Hay quien la ha calificado de “decadente”, porque en un país “indio”, mantendría para sí, el racismo colonial contra el cual se han levantado las masas jaleando a Evo Morales. Éste ha dicho, sin quitarle el adjetivo, que debe ser incorporada con sus sueños y anhelos a la agenda patriótica 20/25. Los pocos que en Bolivia se reivindican como “clase media” aseguran ser la única que paga impuestos y no hace huelgas. Los médicos, que sienten pertenecer a ella, lograron abrogar el Código Penal y propinarle su tercera derrota histórica al gobierno del MAS tras el efímero paso hacia atrás en el caso del TIPNIS y la anulación del gasolinazo.
El hecho es que la llamada clase media es hoy quien podría dirimir las próximas elecciones presidenciales. Solo por ese mérito, desgranemos acá un par de palabras sobre ella.
En Bolivia, la clase media suele servir a causas ajenas. Es su forma particular, como toda minoría, de servirse a sí misma. Pese a su reducida presencia social, ha sido mayoría constante en los gabinetes del llamado “gobierno de los movimientos sociales”, aunque jamás haya dicho su palabra como clase. Desconfiada de las élites a las que suele tildar de oligárquicas por su escaso patriotismo, también es suspicaz frente a la plebe, de la que no tolera su conducta impulsiva y tumultuosa. La clase media es la franja fronteriza de esos dos universos polarizados. Pero, astuta como es, sabe que a ella le está reservado el papel de mediadora. Cuando las muchedumbres de desposeídos abarrotan las plazas, se coloca en el palco y lanza afilados discursos contra la “burguesía insensible”. Pero cuando las masas declinan su murmullo y las élites empresariales exhiben su racionalidad implacable, se agazapa en las asesorías para dibujar soluciones técnicas. Cuando se afilia al carro de los poderosos, les recuerda que afuera hay gente que padece miserias, y cuando se subordina a los marginados, no deja de inculcarles juicio y moderación.
Carece de una gran chequera, pero tampoco se desvela pensando en la sobrevivencia. Como no sabe hacer dinero del dinero y tampoco raspa la olla, se ha especializado en pensar. Sus refugios son el aula universitaria, el seminario académico y la charla de café, pero su norte predilecto es el Estado. La clase media es clase estatal por excelencia y no es para menos. Como le fascina el papel de árbitro, sabe que ese rol empalma de mil maravillas con el escritorio público. El meollo de su conducta anida ahí, al saberse minoritaria aspira a ser el fiel de la balanza. Su estrategia consiste en negarse como entidad autónoma, para afirmarse luego en el liderazgo de los protagonistas decisivos del laberinto social. Todo esto, a nombre del proletariado, de la patria o de la estabilidad, pero nunca con pancarta propia.
Y entonces cuando sus defendidos descansan o trabajan, la clase media se dedica a perfeccionar las maneras de cabalgar sobre todas las olas. Su apuesta futura se aferra a la idea de crecer en número y llegar a ser, al fin, como en Europa o Estados Unidos, la gran mayoría. En ese momento dejará de sentir que cuando habla en defensa propia, la invade el cosquilleo de la marginalidad. En esos días tampoco se plegará a la idea de Marx, un barbado genio de clase media, quien le auguraba a la pequeña burguesía un agónico naufragio en el borrascoso mar de la lucha de clases. Vistas así las cosas, parece que de “decadente”, la clase media no tuvo ni tiene nada.