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Cuatro poetas extranjeros le cantan a Bolivia

Homero Carvalho Oliva

En el año 2015, después de muchos años de investigación y recopilación, publiqué una antología titulada Bolivia, tu voz habla en el viento. Para titular a esta selección elegí un verso del poeta Raúl Otero Reiche: “Tu voz habla en el viento”, porque creo resume el objetivo de la misma: que las voces de los escritores vayan por la tierra anunciando nuestra patria. Dividí en tres partes la muestra: Poesía, en la que incluyo a poetas extranjeros y bolivianos; Cuento, solamente extranjeros porque son muchos los autores nacionales y las narraciones en las que el país está presente de manera explícita y, por último, Artículos y/o ensayos en la que también incluyo a bolivianos y a extranjeros hablando de Bolivia de una manera especial, diferente de lo cotidiano. 

En ese libro incluí a sesenta autores: cuarenta poetas, cinco cuentistas y quince articulistas y/o ensayistas; del total veinte pertenecen a extranjeros, entre ellos a tres premios Nobel de literatura, a saber: Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda y Mario Vargas Llosa. Creo que, pocas, veces, tantos escritores reconocidos han escrito sobre un país. Algo mágico y maravilloso debe tener el nuestro que ha fascinado y fascina a tanto buen escritor. Leamos, pues, a nuestro país. En esta ocasión que celebramos un aniversario más de nuestra patria, decidí traerles cuatro poemas de cuatro poetas extranjeros hablando de nuestro país: Miguel Ángel Asturias (Guatemala), Rubén Darío (Nicaragua), William Ospina (Colombia) y Manuel Scorza (Perú).

Miguel Ángel Asturias

(Guatemala, 1899-1974)

Meditación frente al lago Titicaca

Aquí viene el presuroso correo de las siembras
a descalzar sus cartas que llegan en zapatos
de sobres de semillas, a la boda del mástil
y el perfil del indígena troquelado en la luna:
por espinas sus dientes y el blanco de sus ojos
abiertos para mirar, para mirar, para mirar a todos
los que lo atan, lo humillan y lo muerden;
por aletas el silbo de sus pulmones, mares de fatiga,
y por su estar siempre salóbrego, en piel de sal,
de sal de él mismo que se sale en la sal de su cansancio,
cuando enjuga el cielo la sombra de la tierra
y a él le muda ese pellejo de hombre trabajado,
por un dulce sentido, fresco baño de serena y madura
manera de alba y fruta.

El que es indio sabe bien lo que esto significa:
es ser de aquí, de donde es América;
la primera cosquilla del llanto y de la brisa,
lo que combate en fauces de la duda,
lo que desemboca desbocándose,
amasado con todo lo que alienta, desalienta y conduce
a la bondad profética del hombre
que al ver, suelta los ojos, al oír suelta el oído
y al sentir se suelta él mismo de sus entrañas mudas
a las suaves y astutas vecindades
del agua recostada en su aliento.

No sé por qué he venido a estudiar el trino,
si aquí se estudia miel, la miel del cielo,
aquí bajan reflejos de los montes
olorosos a yerbas veteranas…
(¡Oh la libre raíz de un pensamiento
de flor en manos del aroma!)
No comprender el duelo en que se vive lo gozado.
Se va quedando el gozo atrás de uno
y el gasto de las uñas que se cortan y cortan
igual que los cabellos, con tijeras.

La vida de la puna en el paisaje
va de viaje conmigo, hoy mismo, hoy mismo,
comunicadlo a mis amigos,
a los espectros de mis estudiantes y mis niños,
a las mujeres de mi carne
y a la humedad del suelo que llevo
en la planta de los pies cicatrizada,
después que me arrancara de mi tierra
al costo de no estar nunca en un sitio,
por el peligro de volverme árbol.
Corro el peligro de volverme árbol y por eso me voy,
mañana mismo, hoy mismo, en este instante
que puede ser fatal para el que vive
con la piel de la hoja siendo humano.

¡Cortad, cortadme las raíces con los filos más hondos,
con las hachas más duras, y cortadme las ramas
con los filos del canto,
para que no se multipliquen mis raíces aquí,
mis raíces de subconsciencia vegetal,
porque mi ser ha sido humus:
tiene la piel quemada de corteza,
la saliva de jugo de fatiga,
las narices de zumo,
el pelo de pelo de nopal,
ya cabellera de cacique,
y todo el engranaje de los dientes
de risa de mazorca conseguida a favor de los tomillos,
la tímida hondonada y la honda de pita pendenciera!

¡Cortadme las raíces, las ramas y la sombra!

(De Mensajes indios)

 Rubén Darío
(Nicaragua, 1867-1916)

A Bolivia

En los días de azul de mi dorada infancia

yo solía pensar en Francia y en Bolivia;
en Francia hallaba néctar que la nostalgia alivia,
y en Bolivia encontraba una arcaica fragancia.

La fragancia sutil que da la copa rancia,
o el alma de la quena que solloza en la tibia,
la suave voz indígena que la fiereza entibia,
o el dios del Manchaipuito, en su sombría estancia.

El tirso griego rige la primitiva danza,
y sobre la sublime pradera de esperanza,
nuestro pegaso joven mordiendo el freno brinca,

y bajo de la tumba del misterioso cielo,
si sol y luna han sido los divos del abuelo,
con sol y luna triunfan los vástagos del Inca.

(De el periódico La Patria, Oruro)

William Ospina

(Colombia, 1954)

Bolivia

Mucho antes que las dulces mujeres sin sonrisa

pasaran con sus faldas de colores y sus mantas espléndidas

y con esos oscuros sombreros diminutos;

mucho antes que los niños miraran desde el polvo,

el mar se abrió y las rocas sepultadas se alzaron,

llanos de sal se hundieron en el cielo,

y roca a roca y pliegue a pliegue y siglo a siglo,

ascendió ardiendo en rezo la piedra torturada

y el cielo del diluvio la llenó como un cántaro.

No fuimos invitados al relámpago.

De ese fragor ninguno fue testigo.

Algo fijó las rocas titánicas, sin árboles,

alguien trazó este llano polvoriento en el cielo

y sobre el yermo, a solas,

dictó esas cumbres blancas, los palacios helados,

cuya forma esta tarde le dio envidia a la luna.

Allá arriba yo vi dioses dormidos,

torsos de piedra, pechos de glaciar, seres pánicos

que besa y gasta el viento,

allá arriba, en el vuelo de la luz, en el grito

del enigma terrestre.

No hay bestias, no hay jardín, no hay amor, no hay pupilas,

sólo hay un duro, frío, vasto, verde silencio

que un terso cauce anula,

y arenales sedientos quebrantan los cañones.

Es domingo, y el agua muestra al Perú a lo lejos,

 el agua nada sabe de estas fronteras mágicas

que inventó nuestro miedo,

y tal vez las dos alas de esa gaviota en lo alto

se apoyan cada una en un país distinto,

y una misma ciudad de piedra y oro miran

las moteadas truchas en el fondo del lago.

El trazo azul horizontal es puro,

aquí la tierra sabe de cansancio y paciencia,

pero también se duerme en su pureza,

trabaja en perfección, reza en zafiro.

Y todos somos niños en las balsas de juncos

desde donde buscamos nuestros nombres perdidos

y el alma que perdimos

y el dios solar que tiembla, como en el cielo diáfano,

en la roja y oscura jaula de nuestros pechos.

Todo es color de tierra en estos montes

menos la franja azul del Titicaca

besado por los paros entre estelas de barcas.

Todo es color de tierra, la hierba y los corderos,

las hondas viejas casas con sus dioses de barro,

los niños silenciosos de corazón de arcilla.

Todo es color de tierra

salvo la copa azul del lago aimara

y esas crestas inmóviles de blancura imposible

que son risas de dioses

donde acaba el esfuerzo y empiezan las estrellas.

Entre diademas blancas, besa el polvo del llano.

Aquí vivió una raza y el amor se hizo sangre

y en un cuenco de siglos todo fue polvo y tinta

para teñir los senos de tibias madres niñas.

El sol borracho y viejo duerme en la tierra seca.

La desdentada luna pasa envuelta en su manta.

Los viejos padres niños nacerán si murieron

y esta rosa de piedra que mis ojos no abarcan

dirá al cielo infinito que fue hermoso esforzarse,

que en la hierba que arrancan los dientes del cordero

tiemblan amores viejos y cristales de sangre.

Mediodía. La frontera con el Perú está cerca.

La trucha abierta es una mariposa.

Ya no está el Inca grande

cuya voz acataban los peñascos,

el que ordenó a los gallos

empujar en la aurora las islas con su canto.

Pero el barquero es nieto del sol, y tiene labios de agua,

y como las montañas tiene dientes perfectos.

Mañana no habrá azul en las pupilas,

mañana miraremos las ciudades fantásticas

que se van descolgando del cielo y cubren vivas

los cañones desiertos,

mañana anudaremos las barriadas geométricas,

el fango ruin escalonado en palacios,

las altas calles turbias que la blancura espía.

Dondequiera que vayas los dioses te vigilan,

asoman dulcemente sus duros rostros blancos,

te siguen basta el vértigo del cañón polvoriento

donde entre puentes y arcos la urbe gira y se esconde

para reaparecer disgregada en la hondura.

No serás la ciudad, pero con sus cornisas

tejerás en tu sueño nuevas zonas de tu alma,

sabrás por qué hay en ti tiempos sedientos

y empedrados caminos hacia amores que ignoras,

sabrás de qué manera el polvo es hielo

y el mar es piedra y la ebria luna es sangre.

Y el país dará forma a tierras íntimas

que debes inventar con el barro de tu alma,

te enseñará el tesoro que se esconde en los bosques,

abrirá minas hondas con cielos en su entraña.

Y hará de tu memoria un abismo que cambia

de sol a sol, de instante a instante,

y ce dará el consuelo feroz de ser quien eres

corno la piedra es piedra, corno la luna es sangre.

(De Poesía, Obra completa)

Manuel Scorza

(Perú, 1928-1983)

Canto a los mineros de Bolivia


Hay que vivir ausente de uno mismo,
hay que envejecer en plena infancia,
hay que llorar de rodillas delante de un cadáver
para comprender qué noche
poblaba el corazón de los mineros.

Yo fui a Bolivia en el otoño del tiempo.
 Pregunté por la Felicidad.
 No respondió nadie.
 Pregunté por la Alegría.
 No respondió nadie.
 Pregunté por el Amor.
Un ave
cayó sobre mi pecho con las alas incendiadas.
 Ardía todo en el silencio.
 En las punas hasta el silencio es de nieve.

 Comprendí que el estaño
 era
 una
 larga
 lágrima
 petrificada
 sobre el rostro espantado de Bolivia.
 ¡Nada valía el hombre!
 ¡A nadie le importaba si bajo su camisa
 existía un cuerpo, un túnel o la muerte!

(De obra poética)

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