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Idiotizados por el pinche celular

Por esas paradojas de la vida que nos dan un sopapo, de cuando en cuando en mi Facebook aparecen imágenes cuyo mensaje es la nostalgia que los de mi generación sienten respecto a las pichangueadas en la calle, los desafíos de canicas, las competencias de trompo, las plazas con revistas de historietas que se podían alquilar por unos pocos centavos o el encendido apurado de la radio para imaginar los músculos y escuchar la “sabiduría” de Kaliman. Todo eso en un sistema que, en la última década, ha terminado por idiotizar al mundo.

Hace un tiempo hice un viaje al Medio Oriente, lugar cuyas cultura y religión (determinantes para distinguir a los árabes del resto del mundo) podrían haberme hecho pensar que, en cuanto al vendaval tecnológico y no totalmente beneficioso que el planeta soporta con estoicismo, ellos podrían ser reacios a esa especie de embestida occidental… ¡Pero no! Por ejemplo, en el aeropuerto de Casablanca, donde por horas hice escala antes de continuar el viaje a otra capital de ese “otro mundo”, casi todos estaban sumergidos, con los cuellos inclinados y como ocurre en toda terminal aérea más o menos grande del mundo, en su teléfono celular; otros cargaban sus dispositivos inteligentes en tomacorrientes que ya los hay hasta debajo de los asientos.

No creo estar equivocado si digo que, desde los 5 años hasta que el alzhéimer o el temblor parkinsoniano no nos permitan recordar para qué servía tan vil aparato o controlar ningún dedo, todos, en diferentes grados, estamos dominados por el mundo virtual, y cuando alguien está gobernado por algo o alguien, no puede sino convertirse en esclavo de sus decisiones. Y los celulares han decidido pensar por nosotros, que generosamente renunciamos a nuestras facultades naturales de raciocinio y a nuestras relaciones sociales, al calor de la familia, a la posibilidad que tenemos (¿o teníamos?) de resolver las cuestiones más básicas, de las que el pinche celular se ha apropiado.

Este es el siglo en el que probablemente una aplicación sustituirá cualquier talento, toda capacidad de discernimiento, todo hábito de leer en papel e incluso de escribir manualmente una carta, exteriorizar un cumplido o concertar una cita al modo clásico; es decir, cortés. Ni siquiera tenemos la necesidad de acudir a nuestro instinto para llegar a algún sitio…; el celular lo puede todo. Google Maps está acabando con la posibilidad de ejercitar el cerebro, por lo que extraño llegar a casa de un amigo sin tener que pedirle antes su “ubicación”.

Buena parte de las jorobas de las últimas generaciones han de atribuirse al indiscriminado uso del teléfono, cuyo olvido en casa es la única oportunidad de ir en su búsqueda con esfuerzo propio. Cuán bueno sería que toda reunión contemple la prohibición de llevar un celular, que, por otra parte, su sola exigencia es la de retener en la ya pobre memoria humana la clave para su encendido, que, entre otras cosas, es el secreto para mantener a salvo varios matrimonios.

Existen estudios sobre las consecuencias psicológicas que derivan del involuntario no porteo del celular; por lo que un buen porcentaje de los casos de ansiedad y depresión, deben su existencia a un celular extraviado o sin batería. Ahora bien, es cierto que el no funcionamiento temporal de un celular puede ocasionar a su propietario muchos problemas en sus actividades laborales o de estudio. Y es precisamente lo que hay que lamentar, pues todo funciona con base en él, y el desarrollo de la tecnología se está encargando de matar nuestras neuronas a falta de una comunicación personal o el cumplimiento de una obligación a través de las formas tradicionales —anticuadas dirán muchos— pero definitivamente más seguras.

En el mundo actual existen cervices torcidas debido a la tensión provocada por la avalancha de memes, las notificaciones no siempre gratas y en jóvenes haciendo uso de aplicaciones de juegos luminosos y ruidos agudos que agilizan los dedos, pero ralentizan sus aptitudes cognitivas.

Es cierto que en el Google puede hallarse información muy útil, pero los usuarios pocas veces lo usan para instruirse, y en todo caso la gente inteligente sabe que también gran parte de lo que ahí se dice es información no confiable. Cientos de millones de consultas diarias más bien confunden a sus usuarios y, a menudo, apoyándose en ellas, se sumergen en un mundo irreal gracias a una virtualidad que, bien utilizada, es muy provechosa, pero que, tal y como se la usa, está acabando por embobarnos. Nuestros móviles son cada vez más inteligentes; tanto, que con cierta sutileza están haciendo de la nuestra, y no de la suya, una inteligencia artificial.

Augusto Vera Riveros es jurista y escritor

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