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Cronología

Andrés Canedo / Bolivia.

Cuando era niño, un día le pregunté a mi madre, quién era el autor de esos versos que me recitaba: “Cuentan de un sabio que un día, tan pobre y mísero estaba, que sólo se sustentaba de unas hierbas que cogía”. “Son de un español, que vivió hace mucho tiempo y que se llamaba Pedro Calderón de la Barca”, me respondió. Entonces yo volví a preguntarle: “¿Y cómo los aprendiste?”. “Me los enseñaron en la escuela, en Riberalta, en el Beni, Bolivia, claro. Pero no te olvides que yo sólo hice la escuela primaria, primero porque sólo había eso; un poco más tarde, cuando ya hubo secundaria, yo ya tenía catorce años y me casé con tu padre, que era un guapo subteniente de veintiún años”. “Sí, eso lo sé, pero ¿tú no te sabes cómo sigue ese “verso”? (En ese tiempo yo no sabía la diferencia entre verso y poema. Quizá mamá, tampoco lo sabía). “Sé un poquito más, ¿quieres que te lo diga?”. Yo moví la cabeza indicando que sí. “¿Habrá otro, entre sí decía, más pobre y triste que yo?; y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó”. “Es terrible, el mundo era un mal mundo” contesté. Y agregué enseguida, “La escuela de hoy es una porquería, no enseñan esas cosas”. Ella me replicó: “Pero, la vida es hermosa”.

A mí me fascinaban los versos de Calderón, me parecían la descripción de una tierra apocalíptica. Claro, después conocería el mundo y aquella mi impresión, no mejoraría mucho. La diferencia consistiría en que no era el orbe, el planeta, el que era malo, sino que lo era una buena y poderosa parte de los humanos que lo habitaban. Además, yo amaba y admiraba intensamente a mi madre. Era una mujer muy bella y de una inteligencia asombrosa, siempre lista para brindarme consuelo, un consejo atinado, para entregarme amor. Admiraba su disposición de guerrera al enfrentar esas selvas alucinantes, esos ríos y cascadas, en los viajes con mi padre. Vivió cosas muy duras, como por ejemplo, la desaparición durante algunos años de mi hermano mayor; su presunto cáncer cuando yo estaba en primer o segundo año de la facultad de medicina; el catastrófico matrimonio de mi hermana; la muerte de mi hermano; luego, la muerte de mi esposa que me sumió en la noche de los tiempos, y aunque ya no podía brindarme consuelo, me acompañaba, silenciosa, en el dolor. Papá, claro, siempre estaba a su lado, protegiéndola, hasta donde eso es posible, en nuestra simple condición de humanos. Él era como la brisa, enamorado del aroma de la flor del campo. Muchos años después, mamá, un día se fracturó el fémur. Contra su empeñosa oposición, le hicieron cirugía con éxito, pero ella, a partir de allí, se fue apagando hasta el día en que se fue.

La gente y las cosas que amamos, se nos van. Eso todos lo sabemos. Otros nos vamos quedando, como permanecen los días y las noches, como perduran las penas, eso, talvez porque todavía nos quedan cosas por hacer y para que aprendamos el dolor de las pérdidas. Pero, es cierto, el tiempo es inexorable y ya llegará nuestra hora de partir. Entretanto, de vez en cuando, procuramos los recuerdos luminosos, esos reverberos que alumbran el paisaje que recorremos, añoranzas como la de mi madre, que hoy vino a acompañarme traída por unos versos de Calderón, que fueron parte importante de mi infancia, cuando yo, niño, empezaba a elaborar el edificio de mi vida, ese, que como un Sísifo sin importancia, irrelevante, y sin llegar a ser dueño de mi destino, continúo construyendo.

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