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De la melancolía alemana

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Bettina Wegner suena en la casetera. Kinder:

Sind so kleine Hände
winzge Finger dran.
Darf man nie drauf schlagen
die zerbrechen dann.

Atisbo entre las cortinas. Estás en la lavandería de basto concreto, calzones de flores, largas piernas blancas, juncos, zancos, bambúes fosforescentes. Faltaría poco para ser feliz. Algo de Bertolt Brecht, Bach en domingo, divagaciones acerca de Rosa Luxemburgo, de la paz de Weimar. Jorge Zabala sugiere que eres polaca, tal vez de Pomerania, donde las fronteras históricas son tan tenues. O Silesia. El Oder corre de abajo hacia arriba. Otro río transversal. Cruzando el Vístula, alejado de los adustos edificios de Sttetin (Szczecin) y de Posen (Poznań) se asientan las tierras de las casas coloridas, el ensueño que impactó a Pedro I de Rusia, llamado el Grande, territorio de Immanuel Kant y sus complicados artilugios en los bolsillos de la levita.

Sind so kleine Füße
mit so kleinen Zehn.
Darf man nie drauf treten
könn sie sonst nicht gehn.

Alquilas un departamento en la parte de atrás de la casa del asesinado, uno de los victimizados en la calle Harrington. En el toque de queda los soldados arrestan a toda una boda que intentaba eludir la medida, desconociendo el golpe de estado. A encerrarlos en el estadio, la banda tocando, pistola en nuca, durante el resto de la noche la misma canción que interpretaban cuando llegaron los milicos. Creo que era Casita de pobre, pero no estoy seguro. No está mi hermana Picha para preguntarle. Tomó un bus con destino incierto y no dejó registrado su nombre en ningún lado. Una y otra vez: “casita de pobre, ahí disculparán, aquí solo reina la felicidad”.

Te amaba y el sacrificado ululaba como lechuza desde el cercano molle. Abría la puerta para espantarlo pero los muertos son reacios y uh uh retornaba hasta que el amor literalmente se evaporaba.

En realidad vienes de Singen, al sur, mítica ciudad pequeña que al final desdeñé. Me hundí en un bar argelino y permití que los vagones con destino a Estrasburgo partieran. Te amaba por las noches y el occiso, sin ánimo insultativo, gritaba portentoso. Recurrimos a la música, preferías Zamfir. Yo siempre amé a Theodorakis.

Sind so kleine Ohren
scharf, und ihr erlaubt.
Darf man nie zerbrüllen
werden davon taub.

Qué hermoso cassette amarillo de Bettina Wegner. Tal vez lo imagino, pero se me hace que había una antigua canción prusiana del tiempo de von Blücher y las guerras napoleónicas. Lecturas infantiles de Erckmann-Chatrian, que eran dos autores: Émile Erckmann y Alexandre Chatrian, ambos posteriores a Napoleón y que juntos escribieron aquel maravilloso diario de las aventuras de un soldado del emperador. Todavía me debo, hasta que lo encuentre, Los cien días, de Joseph Roth, que murió en París, mísero y abandonado, con su esposa recluida en un manicomio mientras orondos nazis desfilaban por el Arco del Triunfo. Que la historia da vueltas, las da, trompo desquiciado de astroso cordel.

Sind so kleine Münder
sprechen alles aus.
Darf man nie verbieten
kommt sonst nichts mehr raus.

Ahora viajo a Villazón, en dos meses nos encontraremos en Radolfzell. Quiero ver los cuadros de Erich Heckel. Abandonaba tus juncos de neón por fantasías locas. Ellas, tus piernas, no eran propiamente la caña pensante de Pascal sino carne, hueso y sangre que temblaba con espasmos neumónicos. Mirando la sal infinita de Uyuni, que entonces era el fin del mundo, se me antojó que extrañaba la palidez de tus muslos. Entonces frené el tren de emergencia con ánimo de regresar. La callada multitud que creí dormida de pronto despertó y poco faltó para que encendieran teas e hicieran un desfile de seis de agosto con mi cuerpo. Cuando el oficial del ferrocarril solucionó el asunto retornaron a su modorra pero yo sabía que no dormían, vigilaban, cóndores que contemplan desde El Alto la urbe debajo, parafraseando a Christopher Isherwood, y afilan picos como hoces caníbales, no solo segadoras. Cerré los ojos. Pasaron Atocha y Estación Balcarce, tarde para volver atrás. No diré que nunca más te vi; lo hice, pero la pátina de las horas habíase opacado e incluso al amarte aquello sonaba como bronces viejos entrechocados, la fragua de Vulcano dañada por el diluvio.

Sind so klare Augen
die noch alles sehn.
Darf man nie verbinden
könn sie nichts verstehn.

Pues… ahí estamos tú y yo. Narración bebida a medias. Idealicé Lucerna y su torrecita al atardecer. Te hablé extenso del filme Karl May de Hans-Jürgen Syberberg (1974), a raíz de lo que los alemanes pensaban de su historia. Este director hizo una monumental trilogía fílmica de profunda gran calidad. La del escritor resultó ser la segunda parte; la primera comenzaba con el retrato del rey loco, Ludwig II de Baviera (1972); el epílogo se centraba en Hitler (1977). Te interesó entonces pero supongo que lo olvidaste, no vives de mitos como yo, eres mujer y por tanto real. En los oscureceres, después de la guerra, conversábamos de tantas cosas, Heinrich Böll y Ulrike Meinhof. Theodor Fontane a quien no habías leído, su Effi Briest, de entre las mujeres que incluyen a Anna Karenina y a Emma Bovary.

Fassbinder.

Alfred Döblin.

Remarque.

Ute Lemper. Lotte Lenya.

El molle al exterior de tu ventana no solo acurruca almas en pena sino ancianos aromas cargados de memorias. Continúas lavando ropa, calzón floreado, blusa verde ya húmeda. Dos largas eles de mi diccionario predilecto descienden de tus caderas, pies con uñas despintadas. Me acostumbré a Ucrania y los colores que depositan sobre sí las muchachas.

Sind so kleine Seelen
offen und ganz frei.
Darf man niemals quälen
gehn kaputt dabei.

Se va terminando la canción. Aquel cassette está desaparecido, una víctima más de la dictadura de las horas. Si pudiera cambiar el reloj no creo que lo haría. Es bueno recordar mas no vivir de espectros. Hueles todavía a molle, pepitas rojas cayendo sobre tus pezones rosa.

Ist son kleines Rückrat
sieht man fast noch nicht.
Darf man niemals beugen
weil es sonst zerbricht.

Hago tiempo hasta que llegue la noche. Recién entonces asomaré mi rostro a la ventana. Observaré las pocas estrellas que quedan, no pediré deseos que si los tengo los tomo. Alemania. De Hölderlin pero también de los guardias del campo de prisioneros en Smolensko, mirando impasibles cómo los rusos amontonados devoraban los cadáveres de sus compañeros. Lo cuenta Curzio Malaparte. Germania.

Grade, klare Menschen
wärn ein schönes Ziel.
Leute ohne Rückrat
hab’n wir schon zuviel.

Pondré fin al texto ahora. Me has prohibido anotar tu nombre y no lo anoto. No porque me lo prohíbas sino por el absurdo tuyo de obedecer órdenes de un vejete que te tiene de niñera. Vida que suele ser alegre y que en un tristrás toma cariz de mascarada.

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