Un cuento chejoviano
Rafael Narbona
Dentro de unas horas abandonaré mi casa. No sé si volveré. Mi mente viaja hacia la oscuridad. Tengo la sensación de que me marcho lejos de mí. Es posible que dentro de unos meses ya no sepa quién soy, ni a quién amé, ni qué experiencias marcaron mi vida. He preparado la maleta cuidadosamente. Mis manos ya no son jóvenes, pero aún pueden doblar una camisa o unos pantalones. Me gusta el olor que desprende la ropa limpia. Me transmite sensación de orden, de equilibrio. No soporto la suciedad ni el descuido. Siempre he sido algo presumido. Cuando perdí a mi esposa, pasé unas semanas sin afeitarme ni lavarme, pero esa actitud solo agravó mi malestar. Al recobrar la rutina del aseo, la desesperación se atenuó. Limpiar y ordenar el apartamento me ayudó a superar la tristeza. Desde entonces, he sido muy cuidadoso con mi aspecto personal y con las faenas de la casa. Nunca dejo platos sucios en el fregadero. La ropa siempre está en el armario o en el cesto y no permito que se acumule el polvo. Tal vez soy algo maniático, pero esa forma de actuar me ayuda a soportar la soledad. Es algo extraño –o tal vez pueril-, pero siento que mi relación con el mundo depende del grado de esmero en las tareas domésticas. Pero hace semanas que eso ha cambiado. Mi impotencia ante el desorden es absoluta. No puedo recordar si he abierto un grifo o he cerrado el gas. Creí que sería suficiente ser más cuidadoso, comprobando varias veces cada acto, pero en una ocasión estuve a punto de incendiar la casa. Olvidé un filete sobre la lumbre. Las paredes se pusieron negras y el olor a aceite quemado aún no ha desaparecido del todo. Otra vez dejé abierta la alcachofa de la ducha e inundé el baño. La tarde en que pasé de largo frente a mi portal y necesité ayuda para encontrarlo, decidí ingresar en una residencia de la tercera edad.
Mi pensión no es demasiado generosa, pero el banco pagará lo que falta a cambio de la casa. No la entregaré hasta mi muerte. Al menos eso me consuela. Quizás mi deterioro psíquico no avance muy deprisa. ¿Quién sabe si no podré regresar a mi hogar de vez en cuando y recordar los años que pasé aquí con mi mujer? Me duele marchame, pero no quiero convertirme en uno de esos ancianos que mueren solos, sin que nadie lo advierta hasta que pasan muchas semanas y la policía, avisada por los vecinos, rompe la puerta. Se acerca el fin y cada vez soy más escéptico con la posibilidad de que haya algo más allá de la muerte. No me considero un escéptico. Creo en la amistad, en el amor, en el trabajo, pero he perdido todas esas cosas. La muerte de mi mujer y una jubilación no deseada me lo han arrebatado todo. Echo de menos las clases. Enseñé literatura durante cuarenta años. Siento nostalgia de las aulas, pero me quedan los libros. Al menos hasta ahora. Soportaré la separación de las paredes donde ha transcurrido la mayor parte de mi existencia, pero la perspectiva de alejarme de mi biblioteca me resulta particularmente dolorosa. Considero que un hombre es los libros que ha leído y, en particular, los que han influido en su transición hacia la juventud o la vejez.
No consigo imaginar mi vida sin determinadas obras. Asocio mi infancia a La isla del tesoro, que me enseñó la dificultad para discriminar entre el bien y el mal. Confundo mis recuerdos con los de Jim Hawkins. Long John Silver aparecía en mis sueños con el aspecto de Wallace Berry, ese gigantón con cara de boxeador retirado y algo sonado. Long John Silver me reveló que es posible querer a los malvados. De hecho, el capitán del barco y el doctor, con su honestidad y su virtud, se hacían odiosos, mientras que Silver, con su loro y su pata de palo, resultaba irresistiblemente simpático. No es extraño que Hawkins permitiera su fuga. A nadie le gusta ver a un hombre tan simpático colgando de una soga.
Cuando cumplí diecisiete años, Raskolnikov sustituyó al viejo bucanero. Tras leer Crimen y castigo, decidí que sería escritor. Me quedé en profesor de literatura tras comenzar varias novelas que no logré acabar. Dostoievski me enseñó que el mundo era un territorio inabarcable. Existe el mal, la violencia, el crimen, pero también la redención, la expiación, el perdón. Me sobrecogieron las páginas que narran el asesinato de la usurera. En mis pesadillas, me perseguía el hacha de Raskolnikov. El filo era azul, de hielo y hendía la carne con una facilidad pasmosa. Poco después, descubrí La dama de las camelias, de Alejandro Dumas. La perspectiva de un amor desgraciado, maldito, me seducía enormemente, pero nunca conocí nada parecido. Mi matrimonio ha sido tranquilo, sin sobresaltos. La convivencia con mi mujer puso de manifiesto las virtudes de la rutina. No he sido desafortunado. Tal vez esa es la causa de mi mediocridad como escritor. La felicidad y la literatura no hacen buenas migas.
A los cuarenta años leí por tercera vez El rey Lear. No he tenido hijos y desconozco la ingratitud filial. Tal vez eso limite mi comprensión de la obra de Shakespeare. Me sorprende la inconsistencia de los afectos, la absurda ambición de poder. Nunca he deseado ocupar una posición importante. Me conformé con mi trabajo de profesor en un pequeño instituto. La mezquindad también llegaba hasta allí, pero yo me esforzaba en ignorarla. Apreciaba mucho a los chicos, pero no ignoraba su crueldad, su disposición a ensañarse con los débiles. No hay que tener miedo a ser diferente. Hay que respetar a los que se desvían del camino trazado por la mayoría. Se lo repetí muchas veces a los alumnos. Si recuerdan eso, mi trabajo no habrá sido en vano, pero no puedo evitar cierto escepticismo al pensar en mi capacidad de influir en sus actos.
Nunca he experimentado la crisis existenciales de Camus. Nunca he comprendido el pesimismo de Sartre. Prefiero las fantasías de Oscar Wilde, esos cuentos perfectos habitados por ogros entrañables, fantasmas ociosos y príncipes de corazón de oro. Me fascinó Rimbaud, pero nunca me atrajo la bohemia. No me importa ser un burgués. Adoro el brasero, la siesta y las pantuflas. Opino que la civilización ha alcanzado su cenit al inventar la manta eléctrica, tan compasiva con el cuerpo maltrecho de los ancianos. El surrealismo me divertía, pero me parecía intrascendente, una pirueta del ingenio. Nunca me gustaron las vanguardias. Eso de los movimientos literarios me sonaba a disciplina castrense y nunca he atisbado los monstruos del inconsciente. Edipo nunca apareció en mis sueños.
La muerte de mi esposa me acercó a las páginas finales del Quijote, cuando Cervantes se despide de su personaje. Su emoción se manifiesta en ese redundante e innecesario «se murió» que no puede interpretarse como humor negro, sino como emoción ante la pérdida. Conocía ese sentimiento. Mi mujer me ha acompañado desde la universidad. No concibo la vida sin ella. Su comprensión, su cariño, su paciencia infinita, me ayudaron a olvidar la imperfección del mundo. Cuando le diagnosticaron un cáncer, opuso una sonrisa a la fatalidad y se enfadó conmigo al notar que no podía contener las lágrimas. Durante los meses de enfermedad, me consoló cada vez que me derrumbaba y me hizo prometer que no me dejaría abatir por su ausencia. Antes de morir, me arregló el pelo y el nudo de la corbata. Sus manos estaban muy debilitadas y apenas conseguían sostener el peine o apretar el lazo, pero yo me abstuve de ayudarla. Sabía que era su forma de manifestar su amor y su nostalgia de los hijos que no pudimos engendrar por culpa de una fatalidad biológica. El baile adverso de los genes nos abocó a pasar por el mundo sin dejar un rastro que menoscabara la ignominia de la muerte.
El taxista que me llevará a la residencia me recoge a las ocho, pero estoy despierto desde las cinco. Me he sentado en el salón, contemplando los libros que no podrán acompañarme. Parecen seres vivos, pero están dormidos, aguardando la mano que los despierte. No soportaré regresar a menudo, enfrentarme con la evidencia de que mi tiempo se ha acabado y que nada podrá devolverme lo vivido. Solo me queda recordar y ni siquiera eso se mantendrá mucho tiempo, pues cada vez me cuesta más encontrar las palabras, completar las frases. A veces, ni siquiera recuerdo las capitales de Europa ni el nombre de los políticos. Mi mente se desmorona, pero –a mi pesar- aún conservo la lucidez necesaria para advertirlo. La conciencia solo añade un sufrimiento innecesario. Me hubiera gustado fumar un cigarrillo o beber algo de coñac. Cualquiera de esos gestos que se asocian a las despedidas, pero no fumo ni bebo alcohol. El silencio pesa cada vez más. Es como si me encontrase en el fondo del mar, en una de esas fosas abisales a las que no llega la luz.
Ha sonado el timbre y me he levantado a abrir la puerta. Un muchacho joven se ha presentado, estrechándome la mano. Su presencia me ha animado un poco. Es un chico de unos veinte años, con el pelo negro y una mirada afectuosa. Me gusta pensar que otros continuarán en ese mundo que se extingue para mí. He sonreído al observar la facilidad con que maneja las maletas que tanto me ha costado acarrear. Antes de abandonar la casa, he mirado por última vez la estantería. De repente, he decidido que no volveré. Sería como visitar una tumba vacía, una pirámide saqueada por los astutos ladrones del desierto, capaces de burlar cualquier trampa o laberinto. Mi mente claudicará muy pronto. Dentro de un tiempo no podré leer ni revivir mis recuerdos. Mi cerebro será como el pasillo de un edificio deshabitado, uno de esos pasadizos sucios y polvorientos que ya no llevan a ninguna parte. Eso sí, las fotos de mi esposa estarán a mi lado hasta el final, hasta que pierda la capacidad de reconocer a la mujer que ha compartido su vida conmigo.
Solo me llevo un libro: La isla del tesoro. Tengo la impresión de que mi existencia finaliza igual que comenzó, a semejanza de muchas películas cuyo argumento solo es un largo bucle. Hasta que mi lucidez se eclipse definitivamente, Long John Silver poblará mis sueños y creeré que surco el mar, mientras el viento sacude las velas y los marineros trepan hacia el mástil. Una incomprensible felicidad me ha ayudado a cerrar la puerta sin mirar hacia atrás.