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De una guerra a otra: Un nuevo cambio

En los últimos años el mundo se ha puesto tan confuso que en un momento dado no se sabía si el covid era una forma de la muerte (odiosa como ninguna otra) o si la muerte acababa siendo, en sí misma, el covid. Ha sido -y en cierto modo todavía lo es- una lenta agonía en sociedad: una película con gente abrazándose, consolándose y, después, resignándose a un final común; dos fotografías: una fila para vacunarse y otra para la funeraria. Nos dijeron que estábamos en guerra contra un “enemigo desconocido”.

A fuerza de la más cruel de las realidades, la de ver irremediablemente partir a algunos de los nuestros, uno, casi sin querer, se dejaba llevar por la impresión de que el virus se mimetizaba con la muerte. Nunca en nuestro tiempo nos habíamos puesto tan de frente a ella, pese a que siempre supimos que ella tarde o temprano vendrá por nosotros.

Con la pandemia mitigada, el terror de la muerte por una enfermedad desconocida se ha transformado hoy en el horror de otra guerra… por una invasión desaprensiva. El mundo transita hacia un nuevo cambio, de una tragedia a otra que también supone un riesgo para todos por la probabilidad de una Tercera Guerra Mundial, para peor, con la amenaza del uso de armas nucleares.

Últimamente vivimos de susto en susto y el temor (al prójimo, a nosotros mismos) se ha vuelto el pan nuestro de cada día. No hay tranquilidad posible dentro de una realidad pura y dura de guerras, ora contra la enfermedad, ora contra las balas acechantes. Entonces, la “felicidad” (lo que sea que ella sea) puede concebirse solo en la evasión, en el no-pensamiento, en el olvido. Por eso tanto interés en distraer con entretenimiento.

En su “Homo Deus. Breve historia del mañana” (2015), el israelí Harari, además de predecir que los individuos podríamos llegar a convertirnos en dioses inmortales, apostó por un tiempo de paz y no de guerra en el siglo XXI. Pero ha quedado demostrado que la ambición de un solo hombre puede echar por tierra cualquier avance de la humanidad en ese sentido.

Más allá de las razones que todavía llevan a un político o a un militar a declarar una conflagración, detrás de esta terrible decisión siempre hay alguien incapaz de evitarla mediante la diplomacia. En otras palabras, quien imparte la orden de iniciar una guerra tiene, al mismo tiempo, un desorden de valores, lo cual le impide medir las consecuencias de un acto que es violento como ningún otro, o bien, al contrario, eso le permite dar rienda suelta a su gusto extremo -descocado- por el poder.

Así como el covid-19 no ha sido desde el principio una enfermedad convencional, tampoco la de Rusia contra Ucrania es una guerra tal cual nos la enseñaron en el pasado. Frente a los indefendibles ataques de Moscú, la munición del bloque de países que apoya al territorio invadido es económica; entretanto, el mundo tiembla expectante por el comportamiento de los precios de las materias primas y las dificultades que esto significará para la alimentación de miles de millones de personas.

A todo esto, Harari no falló al hablar del “tecnohumanismo”, con los algoritmos dominando vidas de gente que cree falsamente manejarse a partir de decisiones propias y que tiene serios motivos de preocupación porque los robots hace tiempo han empezado a volver prescindibles a los humanos en distintas áreas de trabajo. La inteligencia artificial -de la que ya se valen las empresas más aventajadas para tomar determinaciones clave- puede servir para bien o para mal. No quiero decir con esto que los robots sean malos; su utilidad en la producción industrial, por ejemplo, es y será inestimable. Pero hay que pensar también en el futuro de los reemplazados.

Los avances tecnológicos -es cierto- han facilitado las cosas, aunque el hombre no abandona sus malos hábitos, entre ellos el egoísmo, las ansias de supremacía, aun yendo en contra de los demás, conspirando contra su especie, es decir, contra sí mismo. A eso hay que sumarles los impredecibles giros de la naturaleza…

Que no ganemos para sustos no significa que debamos desesperarnos. La vida nunca ha sido una taza de leche y la modernidad no tiene por qué cambiar sustancialmente nada. De todos modos, a pesar de los pesares (los que se fueron son muchos), los que quedamos hemos logrado salir adelante (y no somos pocos).

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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