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David Acebey / Cuentos

El  Chalán loco

¡Siento el cansancio de mi caballo en mis piernas!

Extraño  los  tiempos mozos cuando me llamaban de las haciendas para que mejore el paso de los silloneros o quite las mañas a los animales que cabeceaban más de la cuenta.

Fui chalán de caballos de sangre; pero para viajar me gustaban los caballos de palo, como mi Pasurco. Ahora solo puedo pasearlo de cabestro porque los caminos lo gastaron; pero  pregunten  a cualquier criollo si en el Chaco hubo un sillonero mejor. Él no se asustaba de tigres ni de los  malignos que viven  espantando caballos para reír de los jinetes que caen.

Con  el  Pasurco  enlazábamos  toros orejanos, de esos que a puro balido hicieron  mear a criollos mentados. En tiempos de apuros viajábamos diez leguas de un tirón  y  nos sobraba  aliento para subir a las ancas  al hembraje que me decía:  «Chalán, haceme güeltiar  la plaza pa’ que me envidien las otras.»

Pero  cuando  me  topé  con  la  Pascuala  cambió mi vida. Ella  era  una  criolla alta y  alegre  como yo. Le  decían  Loca Pascuala  desde que por  chivata  casi se comió su lengua. La  conocí  en  una  fiesta  de  Sapaúrope.  Esa vez, llegué al pueblo con  sombrero nuevo, chacuña de cordobán hasta la cintura, la sonrisa de banda a banda y repartiendo alegría entre los changos que gritaban:  «Ya llegó el Chalán Loco en su Pasurco e’ palo».

Como siempre, los burlones reían del Loco; pero la Pascuala reía del Chalán.  En cuanto la vi atraqué las riendas para mejorar la estampa de mi caballo y él comenzó a  bracear  de costado hasta colocarse junto a la hembra que nos llamó sin palabras.

-S s s… ¡Si supiera! -dijo jugando con mi chacuña.

-¡La soñé!  Morao pa’ osté -dije y le di las flores que siempre llevo en el atalazo, para  repartirlas entre el hembraje  que piensa que  el corazón de un loco se alborota así por así.

-¡Pa’ ella solita! -lorearon las otras.

¿Celos o burlas serían?  Pero ya estábamos acollarados mirando el amor que bellaqueaba en nuestros ojos.

-Va va va… Vamos a pasiar -dijo por escapar del genterío.

Y  parece  que el Pasurco comprendió el apuro, porque picó como urina asustada y mi la Pascuala cabalgó el suelo.

-¡Caballo malcriao! -dije y le metí un talerazo en las ancas.

-No no no… ¡Noble el caballito! -dijo ella muerta de risa.

Precilló mi cintura  con sus manos y  nos fuimos galopando en dirección al río.

Un mes después la Pascuala decidió agarrar la rienda de nuestras vidas:

-Ya ya… ya basta de visitas -dijo en el boliche del Turco- Ahora te ancaso yo.

Me ordenó que montara en las ancas y me llevó hasta el rancho de don Coyunda -así le decían a su padre- un  talabartero que levantó su rancho a orillas de la quebrada, para curtir cueros con cortezas de cevil.

Después del saludo la Pascuala le informó que se iba a mi rancho.

-Hasta  que pillaste pa’ tu consuerte -picareó el viejo, como si no le importara que su última hija se fuera conmigo.

Mientras ella urgueteaba  en  el rancho, don Coyunda se puso a  tientear  un cuero para lazo. De rato en rato me miraba como diciendo ‘ahorita llega la puteada por  robar a mi hija’; pero no abrió la boca hasta que me llamó para mostrarme una mordaza de quebracho, con un cuchillo en medio.

-Es mi invento pa’ perfilar tientos -dijo serio y sin mirarme.

-¿De cuero? -pregunté por preguntar.

-De tripa e’ gallinazo -respondió y se despanzó de risa.

Tuve que reír para acompañarle con la primera voz.

La Pascuala siguió juntando sus trapos y después me llamó para que le ayudara a perseguir unas gallinas que heredó de su mama y, cuando el sol se estaba perdiendo, amarró el bulto en mi espalda. Sobre el atadijo acomodó las gallinas, un porongo, dos coladores de palma y una olla  sin orejas.  Me mandó a las ancas y en la tranquera nos despidió su padre:

-¡Sande cuidar del caballo e’ palo!  Puede  espantarse y bellaquear-  dijo riendo.

Nosotros queríamos casoriarnos en la intimidad; pero como nunca faltan orejas, la  fiesta  comenzó  al cruzar la plaza de Sapaúrope y le metimos a  la saludada:  Salud con el Turco, salud  con  doña Trementina, salud con el sacristán…

«Que la acollarada seyga en güena hora…»

«Que el vasito del estribo…» 

Si  el  convite  era  de burlón o de amigo, igual tomábamos…

Estaba saliendo la luna cuando escapamos.

En las dos leguas de camino, de puro gusto nos caímos cuatro veces -en una de las caídas se desparramaron las gallinas y se rompió la olla -y llegamos al rancho cerca de la madrugada. Dormimos hasta las quinientas y hubiéramos seguido empollando hasta que nacieran  los pichones, si no fuera que las tripas pedían comida.

Al principio pensé que la Pascuala me iba a meter a jornalear para tener algo, como dicen los que trabajan para don Futuro. Pero resultó igual que yo: éramos yunta para lo que venga.  Ibamos a correr  bichos al monte, a melear,  a ordeñar vacas ajenas o a trabajar en el potrero. Nuestro troje era un poco más chico que nuestras ambiciones y sembrábamos cabalito pa’ que no hayan pretextos para faltar a las  fiestas que nunca faltan. Ella decía:

-Dios nos dio el maíz pa’ hacer chicha y lo que sobre pa’ mote.

A la semana comencé a labrar ramas de jarca para que cuando llegaran nuestros hijos tuvieran sus caballitos de palo. Para mi Pascuala hice una yegua negra y unas riendas de cuero blanco, adornadas con sortijas color suela.  Ni bien terminé de labrarla ella dijo chivateando de alegría:

-Yo la amanso, pero si usté me ma ma ma madrinea.

-¡Meta! -dije aprovechando que habían visitas para que vayan con el cuento.

-¿Y cómo se va a llamar? -preguntó  el  vaquero  de  don Duroteo, del patrón  ese que le ordeñamos sus vacas en las noches, para emparejar  la miseria  que  paga cuando nos  hace jornalear a cuenta del terreno que nos arrienda.

-¡Tordilla! -respondió después de la tercera caída.

A mi Pascuala no le importaba que dijeran que estaba más loca que yo.  Cada domingo iba al pueblo montada en su Tordilla, llevando gallinas o patos  para venderlos.  Se  apeaba para saludar a los amigos, compraba alguna cosa y se volvía al galope alborotando urracas con sus tonadas.

A  los  cinco meses estaban terminados los doce caballitos. Ella los cuidaba. Se  montaba  en tres o cuatro a  la vez y cabresteaba al resto para llevarlos al agua. Después los amarraba bajo el algarrobo, a la filita, porque  al verlos así podíamos estar horas de  horas imaginando a los hijos montados en sus caballitos de palo. De paso le hacíamos empeño a las revolcadas,  porque la barriga de mi Pascuala no quería  engordar. ¡Cuántas hamacas habremos  reventado en  ese afán! Había comentarios de que los dos éramos capones y un día de esos se apareció mi suegro con una alforjada de remedios y de consejos: 

«Caldo de verija e’ toro en ayunas, mate de espinillo o miel de abeja con polen…»

Pasaron dos carnavales y recién mi Pascuala me hizo brincar de alegría:

-Pa pa pa  parece que son dos -dijo haciendo arqueadas- porque los siento en ambos costaos de la pa pa pa paleta.

Yo seguí brincoteando hasta que se reventó la quiña de mi ojota y ya nomás fui a comprar aguardiente de falca con el valor de dos chivos capones. Invitamos a unos vecinos y le metimos al zapateo y al contrapunto hasta el día siguiente;  pero mi china no quiso hociquear las botellas. 

De borracho, don Coyunda dijo que su hija iba a cumplir veintinueve  para  el tiempo de las cosechas y que conocía una partera de las buenas:

-De esas que también consuelan al marido.

El changüito nació el mismo día que murió mi Pascuala; pero para qué hablar de leña en monte de penas. Cuántas  veces  no  habré criticado  al  Diocito  porque a los  hombres no nos puso una teta de repuesto para cinchar la vida en estas situaciones, porque el chango nació con hambre y casi enloqueció a la partera con sus berridos. ¡Yo en apuros! Sin tiempo ni pa’ llorar.  Correteando con el crío en brazos en busca de una vecina que le diera unas chupaditas y ya nomás me puse a buscar comadre en el velorio:

«¡Ni caso de pensar en la amistad pa’ escogerla! Ahorita mandan las tetas», pensé mientras miraba a las candidatas. 

Olvidé  a  la difunta  y  me  puse a vichar  la gordura  de  los críos.  Estaba  por acercarme a doña  Timotea  para comadrearla y llegó la Viuda Fermina, cargando una  hembrita de mes, así  de  gorda.  Entregó su guagua a una de sus  cuñadas y llorando se apegó se apegó a la  difunta. Recordó cómo de amigas fueron y aproveché la situación para comprobar si sus sentimientos eran de verdad.

-¡Con las sobritas se hay conformar! -dije al entregarle mi pichón y le pedí que le buscara un nombre.

-Entonces que se llame Marcos, como mi finao -dijo mirando el cielo.

Ya nomás sacó sus ubres, llenitas de leche, que hasta me hizo desear. Mi hijo se prendió al pezón como ternero guacho y recién pude llorar a gusto.

Cuando la  enterramos, en vez de cruz planté los doce caballitos de palo alrededor de la sepultura.

Tiempo después encontré trabajo de postillón en el Servicio de Correos; pero hubieron alegatos en el momento de la posesión. Yo callado, escuchando a los curiosos que se entroparon en la puerta de la Alcaldía. Decían:

«¿Cómo vamos a entregar las cartas a un loco que viaja en caballo e’ palo?»

«Hay que buscar otro…»

«Sería bueno don Fulanito o el Sutanito…»

Pero como no aceptó el Otro, ni don Fulanito ni el Sutanito -parece que de miedo- el alcalde enchacuñó su sombrero pa’ entrarle al discurso: Recomendó que no mandaran encomiendas hasta que la alcaldía comprara una mula carguera, pidió un rato de silencio en memoria del postillón que mataron los cuatreros y cuando me entregó las alforjas de cartero, los lenguaraces me apedrearon con burlas:

«¡Que cante!»

«Que baile con su Pasurco»

«¡Que hable el Loco!…»

Entonces, como empujado por el ánima de mi Pascuala, levanté mi caballito de palo y le dije mirando de reojo a los burlones:

Juntos galopiamos por la vida

juntos cargamos el amor

pero ahora tenemos llevar las palabras

de las gentes y de las cabras.

Y nos fuimos al galope. Desde entonces pienso que el ánima de mi Pascuala también vive en mi Pasurco. No siempre viajo montado; pero lo llevo por tener quien me escuche. Él es mi apoyo en los vados y es el garrote cuando atropellan los perros.

Los caminos nos enseñaron a caminar y aprendimos tanto de las cartas, que con solo mirarlas sentíamos las penas y las alegrías de los remitentes.

Años después mi hijo escribió mi carta de renuncia.  Me suplió mi amigo Fausto Lijerón y creo que ustedes saben que los tigres lo franquearon al otro mundo sin rótulo ni remitente. En otra ocasión les cuento de los colegas, pero eso sí, para su información, fui el único postillón en caballo de palo.

Y así, así, así …, seguí caminando con el tiempo en las ancas.

Ya  van nueve años que  mi hijo se acollaró con su hermana de leche y que yo vivo en el rancho de la  Fermina. Dormimos en  el  mismo cuero; pero seguimos fieles a nuestros  difuntos. Y parece que los finados también se juntaron en el cielo, porque nunca vinieron a penarnos. ¿O será porque cuando estamos en  la  revolcada  la  Fermina  me  dice «mi Marquitos»  y  yo le digo «mi Pascualita»? 

¡Vaya uno a saber las cosas de los difuntos!

Por  suerte mi nuera resultó paridora:  Por  eso, en la tumba de mi Pascuala, solo quedan cinco caballitos bien cuidados. Cada que nace un nieto saco uno y le llevo de regalo.

-Ha mandao tu agüelita del cielo -le digo y amarro el caballito de palo al lado de su  hamaca.

E l Cinero

            Anoche se cortó la luz del pueblo cuando el jovencito de la película estaba por dar alcance a los bandidos que asaltaron el banco –eso ocurre siempre– y los Turcos prendieron mecheros y contaron el resto de la película imitando relinchos, gritos, disparos y hasta el beso que le dio el jovencito a la rubia que rescató de los bandidos mexicanos.

            Nos despanzamos de riza cuando la Gorda Boletera se trenzó en el cuerpo de su hombre y lo aprovechó hasta que el Turco Talero gritó «fin» en ingles para que dejara de besarlo y se pusiera a vender los gallitos de melcocha antes de que el público se desparramara.

            Yo veo cine desde el campanario de la iglesia y también me gusta contar. Hoy fui a tomar mate con el Ciego Dámazo y le dije:

            —Hubiera querido que vea Red Kit, don Dámazo.

            —¿Pero cómo gua ver si soy ciego?

            —Usté es ciego cuando quiere porque no le falta ojo pa’ la Ermelinda.

            Se hizo el chancho rengo y después me pidió que le contara de la primera película que llegó a Timboy Gacho.

            —¡Ya le conté!

            —¡Pues recuéntela!

            —Además la vio.

            —Pero sólo de oídas.

            Me hice rogar hasta que cambió la yerba de sus mates aguados. Entonces le dije que nunca olvido aquel veinte de agosto, porque en la mañana me entregaron el chivato que me dejó de herencia mi mama y en la noche fui al cine con el Mudo Peralta.

            Por tercera vez le conté de los changos que se espantaron cuando una tropa de caballos corrió como queriendo salir de la pantalla, de los criollos que vieron la película sin desmontar, de la viejas que se persignaban cada que las bailarinas mostraban sus ancas, del barullo que se armó entre los que apostaron al gallo giro y al gallo colorado, y de la propaganda de Amor Salvaje, donde una tal Sonia se fue sacando sus trapos hasta quedar casi en cueros.

            —¡Era como pa’ amansarla sin ensillao! – dijo.

            —¿No era que usté era ciego?

            —Ya le dije que también se mira de oídas.

            Por culpa de la tal Sonia pequé de pensamiento y manos; pero esas cosas sólo las cuento al Mudo Peralta.

            Cuando el Turco Talero viajó a la capital para cambiar las películas, el padre Féderix alborotó a las beatas para que se prohibiera el cine en Timboy Gacho; pero como era tiempo de elecciones, las autoridades no quisieron quedar mal con Dios ni con el candidato oficial. El pleito fue público y los que apoyábamos al cine ganamos con más de trescientos cuerpos.

            Al día siguiente le pregunté al padre Féderix:

            —Pagrecito, ¿ande se estudia pa’ ser cinero?

            —En el infierno —respondió enojado.

            Parece ser que después de la misa se arrepintió, porque cuando guardé los ornamentos me dijo:

            —No se dice cinero, Igenio, se dice cineasta.

            —Eso sería si el cinero fuera un toro —le retruqué.

            Creo que se dio cuenta que no pudo engañarme y se fue riendo. Pero sé que esa maquina para hacer cine se llama filmadora. Vi uno de esos aparatos cuando Monseñor Mauricio visitó el pueblo, y estoy seguro que salí en la película que hicieron de su viaje por el Chaco, porque me puse a la fila de los que esperaban el turno para besar su anillo.

            —¡Me lo van a gastar! —dijo.

Y el Mudo Peralta, que siempre está metido donde pasan cosas para contarlas, le respondió:

            —Mejor su eminencia, así se compra uno nuevito.

            Desde entonces pienso que si yo fuera cinero haría muchas películas, porque aquí pasan tantas cosas, que es cuestión de apuntarlas con la maquinita esa, y listo.

            Ya estoy practicando con la filmadora que me regaló el Mudo Peralta -la hizo de palo quebracho -pero si tuviera una de verdad, haría cine para reír, cine para llorar y cine para que vean cómo de lindo es mi pago… Le filmaría al Zurdo haciendo llorar a su guitarra, al Chato enlazando ganado arisco, a don Mariano tigreando con sus perros, al Juan Paniagua peleando con los caminos para que el correo llegue puntual y al Aurelio contrapunteando a su propio eco en los cañones.

            ¡Pucha que canta lindo el carajo!

            También haría una película de las correrías del padre Torrejón, el único cura criollo que tuvo la parroquia. Fue cantor, chacotero y aficionado a los caballos de carreras. Le filmaría haciendo flamear su sotana en el carril, contando chistes colorados, puñeteando a los policías abusivos o haciendo bromas a los moribundos para que viajen alegres a la otra vida. Haría unas tomas cuando arremanga su sotana para zapatear chacarera y cuando imita el canto de los búhos, señal para que la Viuda Valeria abra su ventana, porque todos sabemos que le dio consuelo desde que murió su marido y los que piensan como yo, no criticamos sus gateadas.

            En esa película mostraría a las Viejas Viscachas para que se conozca el infierno grande de los pueblos chicos; porque como no encontraron quien se anime a pecar con ellas, hicieron yunta para sembrar chismes.

            Haría otra película con los dueños del cine: Filmaría los caminos que recorren arreando los burros que cargan su negocio y cuando vadean el río de Timboy Gacho, porque es allí donde recuperaran los bríos perdidos en el viaje. Descargan los animales, arman la carpa con el mismo lienzo que utilizarán de telón, se bañan, comen…, y después de la siesta miran el cielo para medir el tiempo. Si es bueno, la Gorda Boletera hurguetea la petaca donde guarda su disfraz de tamborillera y se mete a la carpa para darnos el gusto. Y dije para darnos el gusto, porque ella sabe cómo nos gusta mirar los malabarismos de su sombra mientras se desviste.

            El Mudo Peralta dice que la Gorda Boletera se desnuda por el placer de escuchar los latidos de nuestra imaginación y para retribuir por la propaganda gratuita que haremos en nuestros comentarios. Creo que tiene razón, porque los niños no compran tantos gallitos de melcocha como los viejos.

            Yo digo que lo mejor del cine es cuando la Gorda Boletera se pone su boina con flecos, sus botas rojas, su falda blanca a media rodilla y sus sostenes dorados que combinan tan lindo con su cuero tostado, porque es como ver el ánima de la película que hará algún día, para lucir su gordura.

            También filmaría el momento en que el Turco Talero se pone su frac negro y pide a los mirones que le ayuden a juntar los burros desparramados por el hambre… Después de cargarlos los arrea hasta la orilla del pueblo y allí la Gorda Boletera se pone a la cabeza de la tropa y marcha por las calles redoblando, mientras su hombre anuncia las películas que traen de tiempo en cuando.

            Mostraría a los changos que ríen del paso marcial de la Gorda y de la seriedad del Turco Talero cuando se dirige a los mirones con su cuerno de lata, para decir que la película tal o cual fue premiada por el lado de los Yunaites, que el argumento es copia fiel de la realidad, que llevemos pañuelo porque hay escenas para moquear, o asegura que no se cortará la luz eléctrica porque limpió el carburador del motor y trajo un burro extra cargado con gasolina.

            Y siempre algún chango pregunta:

 «¿Y la entrada es con gancho o sin gancho.»

            Entonces la Gorda explica que habrá gancho después del cuarto día y que podrán ingresar tres niños con una entrada.

            Los changos se las ingenian para conseguir unos pesos. Algunos roban pollos para darlos a cambio del boleto, y si no les resulta la travesura, estarán obligados a trepar el tapial de la alcaldía a riesgo de ser bajados de un garrotazo, especialmente cuando los estreñimientos del Turco Talero lo ponen con cara de mal tiempo.

            También filmaría a la gente que camina cargando sillas y bancos en dirección al cine. En esos desfiles se nota quién es quién: Los ricos caminan por media calle seguidos de las sirvientas que cargan sus poltronas; en cambio los otros, caminan con sus patas.

            Pero sólo el Mudo Peralta comprende mi afición por el cine y me busca para saber de las películas que hace el cinero que vive en mi alma. Yo le cuento y él las muestra.

            Ayer festejamos mis cincuenta y le dije:

            —¡Algún día vendo mi chivato y me voy de cinero!

            —Andate Igenio, andate -me dijo -pero mientras tanto seguí practicando con tu filmadorita de madera.

«El Cinero». Del libro «Memorias de un Postillón». Tres primeros premios.

Algunos cuentos están en antologías de Suecia, Bolivia, Estados Unidos, Chile, Croacia o fueron guionizados.

Biografía

David Acebey nació en 1945, en territorio Ava-guaraní del Chaco boliviano. Fue periodista y catedrático, entre otras cosas fue fotógrafo, artesano del cuero, ayudante de albañil y guionista. Fue también zafrero, carpintero, chofer de taxi y mil oficios, pero siempre un cuentero que se ha mantenido entre las sombras.
Tiene once libros publicados, once  premios en concursos literarios, fotográficos y audiovisuales, y tres libros inéditos, uno de ellos es la continuación de QUEREIMBA, apuntes sobre los ava guarní en Bolivia. Parte de su obra fue traducida a ocho idiomas, forma parte de estudios académicos o se encuentra en antologías…

Actualmente está dedicado a construir bolsos de cuero, para financiar su adicción a la palabra escrita.

Algunos de sus libros son:

  • Aquí también Domitila (Testimonio)
  • Progresos en el toilete (Cuentos)
  • Qureimba (apuntes sobre los Ava Guaraní en Bolivia)
  • Yagua (Relatos, cuentos y mitos de los Ava Guaraní)
  • Memorias de un postillón (Cuentos)
  • Romances de Tobiano y Florlinda

Varios de sus cuentos está incluidos en antologías.

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