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Cesare Pavese y Fernanda Pivano, nuestra literatura norteamericana

Maurizio Bagatin

Moby Dick nada por mares nuestros, de una colina de Spoon River vemos todos los cementerios de las ambiciones humanas fallidas. Sin Cesare Pavese y Fernanda Pivano en Italia seriamos más pobres literariamente.

La Italia fascista no quería saber de qué se escribiera en contra de la guerra, en contra del capitalismo y que se hablara de paz. Fernanda Pivano lo hizo y lo pagó con la cárcel. Se enamoró Cesare Pavese de la literatura norteamericana como del salir de una luna nueva, de una necesidad de oxígeno, de un nuevo camino que desvincule Italia del encerrado drama que estaba viviendo. Ambos fueron una luz adentro del túnel de aquellos años.

Escribía Cesare Pavese que “Estos americanos han inventado una nueva manera de beber. Hablo, se entiende, de una manera literaria”. William Faulkner nos invita al salón, ahí beben John Steinbeck y Ernest Hemingway, viajan, deambulan, se pierden, regresan y vuelven a beber, Erskine Caldwell y Charles Bukowski entran y salen. No hay pausas para esta literatura irrequieta, depresiones y guerras acompañan leyes secas y bombardeos, América es la única que puede narrar todas las contradicciones, disfrazar las derrotas del ser e inventarse nuevos mundos, el rock and roll y la bomba atómica. Las grandes narraciones rusas cruzan el océano, ahora son las metrópolis a incendiar las páginas y a los viejos y nuevos mitos. Llegarán Don DeLillo y Russell Banks, Joyce Carol Oates y Toni Morrison. Norteamérica es profunda y su poesía más aun, Walt Whitman su profeta. Norteamérica es violenta y su letra más aun, Corman McCarthy su grabador. Norteamérica es profética, Bob Dylan su juglar.

Nos persiguen a veces el cuervo de Allan Poe, los pasos de una Manhattan Transfer bulliciosa, el aullido de Allen Ginsberg. La beat generation que sigue lapidaria sobre los sueños de las últimas generaciones, sin olvidar las generaciones pérdidas de Gertrude Stein y el estallido de Jame Dean en Cholame. Norteamérica son sus sueños y su cruel realidad.

Escuchaba, sentado bajo el nogal, las letras de las canciones del poeta Fabrizio De André, Spoon River se volvía el rio de mi pueblo, eran poesías tan nuestras y sin embargo su gen estaba por todas partes, en Norteamérica como en la Italia de entonces, en la de siempre. Me acompañaron el trueno de Foster Wallace y la desaparición de Thomas Pynchon, la soledad de Paul Auster y la insuperable poesía de Emily Dickinson.

La literatura norteamericana sigo conservándola como la palabra que Henry Miller llevó hasta las calles de una Paris que todos extrañamos, el cuchillo de la trompeta de Miles Davis en sus calles. Es el silencio de sus pueblos nativos, una copa de Jack Daniel’s y el blues. El coraje de un hombre y de una mujer en ofrecernos, en medio del negro fascismo, voces afuera del rebaño.

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