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De guerreros digitales, ciberpatrullaje y desinformación

José Ismael Villarroel Alarcón

La desinformación es uno de los problemas más importantes que enfrentan las sociedades democráticas en la era digital. Sus dimensiones políticas se hicieron evidentes en el ámbito global, con la última elección estadounidense, influenciada por la actividad de hackers rusos, y en el ámbito nacional, con las andanzas de los llamados guerreros digitales. Por otro lado, la pandemia global, cuyo fin y consecuencias humanas y materiales no pueden apreciarse todavía del todo, es un campo de cultivo fértil para la desinformación, con todos los peligros que ello conlleva, entre ellos, su utilización como instrumento político.

Por diversos motivos, la criminalización no parece ser la respuesta más adecuada a esta problemática, al menos en regímenes democráticos. Para empezar, muchas veces será difícil diferenciar entre la diseminación de información falsa y la expresión legitima de opiniones y creencias. Tampoco debe olvidarse que la desinformación o las noticias falsas pueden provenir también de fuentes gubernamentales; recuérdese al efecto, al presidente Trump recomendando tomar desinfectante como tratamiento contra el coronavirus, o, las acusaciones que recaen sobre China respecto a haber ocultado información sobre el virus durante las primeras semanas de la pandemia. Finalmente, la criminalización puede ser un instrumento que limite indebidamente el derecho a la libertad de expresión, siendo utilizado como mecanismo para castigar la disidencia.

El Gobierno de transición se adentra en esta peligrosa vía, a partir de actividades de ciberpatrullaje y la emisión de varios decretos en los que se amenaza con procesamiento penal a quienes incurran en actividades de desinformación; el último de ellos, el No. 4231 de la semana pasada, señala, “[l]as personas que inciten el incumplimiento del presente Decreto Supremo o difundan información de cualquier índole, sea en forma escrita, impresa, artística y/o por cualquier otro procedimiento que pongan en riesgo o afecten a la salud pública, generando incertidumbre en la población, serán pasibles a denuncias por la comisión de delitos tipificados en el Código Penal”.

Lejos de recular frente a las criticas, las autoridades han tratado de justificar los decretos señalando, entre otras cosas, que la libertad de expresión puede estar sujeta a restricciones y que su objetivo es la protección de la salud pública.

Efectivamente, el derecho a la libertad de expresión puede ser restringido, pero, para que una restricción sea legítima, en el marco de los convenios internacionales de los cuales el Estado boliviano es parte, debe satisfacer los estándares previstos en la jurisprudencia internacional: el principio de legalidad, legitimidad del objetivo perseguido y necesidad y proporcionalidad en el marco de una sociedad democrática.

Los decretos en cuestión llegarían a satisfacer el segundo de dichos presupuestos, en cuanto la protección de la salud es uno de los objetivos legítimos previstos en la Convención Americana. Sin embargo, es bastante evidente que un simple decreto, no satisface el principio de legalidad, conforme el cual las restricciones a la libertad de expresión deben estar fijadas por ley. En cuanto al requisito de necesidad y proporcionalidad, la Corte Interamericana ha señalado que, no basta que la medida restrictiva sea útil u oportuna para la protección del fin perseguido, sino que de entre varias opciones se escoja la medida que en menor medida restrinja el derecho a la libertad de expresión y que la medida se ajuste estrechamente al logro del objetivo legitimo perseguido.

No está demás recordar la Declaración Conjunta Sobre Libertad De Expresión Y «Noticias Falsas» («Fake News»), Desinformación Y Propaganda del año 2017, suscrita por el Relator Especial de la ONU para la Libertad de Opinión, entre otros, misma que señala, “[l]as prohibiciones generales de difusión de información basadas en conceptos imprecisos y ambiguos, incluidos ‘noticias falsas’ (‘fake news’) o ‘información no objetiva’, son incompatibles con los estándares internacionales sobre restricciones a la libertad de expresión […] y deberían ser derogadas”.

Se podría argumentar que el decreto en cuestión únicamente remite a la normativa existente en el Código Penal (“serán pasibles a denuncias por la comisión de delitos tipificados en el Código Penal”), en particular a los delitos contra la salud pública. Pero el procesamiento penal por esta vía tampoco es compatible con la normativa constitucional, penal y de derechos humanos.

El artículo 216 del Código Penal castiga con privación de libertad de entre 1 a 10 años los “delitos contra la salud pública” enumerando una serie de supuestos, entre los que no se encuentra el de desinformación. El numeral 5 castiga a aquella persona que “[c]ometiere actos contrarios a disposiciones sobre higiene y sanidad”, mientras el numeral 9 sanciona a quien “[r]ealizare cualquier otro acto que de una u otra manera afecte la salud de la población”. Estas disposiciones, sin embargo, no son compatibles con el principio de legalidad (art. 9 de la Convención Americana), en su dimensión de taxatividad o lex certa, en virtud de la cual el legislador debe formular de manera clara y precisa las conductas que decide tipificar, a fin de evitar la actuación arbitraria del juzgador.

Pretender complementar el artículo 216 del Código Penal en base al Decreto Supremo 4231 y sus antecesores, también sería violatorio del principio de legalidad. Para que una complementación de la ley penal en otro instrumento sea legítima, es necesario que la norma penal contenga el núcleo central de la conducta punible, lo cual no ocurre en los casos arriba señalados. Se requiere asimismo que la norma complementaria sea lo suficientemente clara, lo cual no puede deducirse de conceptos tan vagos como los utilizados en los decretos en cuestión.

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