De: Rodrigo Villegas Rodríguez / Inmediaciones
*El pasado 20 de octubre – el sábado – se conmemoraban 470 años de la fundación de esta ciudad que habitamos: La Paz.
Aprovecho la ocasión para publicar este extracto de sensaciones de lo que deja este enorme y complejo territorio en el que construimos nuestras vidas. El texto, en una edición recortada, fue publicado hace unos meses en un medio impreso. Aquella vez fue en Julio, el mes paceño. Por cuestiones de espacio apenas ingresaron unos párrafos del texto original que había preparado en base a las entrevistas que realicé a varios escritores que colaboraron para la realización de este trabajo.
Aquí les dejo el texto. Un juego: recrear La Paz. Resguardarla en palabras.
Narrar La Paz. Definirla. Hacer de ella un concepto. Abarcar los tumultos y los recovecos, las alegrías y las miserias, a los héroes y a los villanos que se confunden entre sí, a todo ello que hace a este espacio de territorio boliviano y mundial una Ciudad Maravillosa – entiéndase a maravillosa no necesariamente como “virtuosa”, sino bella en sus dos, tres, cuatro caras – en unas cuantas palabras sería una labor muy complicada de llevar a cabo. Quizá a esta ciudad la puedan definir los que nacieron en ella, los que la disfrutan y sufren a diario, o, lo contrario, los que la ven desde una distancia, desde la mirada del extranjero, del visitante; o desde el paceño que abandonó la urbe y visita o no este espacio cercado de montañas y regido por el Choqueyapu, el río que vigila, debajo de la tierra, los pasos de sus habitantes.
Todas las respuestas son posibles. Las dispares sensaciones que deja La Paz quedan marcadas en la piel del que habita –toda una vida, un año, un mes, un día– esta ciudad. Cada detalle que se construye o es reconocido hace de sí mismo una catedral en el imaginario del visitante o del nativo. Enjaularla en palabras parece ser una labor inútil. O, si lo vemos desde otro lado, un trabajo extraordinario.
Por eso recurrimos a los artistas. Ellos, en su sensibilidad elaborada a base de oficio, de acompañar la noche paceña con sus letras, ritmos, cámaras y pinceles, encuentran ese destello que los lleva a narrar a La Paz, a acercarla a los pobladores a esos espacios por donde pasan todos los días, en los que despiertan y a donde se dirigen apresurados, y les cuentan acerca de las estrellas, las avenidas, plazas y ventanas desde las cuales no se han visto.
O quizá simplemente les cuentan lo que ya han sentido en alguna determinada instancia de reconocimiento de las esquinas de esta ciudad pero no supieron concebir, hilar, hacer de ellas un mapa en palabras.
He ahí la necesidad del hechizo de las creaciones de estos personajes.
La Paz, la Mítica
Una de las obras más emblemáticas de esta urbe es Imágenes Paceñas del poeta y narrador paceño Jaime Saenz, el más conocido y representativo de La Paz. En la introducción del libro – repleto de postales de calles de La Paz y de sus habitantes – Saenz relata a esta ciudad así:
“Presidida por el Illimani, por el Mururata y el Huayna-Potosí, que se cuentan entre los mayores colosos del Ande, con una geografía como probablemente no la hay igual o parecida, y con un aura de leyenda y de misterio, alzándose a una altura de 3600 metros sobre el nivel del mar, con una población integrada en su gran mayoría por aymaras y descendientes de aymaras, La Paz asume un carácter altamente diferenciado. (…) Nadie puede negar que La Paz es una ciudad andina; y como tal subsistirá. Así nos lo asegura el espíritu rector que habita la montaña. Esta ciudad no se verá desvirtuada; no dejará de ser lo que es. No morirá. Cosa tal no ocurrirá, sino con la desaparición del último paceño sobre la tierra.”
Cada artista encuentra los bordes de La Paz y los arma a su manera, interpreta las sensaciones quedadas y las plasma al papel, al lienzo o en el rollo fotográfico.
La poetisa paceña Yolanda Bedregal, en la introducción del libro “Estampas antiguas de La Paz” de Luis Llanos Aparicio, concibe a La Paz como una ciudad no edificada sobre plan previo con determinado fin, sino engendrada, nacida y crecida como fruto cultural de necesidades y anhelos humanos.
“Hundida en un cuenco de los escalones de la Cordillera andina, circundada por serranías de variada tonalidad, extiende su lecho en caprichoso ascenso hacia las faldas del Illimani resplandeciente. La cruza un río portador de arena de oro que riega campos en que bien crece la papa. (…) Así esta ciudad desde sus orígenes sintetiza la historia de Bolivia siendo Lanza Capitana en el acontecer americano. Los sucesos de tal acontecer y sus incidencias, trágicas o festivas, han ido retocando constantemente la imagen de la ciudad al ritmo de la civilización y las circunstancias de cada etapa”.
No se podría extender a la totalidad de autores paceños o no paceños que engendraron una o más obras referentes a esta ciudad mágica y nocturna. Quizá, solo para designar a algunos, podríamos nombrar los desgarradores pero a la vez satíricos relatos de Victor Hugo Viscarra o las pinturas de Arturo Borda, además de su novela El loco, como piedras angulares a la hora de retratar a La Paz. La obra de Saenz, Viscarra, Borda y de otros tantos configura a una ciudad en constante crecimiento pero que, a pesar de las transformaciones, mantiene y mantendrá sus rasgos distintivos.
La Paz, la Contemporánea
“La Paz es una ciudad vieja donde el tiempo es muy importante. Es una ciudad vieja y circular que va cambiando según la fecha y según esa transición va adquiriendo diferentes personalidades: en Año Nuevo es ofertas de boliches, fiestas y fricasé; Alasitas huele a copal y Plato Paceño; en Carnaval es tropa de pepinos, cuetillos, y parrillada; en Semana Santa es gente alistando viajes a Copacabana o Coroico; San Juan es salchicha; Julio, Verbena y así, se repite ad infinitum”, relata Óscar Martínez, escritor nacido en Potosí pero que habita en la ciudad desde sus tres meses.
Mauricio Murillo, narrador paceño, explica: «La Paz es el territorio que habito, es la ciudad que me moldea. Mi lenguaje es paceño. Es un espacio que quiero mucho. Son importantes para mí sus montañas y la comida; la comida paceña es una mezcla que mantiene sabores originales, un resumen de lo que significa esta ciudad. La Paz también es caos, mucho caos, ciudadanos que no tienen respeto por el espacio público, es gente que reniega constantemente. La mayoría de sus pobladores se han empeñado en destruir su historia, sobre todo la física, y por eso es una ciudad ecléctica, sin arquitectura (o, más bien, esa misma es su arquitectura). Es difícil vivir aquí, por el clima y por la gente, por el espacio público, pero también es una ciudad que intenta abrirse al mundo y a la migración, cosa que siempre enriquece una ciudad. La Paz es mi ciudad. Me imagino que si me fuera de acá a vivir a otro lugar me la llevaría en algún bolsillo, en un espacio de mi mochila».
Y es que esta ciudad es un incendio que no termina de apagarse. Las caseras y las oficinistas, los minibuseros y los banqueros corren por las mismas calles, hacen mundo en la misma ciudad. Metrópoli variopinta. Ciudad de tinieblas y de luces que resplandecen en las pupilas de sus habitantes. Ciudad que no muere. Ciudad metamorfosis. Ciudad del Cielo.
Daniel Averanga, el escritor orureño que ha consolidado una familia en La Paz hace más de dos décadas, narra a La Paz de la siguiente manera: “Es como el París de la época de la peste negra pero metido en un gran cañón andino… Muchas zonas periféricas de La Paz son geniales y más interesantes que el centro, porque la visión de la ciudad desde esa periferia hace que todo sea distinto y rico a la vez. Culturalmente, La Paz tiene vocación de abismo, como toda meca cultural: porque siempre estar al borde significa estar obligado a evolucionar. La Paz es, también, folklorismo, que no es cultura total, pero es parte mínima de ella. La Paz es sincretismo y síntesis de muchas cosas, una Torre de Babel hacia abajo. Una Torre de Babel inversa”.
Rodrigo Urquiola, escritor y habitante de Chasquipampa, uno de los tantos lugares relegados o enaltecidos hacia las montañas, describe a La Paz como “Ese lugar de montañas hermosas que he odiado y amado a partes iguales porque, como cualquier sitio donde sucede la vida, ha sido para mí, a veces horrible y a veces magnífica. Siempre que salgo de casa, ubicada en uno de los márgenes de esta ciudad, me detengo en la loma y observo: desde donde estoy se ven los edificios que hacen a la ciudad. Donde estoy no hay edificios, no hay ciudad todavía, pero también es La Paz, o eso es lo que me he acostumbrado a creer que es”.
Pero la mirada se expande y no olvida: aquellos que han visitado este espacio mágico, poderoso y fragmentario, relatan su trascendencia.
Sebastián Antezana, escritor paceño que nació en México pero que vivió acá desde muy niño y ahora habita en Estados Unidos, define a la ciudad: “Para mí, que vivo lejos de ella, La Paz es casa y es familia, es volver, es regreso. Y también es otras cosas, ciudad biblioteca, ciudad perro, ciudad recoveco, ciudad chaqui, ciudad bloqueo. Más allá de todo eso, es la ciudad desde la altura de Bedregal, es verticalidad, intensidad, rayo que cae y abismo que se abre como un recuerdo querido y doloroso, una montaña dramática, eco lunar, silueta escarpada, paisaje perpendicular que ocurre como un grito hacia arriba y hacia abajo. Una casa como una piedra que cae y se levanta”.
La Paz es ese espacio que recibe y adopta al que se atreve a penetrar en sus profundidades, que hace del extranjero uno más, un aparapita, una casera, un k’olla.
El periodista español Álex Ayala –bautizado por sus amigos como el “Vaskolla”–, que vivió muchos años en La Paz y ahora lo hace en su país natal, dibuja a la urbe como “Una ciudad, como otras, de acciones que se repiten. El lustrabotas no falta nunca a su tramo de calle, el alcohólico a su cartón de vino que parece matarratas, los minibuses y los taxis a su cruenta lucha por arañarse clientes unos a otros, los locos a sus pasos que caminan sin sentido y el ciudadano de a pie a sus andares esquivando gente. La ciudad, aunque empujada por el caos, tiene sus reglas. Sólo hay que llegar a comprenderlas. El que lo consigue conoce que en un mismo día se pueden padecer al mismo tiempo las cuatro estaciones —frío a la mañana, calor intenso al mediodía, lluvia torrencial por la tarde y vientos pícaros y enmarañados camino de la anochecida—, es consciente de que entre el laberinto de subidas y bajadas va a encontrar siempre a la misma gente, en el mismo sitio y a la misma hora; y sabe que las marchas de protesta, por lo general en las mañanas, son el pan nuestro de cada día”.
Porque, al ser Sede de Gobierno, además de ser escenario de los más importantes sucesos de la historia de Bolivia, nos convertimos en ese “Marchódromo” desde el cual los petardos y las leyendas no limitan su capacidad sonora, sino la acrecientan. La Revolución parece ser una permanencia de esta ciudad imponente. La transformación de una La Paz a otra con el paso de los días y de sus habitantes. La búsqueda de una modernidad y el rechazo a la misma. Los teleféricos y los Pumakataris así lo demuestran. Una ciudad que se funda cada día. Día a día.
Quizá la definición sea más corta, más simple, menos pensada. Matizada por el simbolismo de una sola palabra, de una pequeña oración. El director de cine Marcos Loayza, creador de Averno, esa película en la que encontramos a personajes y leyendas paceñas caminando – nunca lo dejan de hacer – por la noche eterna de la ciudad caos, define a La Paz como “La cuna”. Breve, poético. Contundente.
Cada mirada, cada concepto, cada manera de entender y querer a este pedazo de territorio representa a nuestra La Paz Maravillosa, ciudad que encara un nuevo aniversario de su fundación en este octubre, y que acapara diversas tonalidades dependiendo de los ojos, cualesquiera que sean –nativos o visitantes–, que la observen: los de antes, los de ahora y los que vendrán. Como lo escribió Saenz: “Hay una cosa cierta: el espíritu que hoy nos anima a todos nosotros habrá configurado de alguna manera la imagen de aquella ciudad que nos contempla ya en el futuro, en la que habremos de seguir existiendo en sus aires, en sus plazas, en sus calles; jamás como extraños, jamás como forasteros. Pues la ciudad tendrá por siempre en su memoria a quienes la amaron, a quienes vivieron un día aquí, en este aquí que actualmente habitamos”.