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De viudas, lujos, envidias, futuros en tiempos de guerra

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Mi amigo Mariano Gallardo ha muerto, no sé las circunstancias. Escritor, poeta, guardo un libro inédito suyo en el ordenador. Tenía que comentarlo y hasta ahora no tuve ocasión. No habrá otra. Me escribió el sábado a raíz de mi texto sobre “la” Violeta y, al desearme un “buen camino” para mí, me pareció que se despedía. Allá va, maldigo del alto cielo, anotó en su conversación conmigo, y el vino violeta ya bebido. Tu libro duerme en esta máquina. No has de despertar ni él tampoco. Salud por el olvido.

Veía hace unos días un documental sobre las viudas ucranianas de la guerra. En Rusia no hay viudas, ni muertos, ni heridos, ni invasión ni norcoreanos. Paraíso en la tierra desde el golpe bolchevique del 17, el mundo paralelo de Alicia con la salvedad de que a la niña rubia la fusilaron de entrada por actividades contrarrevolucionarias. País en donde los opositores se convierten en águilas y vuelan desde la cumbre de las ventanas para pregonar la gran patria, esperpento entre sovietismo y monarquía, entre madrecita y nazismo. Estertores moribundos. No llegará el fin del año 2025 sin que sobre sus despojos pululen los cuervos.

Viudas. Como siempre, habitantes de pequeños poblados, atenazados por la miseria por décadas, siglos. Ellos marchan en vanguardia al campo de batalla y abonan el panorama. Video producido en Francia, dramático. Dice la viuda que declara, a su manera personaje principal, que la vida no es la misma sin él, el esposo ya maduro que partió a principios del conflicto y fue baja primeriza. Me evitan como a la peste, cuenta de sus conciudadanos en el pueblo. Extraña actitud que debiese dar énfasis a la heroicidad y al desprendimiento. Peor aún, continúa, cuando comencé a cambiar el techo de nuestra casa, las envidiosas miradas hablaban del crimen de recibir dinero compensatorio por la pérdida. Conversaba con mi hija Emily, historiadora y estudiosa de los asuntos relacionados con la mujer en la sociedad, y me explicaba el fenómeno, largo de contar, y el castigo supuestamente divino que las condenaría al martirio eterno para redimirse del pecado. Muerto el esposo, su estatus humano ha disminuido y prohibida estará a vista de los otros de cualquier intento de reanimar, reconstruir su vida, superar el dolor. ¿Dónde la solidaridad, dónde empatía y gratitud?

Por otro lado V., querida amiga, deja el exilio valenciano para visitar su Kiev. Fotografías en Instagram de cuatro muchachas elegantes disfrutando del sol de la capital. Ahí no hay guerra. No hay por qué cortar la existencia debido al drama pero siento, no me gusta usar la palabra, algo inmoral en eso. Por un lado saltan descuartizados cuerpos, muchos voluntarios, en el frente de batalla. Por otro, una juventud que sigue bebiendo cerveza, riendo, gastando en pequeños placeres; muchachas de hermosas piernas y elegantes zapatos, con amplias sonrisas y ganas de vivir. Me opongo a la guerra pero de pronto hallo mis ideas en una encrucijada en la cual no sé por dónde tomar. La viuda del villorrio con la pareja fallecida, las señoras viejas de noventa años llorando ante las ruinas de sus pobres casas, aquella ciudadana, no recuerdo si de Mariupol, que escapaba con su hija cuando una salva de un tanque ruso las apuntó de muerte y la mujer recogió los desechos de la niña de diez años sin cabeza. El ciclista al que jocosos invasores dispararon directo, con tanque otra vez, y lo desvanecieron del mundo. La foto de V. es una bofetada al tirano de Moscú, por cierto. Es afirmar que no nos quitarán la risa ni el coqueterío, ni el sol ni la sutil gasa que cubre los espléndidos muslos. Pero estoy en esas cuatro esquinas de la historia sin saber qué pensar. ¿Me alistaría yo en el ejército en circunstancias similares? Creo que sí. ¿Pensando en mis hijas? Por supuesto que sí. ¿Mataría ante la amenaza a mis cercanos queridos? Con gran crueldad lo haría.

Me nutro de diversas y a veces altamente contradictorias fuentes; leo, aprendo. Puedo discernir, analizar. El fin de la Federación Rusa está fuera de discusión, es un hecho. No hablemos de capitalismo, corrupción, oligarquía por el momento. Tiempo habrá. Ni sobre las deudas a pagar que Ucrania acumula de los aliados. Lo que sí va a ser realidad es la asunción, al fin, de Ucrania como país europeo. Ha de abandonar cuatrocientos años desde la insurrección cosaca de 1648, cuando se alineó con Moscovia para sobrevivir, y convertirse en pujante nación occidental. Está cantado, quizá previsto. En una década todo habrá cambiado. Tierra de gigantescos recursos naturales, población educada y calificada. No olvidemos que esta región era el centro neurálgico de la Unión Soviética. Allí se fabricaban bombas atómicas, se construían barcos, aviones. Eso permanece, su capacidad y calidad no estarán incólumes pero siguen presentes. Su improvisación tecnológica durante el conflicto lo muestra. Sosegado el tirano del Kremlin y sus esclavos, quedará un país poderoso en términos militares y, si sucede, en alianza con Polonia, será una potencia en muchos sentidos. A eso le temen, porque lo saben, Hungría y Bielorrusia que ayudaron cada uno a su modo a sostener el genocidio. ¿Trump? Riesgo universal. Tampoco Vladimir Putin puede contar con él. Decidirá de acuerdo a sus impulsos o incontinencia; el monstruoso ignorante puede inclinarse a cualquier lado.

La edad promedio de los soldados ucranianos es de cuarenta años. Rusia está reclutando muchachos de diecisiete para más carne de cañón. La disyuntiva del gobierno de Kiev es qué hacer con aquellos que huyeron y con los que están dentro de las fronteras pero cuya edad es menor a la de veinticinco años. ¿Qué puede pensar una mujer soldado en las trincheras cuando siente el calor del tubo de su mortero y sabe que en las ciudades alejadas del frente continúa el baile de otras de su misma edad? O cuando Ucrania llegue a una situación de privilegio, que mandará al olvido aquello del país más pobre de Europa, y los que se fueron retornen a disfrutar de lo que consiguió el sacrificio de decenas de miles como ellos pero no igual de afortunados ni igual de decididos. Preguntas que llegarán. Tal vez se reflejen en la política futura. ¿Y tú qué hiciste en la guerra? Recuerdo cuando mi padre señalaba a los emboscados de la guerra del Chaco que desfilaban ufanos, amedallados y soberbios. Ese nunca combatió; aquel tampoco. Mi padre tenía siete años entonces pero se fue enterando. No es difícil saber la verdad.

Quise escribir a mi amiga descansando tras un quitasol en Valencia pero me abstuve. Tema delicado y visto de afuera en mi caso. Se hablará de ello, será parte de la discusión interior postguerra.

4 de julio. La familia prepara como siempre una parrilla. Omar escucha corridos tumbados, nueva versión musical del narco. No conocía el término; yo me detuve en corridos perrones. Hace sol y mucho calor. Tristemente, lo digo por el instante, prepararé ensalada rusa, en la que soy maestro. Tendré que aprender otra versión ucraniana, cuando vea de nuevo Odesa y pasee los verdes y abandonados campos de Poltava, épica y amante…

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