En consonancia con las reformas constitucionales de 1994, la Constitución vigente recupera y acaso fortalece la idea de una instancia que libere a los jueces de tareas que no corresponden al rol que la norma les asigna ni son de su ámbito profesional concreto, creando para el efecto el Consejo de la Magistratura (CM) –sucesor del hoy extinto Consejo de la Judicatura–, con funciones de naturaleza estrictamente administrativa y consejeros específicamente electos para su cumplimiento, lo que explica, por ejemplo, que el perfil profesional que se les exige no sea necesariamente el de un jurista (art. 194.II CPE), a diferencia de lo que ocurre con el resto de las autoridades de la justicia ordinaria y agroambiental que al estar directamente involucradas en la tarea de dirimir derechos en litigio, precisan de los saberes y habilidades propias de un profesional en Derecho (arts. 182.VI y 187 CPE).
En este orden, el art. 195 de la CPE asigna al CM un catálogo abierto de atribuciones de orden esencialmente administrativo y que bien puede ser ampliado por ley, según dispone el mismo precepto, pero eso sí, respetando siempre la naturaleza de las funciones para las cuales dicha instancia fue constitucionalmente creada, que son, como se ha dicho, de carácter estrictamente administrativo, siendo así inaceptable cualquier intento de ampliación de atribuciones de distinta esencia, como podrían ser las de carácter jurisdiccional. Es claro que el mismo razonamiento debe primar para los órganos de las jurisdicciones ordinaria y agroambiental, a los que se les reconoce un catálogo de atribuciones también abierto y que, del mismo modo, puede ser ampliado por ley, pero siempre –y esto es insoslayable– respetando la naturaleza de las funciones para las que fueron creados, es decir, para labores estrictamente jurisdiccionales, siendo constitucionalmente inadmisible que mediante una norma infraconstitucional se les pretenda atribuir funciones de orden administrativo, salvo las expresamente previstas en los arts. 184.5 y 189.4 de la CPE, claro está.
Ese es precisamente el error en el que incurre el art. 227 de la Ley del Órgano Judicial (LOJ), que extiende indebidamente las funciones propias de la jurisdicción ordinaria y agroambiental hacia áreas estrictamente administrativas, constitucionalmente reservadas para el órgano correspondiente (CM), desnaturalizando las tareas para las cuales fueron expresamente creadas y para cuyo ejercicio fueron específicamente electas sus autoridades, que no es otro que juzgar, involucrando a sus representantes en el directorio de una Dirección Administrativa y Financiera del Órgano Judicial (DAF) y responsabilizándolas de una serie de decisiones fundamentales de matiz puramente administrativo y económico, afectando no solo el funcionamiento interno de dicha unidad sino al órgano judicial en su conjunto, constituyéndolos, en definitiva, en jueces administradores, retornando a la situación que prevaleció hasta antes de las reformas constitucionales de 1994.
Esto se contrapone al espíritu constitucional que, contrariamente, busca apartar lo estrictamente jurisdiccional de cuestiones que se constituyen en factores distractivos que en vez de aportar, llegan a obstaculizar el funcionamiento del aparato judicial, agobiándolo con cuestiones que perjudican el cumplimiento del rol fundamental que representa la razón de ser de la judicatura, que no es otro que aplicar la norma para dirimir los conflictos puestos bajo su arbitrio.
Así, considerando que a estas alturas la estructura burocrática del órgano debe encontrarse ya sólidamente asentada, corresponde retomar la agenda de reformas esta vez en el marco de un debate altamente técnico, un poco al margen de la superficialidad y masificación propia de las cumbres sociales hasta ahora efectuadas, con un eje central que radica en la modificación de la Ley del Órgano Judicial en éste y otros temas de igual importancia, fundamentales para la mejora del servicio.
El autor es Doctor en Gobierno y Administración Pública