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Crónica desde la patria de un niño hasta la infancia de un hombre

Un mundo se estaba por morir, mientras otro no estaba preparado para incursionar. Fue demasiado violento el cambio. En este instante creo que se resuma el dilema de nuestra generación. En reconocer que fue un instante y en qué cosa cambió. Tanta narrativa nos acompañó, a pesar de las pocas lecturas que compartimos, la memoria oral fue entonces fundamental. Un ser retorna siempre a esta su patria, a la infancia que el poeta y la poesía y las pequeñas grandes cosas nos conducen.

El mundo estaba cambiando y los padres no podían entender a los hijos. Edipo ya no era lo de antes de la Guerra Mundial, Yocasta vio nuevos horizontes, todos tenían un nuevo comportamiento, Layo no era el rey y solo Tiresias cumplía su oficio, mientras la Esfinge seguía cuidando al Mito. Seguimos unas vidas sin oráculos, pero con las tragedias adentro.

A veces reconocemos el verdadero trabajo del amor, sabe a pan, a miel, perfuma a aire matutina, tiene la consistencia emotiva de la nieve cuando logra pegarse al suelo. Tenemos adentro a nuestros ojos nuestras películas, un imaginario hecho de imágenes que no borraremos, se apegaron por vivencias muy cercanas, por fantasías muy sinceras, por el miedo y los recuerdos que trajeron. Algo que penetró el tiempo cuando aún no era tiempo. Recordamos la tabaquería donde siempre había mucha gente, el peluquero de los últimos días de Fernando Pessoa; siempre mucha gente y siempre muchos recuerdos. Dos dedos que andan perdiéndose y reencontrándose en las palabras.

En aquellos años lo que me asombraba eras las enciclopedias ilustradas, las imágenes que dejaban desfilar las hojas patinadas y las nociones que en ellas nos habrían conducido a una nueva “sensibilidad”, entre comillas porque de sensible el futuro tuvo muy poco. Polvo que se habría acumulado en los muebles, aproximaciones a una nueva condición, incipiente, vaga, siempre imperfecta y simple. ¿Julio Verne o la Via Paal? En su lugar hubo generaciones que iniciaron a tomar muchos cafés y a fumar muchos cigarrillos. Esencias que fueron transformando el ritmo y el estado de ánimo de la humanidad. Voces que escuchábamos salir de las radios, de las televisiones, cuando mi padre cantaba las canciones de Claudio Villa y Gigliola Cinquetti.

Si fuéramos a buscar nuestras genealogías, Bagatin lo encontraré en un diccionario del dialecto veneciano de Giuseppe Boerio, y el otro apellido, Cester, en Inglaterra o en la Hungría imperial, tal vez solamente como un oficio en el mismo lugar.

¿Un exilio? Salir de un pueblo a los diecisiete años. ¿De dónde me he ido yo? Uno se va y algunas veces retorna, uno se va y nunca retorna. El retorno es el vicio de la añoranza, es el destino de Ulises. Es el narrar de un sentimiento que lo sufren solamente quienes se quedan. Y el recordar a Steinbeck es un consuelo para mí; son las lágrimas que salen de los libros de aquella generación: Erskine Caldwell que busca más allá del miedo que paraliza, el retorno de Lov y de Jeeter, el Richard de aquel sur. La memoria es ambigua y solo a los dioses está permitido el olvido.

En este momento hay la necesidad de la pausa de las palabras, de las palabras escritas y de la voz. No pido el silencio del vientre materno o de la muerte, solo el instante que el tiempo nunca se ha robado, donde se encuentren el lenguaje, el sexo y la muerte y se hablen como si fuera la última noche del mundo.

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