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Cuando el Estado regala lo que no hace falta

Hace unos días, recibí una llamada de Grace Flower Alcázar y me dijo algo que me quedó dando vueltas en la cabeza: “A los pueblos indígenas no les falta caridad, les falta respeto”. La conversación comenzó como una charla casual y terminó como una disección profunda de lo que está mal —muy mal— con la forma en que se piensa, se diseña y se ejecutan los proyectos para los pueblos indígenas en Bolivia. Grace es de San Buenaventura, conoce de cerca el tejido social, cultural y económico de los Tacana, y sus palabras no venían desde el reclamo amargo, sino desde la experiencia viva.

Y es que basta mirar lo que pasa —o no pasa— en las comunidades indígenas de tierras bajas para entender que algo anda mal. El asistencialismo sin dirección, ese hábito de regalar cosas que nadie pidió, se ha convertido en una práctica institucionalizada por parte del Estado, las ONGs y algunos organismos internacionales. Es más fácil regalar un par de herramientas que sentarse a escuchar. Más fácil repartir plantines que entender los cimientos culturales. Más sencillo imponer un cronograma de ejecución que construir una propuesta en diálogo con las comunidades.

Desde que se promulgó la Constitución Política del Estado Plurinacional en 2009, Bolivia reconoció, al menos en el papel, la existencia y los derechos de los pueblos indígenas originarios campesinos. La educación intracultural, la salud intercultural, la autodeterminación, el acceso a recursos y la participación plena en la toma de decisiones están garantizados en normas como la Ley de Educación Avelino Siñani – Elizardo Pérez, la Ley Marco de Autonomías y la Ley del Régimen Electoral. Sin embargo, en la práctica, lo que abunda son discursos sin traducción presupuestaria ni política.

Un ejemplo claro es el tratamiento que reciben los Tacana. Su organización matriz, el Consejo Indígena del Pueblo Tacana (CIPTA), lleva años defendiendo sus derechos territoriales y culturales frente a megaproyectos, intereses extractivos, y, más recientemente, frente a la indiferencia institucional. Se han elaborado “planes de vida” de manera participativa, identificando con claridad las prioridades: salud, educación bilingüe, caminos, acceso al agua potable y oportunidades productivas con respeto a su identidad. Pero esos planes, en la mayoría de los casos, terminan archivados como parte de la anécdota del proceso.

Mientras tanto, el dinero que llega desde programas nacionales o fondos internacionales se esfuma entre burocracias, consultorías, talleres de dos días y viajes de funcionarios. La comunidad recibe, cuando mucho, un reporte, una capacitación sin seguimiento o una infraestructura que no responde a la realidad. Muchas veces, lo que se construye queda abandonado porque nadie preguntó antes si hacía falta.

El problema de fondo no es la falta de recursos, sino la falta de enfoque. Se sigue viendo a los pueblos indígenas como sujetos pasivos, como beneficiarios de la compasión estatal o internacional. Y no como actores activos del desarrollo. Se olvida que tienen saberes propios, sistemas de salud tradicionales, mecanismos de gobernanza interna y formas de organización territorial que podrían —si se los respetara— enriquecer las políticas públicas.

Otro tema que duele es la situación de las autonomías indígenas. La Constitución reconoció la posibilidad de constituir gobiernos autónomos indígenas originarios campesinos (AIOC), una figura vanguardista en la región. Sin embargo, no hay una que haya logrado consolidarse plenamente. ¿Por qué? Porque el Estado no ha entregado las condiciones reales: ni presupuesto, ni asistencia técnica, ni voluntad política. Así, la autonomía se convierte en un derecho frustrado, una promesa que no se cumple.

En el ámbito de la salud, hay intentos aislados de aplicar la interculturalidad, como los que se registran en el trópico cochabambino con apoyo de OPS y el Ministerio de Salud. Allí se han desarrollado propuestas donde médicos tradicionales y profesionales se complementan. Pero esos esfuerzos no se replican en la Amazonía, donde las postas están vacías, no hay personal capacitado en la lengua o cultura del lugar, y las enfermedades se agravan por la lejanía y el olvido.

La educación tampoco escapa a esta lógica del abandono. La ley establece la educación plurilingüe y comunitaria, pero no hay materiales adecuados, los maestros no siempre hablan la lengua del territorio, y lo que se enseña en el aula muchas veces contradice lo que los niños viven en casa. El resultado es una desconexión profunda que contribuye al abandono escolar y a la pérdida de identidad.

No es casual que en muchos proyectos educativos, sanitarios o productivos que llegan a las comunidades indígenas, el diseño se hace desde la ciudad. Sin consultar. Sin respetar. Sin preguntar. Y cuando las cosas no funcionan, la culpa es de la comunidad por “no saber aprovechar”. Pero ¿quién diseñó el proyecto? ¿Quién evaluó la pertinencia cultural y territorial? ¿Quién se hizo cargo de entender la realidad?

En el caso de los Tacana, el impacto del cambio climático, los incendios forestales, la presión de los agronegocios, y la expansión de megaproyectos energéticos y viales, son amenazas constantes. Y, sin embargo, siguen siendo tratados como “destinatarios de ayuda” y no como custodios de territorios estratégicos para la biodiversidad, el equilibrio climático y el futuro del país.

Hablar de inclusión no puede seguir siendo sinónimo de “entregar cosas”. Hablar de desarrollo no puede seguir siendo una excusa para imponer modelos. Se necesita una transformación real del enfoque: invertir en procesos, no en resultados rápidos; acompañar desde el respeto, no desde la tutela; construir desde abajo, no desde el escritorio.

El gran error de las políticas públicas hacia los pueblos indígenas es haber olvidado que no se trata de incluirlos en un sistema que no les pertenece, sino de construir uno nuevo con ellos. De igual a igual. Con voz, con voto, con recursos. Y con confianza.

Lo más preocupante es que, en plena coyuntura electoral, cuando los discursos se multiplican y los candidatos se disputan cada micrófono y cada voto, no se ha escuchado ni una sola propuesta seria y concreta dirigida al desarrollo pleno, sostenible y sustentable de los pueblos indígenas. Ni una palabra sobre autonomía real, sobre salud intercultural efectiva, sobre educación digna en lengua propia, sobre derechos territoriales o sobre economía comunitaria. El silencio en este tema es tan escandaloso como el bullicio con que prometen otras cosas.

Grace tenía razón cuando dijo que lo que falta no es caridad, sino respeto. Porque cuando se respeta, se escucha. Y cuando se escucha, se transforma. De nada sirve seguir llenando planillas de ejecución presupuestaria si lo que falta es sentido.

Hoy, después de esa conversación, pienso que la mejor política pública para los pueblos indígenas es aquella que se diseña en sus propios idiomas, con sus propias manos y en sus propios tiempos. Todo lo demás es ruido. O peor aún: una forma maquillada de discriminación.

Quizás haya que volver a sentarnos, como con Grace, en una banca de madera, con una taza caliente entre las manos, a escuchar lo que la selva, el río y la gente tienen que decir. Tal vez desde ahí podamos construir algo distinto. Algo mejor.

Mientras tanto, Grace no se detiene. Actualmente, está trabajando junto a un grupo de mujeres tacana en la formulación de un proyecto turístico comunitario que les permita generar ingresos, fortalecer su cultura y proteger su territorio. Lo hacen con lo que tienen: conocimiento de la selva, saberes ancestrales, voluntad de salir adelante. Buscan apoyo, pero no para que les regalen algo, sino para construir algo suyo. Con identidad, con dignidad y con sentido.

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