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Como un rey que pisara un mosaico

Guillermo Carnero

Nuevo en la ciudad nueva
Juan Antonio González Iglesias
Madrid, Visor, 2024
56 págs.

Baltasar Gracián dejó escrito en el Oráculo manual que los hartazgos de felicidad son mortales, y Manuel Machado, que ser feliz y artista no lo permite Dios. A pesar de la autoridad de tan ilustres precedentes, Juan Antonio González Iglesias lleva tres decenios y una decena de libros de poemas proclamando lo contrario, con tal poder de persuasión, tan cordial talante y tan plácida, escueta y brillante palabra que nos convence en cada nueva entrega; lo logra gracias a una envidiable visión del mundo que consta de dos ingredientes cuya formulación y fusión tienen en él a un consumado maestro.

El primero de esos ingredientes es el optimismo o el hedonismo, que lo lleva a aceptar plenamente la realidad y el lugar del hombre en ella, y a destacar lo que tiene de positivo: vitalidad, disfrute, integración en la naturaleza. Al contemplar, en «Maiolicato», la panoplia, entre flores, de naranjas y uvas representadas en una galería de murales de azulejos ―que podrían ser portugueses pero son napolitanos―, evoca la pincelada gozosa de la mano que los trazó reconciliada con el mundo (el campo o el mercado callejero) en el que brillaron como frutas bellas antes de ser materia de las bellas artes. En el crepúsculo del claustro engalanado por la cerámica, unas naranjas pintadas y vidriadas remiten a las que aparecen envueltas en papel de seda y selladas una a una, en un cajón de fruta. El mensaje de serenidad y hondura que dispensan la fruta real y la pintada, ambas en su punto de madurez y perfección, podría ser la quintaesencia del discurso de Nuevo en la ciudad nueva.

Entre la inmediatez del presente y la pervivencia de una cultura milenaria estamos en Nápoles, como habrá advertido el lector ante el trasparente juego de palabras que da título a este libro. Su clave es el éxtasis ante el paisaje mediterráneo: los trigales, los olivos, la atmósfera azul, el diseño sobrio de los templos dóricos de Páestum, que sintonizan con el arquitecto Eupalinos de Paul Valéry, paseante por estas páginas. Tras los templos de Páestum está la dualidad, falaz como no sea a efectos de análisis del espíritu de la clasicidad, entre lo apolíneo y lo dionisíaco, las dos caras de una misma visión del mundo que Juan Antonio asume conciliadas, como los antiguos griegos.

El segundo ingrediente del pensamiento de González Iglesias y de la trama de este libro es la comunión con las artes y la cultura clásica, con la percepción de la singularidad partenopea en la tradición literaria, vía en la que aparecen Cervantes, Garcilaso, Quevedo, Virgilio y Alfonso el Magnánimo, cuya entrada triunfal como la de un emperador romano ennoblece el dintel del Castel Nuovo. Y Francisco de Aldana, a quien reconforta ver recordado para desagravio del desdeñado y desdeñoso Luis Cernuda (como lo llamó Pablo García Baena), que en «A sus paisanos» suponía que sería, como Aldana, abandonado por el cainismo en el olvido.

Lo singular e inconfundible de González Iglesias es la asunción de la tradición clásica y de los ideales físicos y morales de griegos y romanos, no como un paraíso irrecuperable objeto de nostalgia y lamentación sino presente y accesible hoy, incluso entre quienes lo ignoran aun cuando lo encarnan. Los atletas ―o los jóvenes sin más― del presente son para Juan Antonio los mismos, resucitados y perpetuos, que representa el friso del Partenón. En este sentido es una obra maestra el poema dedicado al «Toro Farnesio» del Museo Arqueológico de Nápoles, en el que la mirada del poeta equipara las formas, las actitudes y los gestos de los hijos de Antíope y los de un joven y bello visitante, imaginando que el mármol cobra vida al tiempo que la carne se apropia instintivamente de los rasgos de ambas esculturas, su perfección y su volumen. «Igual vegetación que la que hallaron / los griegos al llegar», exclama uno de los poemas ante la naturaleza que tiene ante sí. «Lo nuevo, si de verdad quiere serlo, debe nutrirse de esas raíces tan profundas», leemos en el prólogo. Así pide ser leído «Nadador en Páestum», poema en que finaliza el libro,

Pero no todo es esplendor y clasicidad en Nápoles, no brilla en toda la ciudad el espíritu de Luigi Vanvitelli, el creador de Caserta, aunque en ello no haya querido detenerse este libro. A pesar de todo, «Condominio napolitano» recuerda tantos y tantos palacios ―como ocurre en Palermo― degradados en su arquitectura remodelada una y otra vez hasta acabar en mugrientas casas de vecindad, como en la gran calle que los napolitanos se han divertido a lo largo del tiempo en llamar tan pronto Via Toledo como Via Roma, lo cual nos lleva, por carambola, a las espléndidas muestras que la arquitectura del fascismo dejó en Nápoles.

A propósito no de la degradación de los palacios sino de la de los espíritus y los gobiernos de hoy, Juan Antonio habla de «época oscura», en «Anábasis». No es asunto suyo entrar en su consideración, nos dice. Introducirían un toque de aspereza en su acorde de felicidad. Pero ¿no ha habido otras épocas tan oscuras, o más, que la nuestra, en las que encontrar semejanza y esperanza? ¿No lo fue acaso la del agónico cambio de ciclo histórico cuya mejor imagen da alguien tan querido por Juan Antonio como San Agustín? La época de Aecio, Estilicón, Gala Placidia, Alarico, Ataúlfo, Atila. La época cuya estremecedora degradación en Roma y Atenas nos reveló magistralmente Ferdinand Gregorovius. La época criminal de Teodosio I y la destrucción del Serapeo de Alejandría, de las delirantes disputas teológicas de los primeros siglos del cristianismo, convertido ya en una burocracia teocrática y fundamentalista.

Frente a la gran cuestión a que conduce la reflexión sobre la cultura clásica que permea las páginas de este libro, leemos en «Maiolicato» que somos una «breve eternidad», y en «Domingo» hallamos proclamada «la inmortalidad del alma y de los cuerpos». Entre el oxímoron, la quimera consolatoria y el uso de un término de referente dudoso como «alma», estamos ante una voluntaria y parcial exaltación de la ladera positiva de la condición humana. Pero no sólo eso, pues «Pascua en Cumas» (lugar donde se localizaba una de las entradas al Averno) nos lleva a la frontera de lo mistérico, de los ritos iniciáticos de Eleusis, Mitra o Isis, territorios todos de la búsqueda de la inmortalidad y de la configuración del alma personal. En todo caso, pensará Juan Antonio, el relámpago platónico procedente del Simposio que cita en página 15 (el que revela «una belleza maravillosa») es preferible al destino que Chateaubriand asignaba a los ateos en sus Memorias de ultratumba: vislumbrar la muerte como un abismo entrevisto a la luz de un relámpago.

Guillermo Carnero es uno de los Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet. Ha recibido los Premios Nacionales de la Crítica y de Literatura, el Internacional de Poesía Loewe y el Fastenrath de la Real Academia Española.

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