De: Claudio Ferrufino-Coqueugniot / Inmediaciones
A Maurizio Bagatin
Según Maurizio, o yo y se lo achaco a él, mujeres y comida son los asuntos imprescindibles; lo demás es literatura. No con ánimo de viejoverdeo sino con espíritu esteticista debo decir que en mis viajes no conocí país –y este es pequeño- con tantas mujeres bonitas, hermosas, brillosas, espléndidas. Ayer visité el supermercado con el prosaísmo de conseguir jabón y shampoo para evitar el preconcepto que se tiene de nosotros, bolivianos, y se me quitaron las ganas de indagar entre una miríada de quesos y sentarme en la cafetería del mercado solo a contemplar el femineo constante, incansable de esta villa. El expreso sabía amargo, como debe ser. Rechacé el azúcar, pedí uno más para despabilarme y gasté una hora de mi expandido horario solo en eso. Luego me acerqué al mostrador a pagar y, héla, la cajera era una diosa, Afrodita con mandil y manos rapidísimas para despachar la bola de asnos que somos los compradores. Me preguntó algo que no entendí. Lo repitió en inglés y tuvo que mostrarme la bolsa plástica por si quería usarla o no. Sí, dije, contrito, y la muchacha con una sonrisa se deshizo de mí para siempre. Y yo que tanto la quería.
Caminé las iglesias sin buscar la paz de Dios. Que la estoy pasando bien en mi modestia de gustos. Con un libro y caminatas me entretengo. Que un revolcón y pezones rompiéndome los ojos estarían muy bien pero estoy casado y respeto los límites que me puse. Camino las iglesias, digo, saco fotografías, doy un euro de limosna, me siento a pensar dentro de las inmensas bóvedas construidas para asustar. Lo hago desde niño, a solas con las estatuas de yeso o de carey, los sacrificados, santos, mártires, las vírgenes dolorosas de narices delicadas. Ahí estoy en paz, en penumbras, haciendo cuentas y pensando en reconstruir la casa, en los pasadizos europeos que me faltan ver, la Galitzia polaco-ucraniana de la guerra de 1648 que iluminó mi infancia y pesa mucho todavía. Los vampiros rumanos; el Belgrado de Ivo Andric; la Bosnia de Andric también y de Mostar y el café turco. Quisiera ir a Edirne (Adrinópolis), en tierra infiel, y a Varna en el negro mar, y a Braila porque ya nadie recuerda a Panait Istrati. El delta del Danubio. Al frente, del otro lado, las escalinatas de Odessa, y subiendo por Moldavia la fortaleza de Kamenyets. Occidente olvida que aquel siglo XVII fue decisivo para su historia, para el crecimiento de Rusia, para parar a los turcos. Todo se olvida pero yo no; aquí trashumo para anotarlo en una lengua extraña, ajena, que en apariencia no debiera interesarse en ello y lo hace.
Pasan muchachas de veinte y yo sigo la rúa dos Passos buscando una exposición de fotos de Frida: la loca, la coja, la bella. Sus cejas negras se reproducen sin descanso en estas portuguesas. Hay la diferencia de piernas firmes, nalgas redondas y, en apariencia, la ausencia de tragedia. Las muchachas portuguesas disfrutan de sus pequeños y muy parecidos entre ellos, hombres de su tierra. Me siento alto, pero no llevo ni jeans pegados al tobillo ni aretes. Mientras más se parece a la mujer, el hombre, sentenciaba mi padre, más atrae a las féminas. Quizá. En realidad no interesa. Pienso en mis sobrinos, en la precariedad del sexo en Bolivia. Ya era difícil en tiempos de mi progenitor, duro en los míos, y supongo que a pesar del salto al mundo, sigue siéndolo. Otra historia sería con tanta belleza alrededor, donde el sexo no fuera, como lo fue para nosotros, motivo de disputa por su escasez. Ahora hay machos alfas, betas, omegas, en aquel tiempo solo machos en celo con gran ausencia de hembras. De haber sabido que por el mundo se paseaban ellas, las Evas de la discordia, hubiese emigrado antes, y, por qué no, a esta tierra que llevó al otro lado del mar no solo a Dom Pedro sino narices y culos que construyeron el mito de la brasilera heroica en su belleza.
Estábamos, en la Bolivia aquella, los hombres, como Petrus Borel en el desierto: “Tengo hambre”.
Joaquín, mi fantasma preferido que duerme desde la muerte de por vida cerca de mí, contaba de las fiestas de su juventud. ¿1948? El salón estaba rodeado de sillas, en ellas las damitas cochabambinas, que diferencia había entonces entre dama e imilla. Se acercaba a invitarlas a bailar. Fingido rubor y siempre negativa: castigo. La noche se apoyaba en las botellas; el alcohol sostenía la penumbra del desamor. Contaba Joaquín, desde su lecho espectro, y puteaba: Putas de mierda, jamás me aceptaron un baile, y luego las veías meneando las caries con el mayor pelotudo, el más bonito, que acaparaba la atención de las abejas.
Leo en esa inagotable fuente de chisme de la Red, que las portuguesas son las mujeres más depresivas de Europa. No sé, no pude verlo en sus ojos porque jamás me miraron. Camino en el tren a Braga, un brasilero de Fortaleza hizo amistad conmigo y dijo que él y sus paisanos no tenían suerte aquí, el samba no pega en tierra de fado. Otros dos, paulistas, ya esperando a medianoche el autobús a Madrid, describieron lo mismo, las tertulias verdeamarillas sin mujeres. Nada, que en Porto la fiesta no sirve cozinha.
Otra cosa veo en Kiev, y en Jarkov, y en Odessa, que las ucranianas sí te miran, y directo. Significas el extranjero que podría sacarlas del estercolero. Triste, mientras sus hombres enchamarrados en cortas prendas de cuero, juegan a ser mafiosos y tal vez lo son, pero machos de poca monta. Si se les escapan las mujeres, crítica debiera haber. Pero no. Esta lacra, e imagino que es igual en todo el antiguo territorio, es fatal herencia soviética, la cosa por sobrevivir y desarrollar el engaño y el vicio hasta niveles inenarrables. Camaradas.
Mucho turismo en Porto. Eso subió los precios, comenta el garzón, pero se puede comer barato, muy barato. Los dormideros, hoteles, hostales, no van con los estándares norteamericanos pero pasan. Ahí duermo. El mundo comienza al cerrar la puerta exterior. Sentarse a ver las muchachas suele ser distracción pero no es vida, y de ese silencio, a no ser que me consiga una puta parlanchina, no ha de salir nada. Prefieren maricas de jeans ajustados en los tobillos, que no usan calcetines de hombre o ni los usan, en una moda que leí por ahí había impuesto Julio Iglesias. Queda la comida, el otro placer que nos legó el Edén: sexo y alimento. En eso se basa la religión y aquella paja de que el Verbo navegaba entre las aguas era ni más ni menos que un acto de procreación con placer. Donde nace el gusto, aflora el pecado. Y el castigo, porque la alegría no solo es cuestionable sino punible.
El dilema está en devorar un emparedado glorioso o uno prosaico, entre un sexo de vellos retraídos hacia el centro o un plato de lomo encebollado. Se quejarán por ahí las feministas (feministas macheras, las llamaba mi padre… y ejemplos hay…), de querer engangochar unos y otros (el sexo y el lomo). Pero no es eso lo que hago. Mi fin está en el placer y lo sensual nos hace otros. Mientras tanto me meto en la colina medieval de Porto para esconderme de la Inquisición.