterio de su esencia radica la seducción de su posibilidad.

Entre estas dudas y otras, que fueron apareciendo, transcurrieron los meses, y los años, en la pequeña ciudad de Nam. El príncipe Cheng, ya viejo y agonizante, sentado frente al cuadro, dudaba de la vida, de la muerte, y de la lealtad de su enviado.

Final II

Cheng contaba los días, las semanas, los meses, desde la ventana de su recámara mirando al horizonte, y aguardando el regreso de su guardia personal. Una mañana, pasados unos siete meses, vio acercarse, al galope, un caballero con un hombre en la grupa de su cabalgadura, convencido de que se trataba de su mensajero bajó corriendo a recibirlo en el patio del palacio. Cuando el jinete llegó se presentó ante el joven Cheng con un anciano al que señaló como el artista autor del cuadro que quitaba el sueño al príncipe.

Una vez frente a su obra el anciano recordó que se trataba de la hija de un herrero itinerante con quien se había cruzado en la primavera de Qinghai. Antes de que terminara de contar la anécdota, el intempestivo príncipe salió exultante, y a los gritos ordenó que le aprestaran su cabalgadura, y con la misma velocidad armó una alforja con algunos alimentos, algo de agua, y salió a buscar, pueblo por pueblo, a la bella muchacha de la pintura.

Así cabalgó, y cabalgó, por años, y años, condenando a su ciudad a la acefalía, y, por consiguiente, a su invasión, y posterior desaparición. Y nunca más, en el mundo, se volvió a hablar del príncipe Cheng y la ciudad de Nam.

Final III

Una vez enterado, el joven Cheng, del origen de la pintura, se entusiasmó más con poder dar con el paradero de la muchacha, pidió un caballo y suministros para un largo viaje, y se abocó a la tarea, única, de encontrar a la joven.

Durante años recorrió todos los caminos de los que tenía conocimiento. Y aquellos que fue descubriendo en el transcurso, también. En su empresa fue sorprendido por ladrones, tempestades, vientos huracanados, nevadas intensas, tormentas de arena, la sed, el hambre, la enfermedad, el dolor. Y nada lo detuvo.

A lo largo de su búsqueda vio arrugarse su piel, volverse blanco sus cabellos, y lentos sus pasos. Resignado volvió a Nam, más sabio, y parado frente al portal de ingreso a la ciudad, se dio cuenta que en todo ese tiempo no se había permitido pensar en la posibilidad más lógica, que, por esos días, en los que estuvo ausente, tanto el herrero itinerante, como su hija, Shu-Yia, hayan estado de paso en su ciudad.

Cada decisión que tomamos en esta vorágine de sucesivas incertidumbres, que es la vida, es un encuentro cercano con la aleatoriedad, es decir con el azar, y la mayoría de las veces, ante una consecuencia indeseada, surge inevitable la pregunta ¿Qué sería de haber sido…?

Moraleja

Muchas personas creen que la felicidad está más lejos de lo que realmente se encuentra. Están convencidos de que se trata de un amanecer maravilloso, y esperándolo, derrochan bellísimos atardeceres. La felicidad no es la meta, sino el camino.

¡Ah! La joven Shu-Yia vivió en Nam hasta el último de sus días, creyendo haber sido rechazada por el joven príncipe. –

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