Oliver Cromwell no fue un filósofo, pero llegó a ser Lord Protector de Inglaterra, sufriendo antes por los escrúpulos de matar a un rey. Gajes del oficio, dirían hoy esos políticos con callo de ángel caído.
Pero traer a colación a Oliver no tiene como fin aterrar (o enfervorizar) a nadie con profecías cromwellianas para el país (aunque después de husmear el pasado, es difícil no imaginar el futuro. La imaginación es pues “la loca de la casa”, como decía Santa Teresa de Jesús). Cromwell no viene a cuento por un vaticinio, sino por un libro que leo estos días y porque, aunque sin formación humanista, Cromwell destilaba erudición bíblica. Él la usaba como formato para juzgar sus acciones o medir si la Providencia iba a su favor, dependiendo de las batallas que ganara.
Por culpa de Cromwell, entonces, recalé de nuevo en las profundas causas por las cuales la mayoría, tampoco poblada de filósofos, sucumbió a la idolatría de Evo, con minoritarias disidencias. Entre ellas, las de los que cargamos un gris escepticismo o las de otros que adujeron peores o mejores razones contra Evo.
La matriz bíblica le servía a Cromwell para evaluar la guerra civil o rechazar la corona británica. En Bolivia, a su vez, la memoria religiosa fue crucial en el auge de Evo, pues hasta los ateos han sido criados entre fibras de corte cristiano, aunque no lo sepan.
Esa sensibilidad informa una visión de las relaciones humanas, aunque su origen no sea ya evidente para muchos. En la debilidad contemporánea por minorías u oprimidos se oye aún el eco de franciscanos con radicales anhelos de simplicidad, pobreza o caridad. Es central el influjo de la creencia, a estas alturas cultural, de que Dios no está en el trono, sino en el pesebre.
De ahí que Evo, líder de cuna humilde, fue una quimera de redención ante tanta injusticia. Para los pobres, de realizarse a través suyo; para los no tan pobres, mitigando sus males de conciencia al módico precio de un voto o una polera del Che. Esa sintonía emotiva sirvió hasta para reclutar agnósticos.
Con el indigenismo del MAS, la narrativa bíblica quedó redonda. Un pueblo abusado, el judío, se libera con un redentor que incluso llega a ser clase dirigente egipcia, pero que ofrece justicia a su gente. Cambie usted detalles y escenas; la impresión afectiva es análoga.
De vuelta al relato evangélico, Jesús fue condenado por una autoridad imperial. Milenios después pudo leerse en ese molde la DEA en el Chapare o la evocación de la muerte de Katari. En clave sentimental de clase, nacional, étnica y bíblica, Evo fue el reprís de una película con una banda sonora reconocida.
Además, estuvo el débil que derrota a los poderosos. David y Goliat sintetizan el tópico boliviano de la víctima que remonta, vence y reina. Con trompetas que hacen caer las murallas de Jericó, nada es imposible para quien dice actuar por los justos. Encima, Evo acusó al capitalismo, como un Moisés iracundo por el becerro de oro o un sencillo Gedeón, presto a destruir el altar de Baal.
Esa tentación redentora tocó muchos corazones. Pero quien la tuvo clara fue el anterior general de los jesuitas, Adolfo Nicolás S.J., experto en esas trampas concienciales, quizá por algunos de sus hermanos, inermes ante esa clase de compasión que nubla la verdad. Nicolás escribía que una tentación fácil es la identificación con quienes han sufrido injusticias, pero pueden llegar a “reclamar un estado de ‘víctima’ eterna” para imperar. Y como hay religiosos con una vocación pronunciada, caen en “esa distracción”.
Si a los religiosos les pasa, en el mundo secular esa emoción es menos detectable, agravando así la dificultad de lidiar con las “ambigüedades y las áreas grises de la realidad”. Un montón cedieron por eso al corazón, “ciegos a los matices, las ambigüedades e incluso a las contradicciones de una cosmovisión ‘en blanco y negro’ ”.
Y aquí estamos, no en la Ciudad de Dios, sino en una realidad más bien prosaica. Y no sé si me da para terminar la columna con Cromwell porque no faltaría el lector que viera en ello un mal augurio.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado