El 23 de junio, como en muchas otras ocasiones, se publicarán artículos y se cumplirán actividades para conmemorar otro aniversario de la Masacre de San Juan (1967), cuando las tropas militares asesinaron a un indeterminado número de trabajadores mineros y a sus familiares en Catavi, Llallagua y Siglo XX.
Era la noche más fría del año y los chicos juntaban leñas, trozos de madera, periódicos viejos, papeles inservibles. Las abuelas sacaban los baúles carcomidos por las termitas intentando borrar alguna lágrima que asomaba con los recuerdos de amigos o de amores. Las amas de casa preparaban chocolate, té con té, sucumbé. Hasta el hogar más pobre tenía la oportunidad de festejar. Eran gratuitos el fuego, el humo, el olor a fogata, el salto sobre las llamas venciendo al miedo.
Los hombres se encargaban de formar las pirámides, algunas más grandes que otras, por casa, por vereda, hasta por barrio. Ellos actuaban como prometeos con sus cerillas en el momento mágico del incendio. Casi siempre eran los papás los que encendían los cohetillos para espanto de las viejecillas y gusto temeroso de los críos que siempre pedían más; sobre todo, que estallen las novedades del año.
La costumbre de compartir salchichas choreando salsas blancas o rojas se expandía más allá de las ciudades. Era una de las fiestas más democráticas porque las ofertas de una u otra manera alcanzaban a todo bolsillo.
Los testimonios recordaban que la población de Llallagua y de Catavi, del campamento minero de Siglo XX estaba contenta, atizando. Una tregua en el contexto de enfrentamientos contra las Fuerzas Armadas desde 1964, particularmente contra la política represiva de René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia.
Hace poco publiqué una crónica fantástica de una pareja, hoy abuelitos, que tenía que casarse esa fecha. Habían escogido el día festivo sin comprender nunca cómo los destinos colectivos se cruzaron en sus vidas y los bailes preparados dieron paso a los velorios.
Los primeros disparos fueron confundidos con el tronar de los buscapikes. Solo cuando el ulular de la sirena llamó a la resistencia, como en tantas otras ocasiones, la gente comenzó a correr espantada. Aquel sonido de barco misterioso fue desde 1942 una alerta de muerte. Un periodista subió hacia la radio La Voz del Minero para dar la noticia de último momento; Rosendo García no alcanzó al micrófono. Figuró entre los primeros acribillados.
Los mineros sacaron dinamitas y antiguas armas del Chaco para enfrentar al Regimiento Rangers y Camacho de Oruro, sin poder detenerlos. Las metrallas no distinguían entre obreros, amas de casa, escolares, un bebé recién nacido. Algunos proletarios se atrevieron a subir a los cerros en un intento de cercar a los invasores.
Las radioemisoras mineras estuvieron entre los principales objetivos de los militares. También la Radio Pío XII fundada por sacerdotes oblatos que denunciaba constantemente la situación en las minas.
Casi seis décadas después, no funcionan las emisoras mineras, consideradas en su momento pioneras de la comunicación alternativa. No solamente por factores externos de la relocalización, la competencia de la televisión o de las redes sociales. Las famosas radios mineras, las radios de los topos como se las nombraba en la clandestinidad en 1980, se deterioraron sin conseguir una hoja de ruta salvadora.
En junio de 2025, los agresores de los vecinos pertenecen a alguno de los nueve ayllus del norte potosino o son paramilitares evistas. Hostigan y amenazan a los reporteros. Hace mucho que los periodistas no pueden ingresar a zonas rojas conocidas como México Chico. Las demandas sociales están contaminadas con la defensa de las plantaciones de marihuana, con los turnos para sembrar coca en el Chapare, con las rondas para actuar como grupos de choque para proteger el circuito de la cocaína. Utilizan armamento contra otros bolivianos.
En 1967 se celebró en interior mina un congreso para definir el respaldo a las guerrillas del sureste. Ahora la juventud prefiere conocer una nueva aplicación en su celular que morir junto a un grupo de cubanos. El estudiante que representó a los universitarios paceños con el paso de los años fue el abogado que gestionó al bebé nato o no nato del Jefazo y la Zapata. Dio entrevistas sobre su presencia en el socavón, en cambio no declaró sobre su rol en ese embrollo político son tinte de revista rosa.
En junio de este Bicentenario los pobladores de Llallagua y Catavi recibieron con aplausos agradecidos a los militares y a los policías. Acompañaron los entierros de los jóvenes asesinados por francotiradores.
Aún no retorna la tranquilidad al municipio. Y, una vez más, periodistas y religiosos deben enfrentar las rabias de los bandos.