Maximiliano Benitez
“Y, sin embargo, en lo más íntimo de mi ser
comprendía perfectamente la llamada,
la invitación a estar loco, a arrojar,
lejos de mí la razón, el obstáculo, el sentido
burgués, a entregarme al mundo hondamente
agitado y sin leyes del espíritu y la fantasía.”
De El lobo estepario, Hermann Hesse.
Llevo dos años y veinte cartas intentando hablarte desde la trinchera. Dos años de escaramuzas y disparos al aire, de fuego amigo y lacerante olvido; y aún no sé nada de vos que no haya recreado en la espera, en la más enardecida de todas las aspiraciones. Pero no te sientas culpable, no. Supongo que me subleva admitir que nunca envié cartas con destinatario ni historias para la multitud. Me irrita saberme escrito y no correspondido, como el pintor que febrilmente y con tesón trabaja en un autorretrato para desdibujarse un poco más de lo que pretende la realidad. Eran, me permito recordar, como esa botella con mensaje que una vez, de pibe, lancé al mugriento Río de la Plata con la esperanza de ser leído (descubierto, como esos fósiles que pierden su condición de piedra al ser hallados por un arqueólogo iluminado por el aburrimiento). No supe (y jamás aprenderé) a descifrar el hilo tenso e infinitamente frágil que nos mantiene alerta a uno de la existencia del otro. Y puede que no lo sepas, incluso que no lo entiendas, pero cada carta, cada intento desesperado por llegar al otro lado, abrió un nuevo foso en la tierra fértil, hasta el punto de no saber ya si el que te escribe continúa siendo el mismo de la fosa anterior, o apenas un vago reflejo, resabio de tiempos mejores, de adjetivos con vastas aspiraciones de espeleólogo que hicieron de esa espera, una herida abierta y latente.
Sospecho que una parte de mí quedó cautivo en las cartas escogidas y vituperadas, en los rincones más oscuros, en los torpes e infructuosos intentos de armar una historia, en el anhelo del silencio compartido: las ficciones a casco y fusil de utilería. El silencio, sí; en esto también se derramaron los años. Cartas inciertas con destino incierto. Pero ya te dije que no te escribía a vos, al menos no conscientemente, sino a mí, siempre a mí (a los malhadados que todo lo saben y que tienen una sonrisa de suficiencia para todo, les parecerá otro jueguito de palabras. Se reirán hartos de sabiduría y sarcasmo). Y en ese periplo, por razones que ahora mismo, en esta madrugada, escapan a mi entendimiento o redondamente me niego a escrutar, me permito hablar sin subterfugios. Nunca lo hago, ciertamente, pero hoy, ahora, en esta probablemente última carta desde el frente, menos aún. Vos sabés de qué hablo, porque, de otra manera, por qué te tomarías la molestia de leerme, a estas horas, con tantísimas cosas que hay aún por hacer, por deglutir, por defecar?
Con tantos frentes abiertos, con las batallas sobre el papel y en la perra vida, decido, pues, que no necesito respuestas, que no hay acuse de recibo que sirva de brújula para volver al pozo inicial. No es cuestión de distancia, ya lo sabemos, eso nunca fue una frontera para nosotros. Ni siquiera es la soledad en el sentido que la gente suele adjudicarle con el índice acusador. Es el tiempo, los años padecidos, los desencuentros nunca curados, las muertes no digeridas, las canas que van ganando terreno en eso que llamamos alma; indivisible, inmortal, y asquerosamente apática, como esa visión de los que creen saber de trincheras y se permiten hablar, desde la cómoda y mórbida visión del voyeur, de soledades, desencuentros, y muertos por tv: el sentido del absurdo en su bello y oscuro esplendor.
Creo que (y espero que sepas perdonarme), ante un panorama como este, lo mejor es volver a casa. Olvidarme del remitente y del destinatario como si todo se tratase de un juego que, como cuando niños, se fue de las manos para grabar una imagen llamada nostalgia. Sin culpa ni dilatadas esperas, recoger los fragmentos de cada trinchera y regresar. Que el futuro sea desdeñar ese amanecer tan distante y desandar el barrizal. Si acaso, en el trajín de macutos y botellas vacías, me vieras pasar, no dudes en seguirme. Hazme un gesto a la distancia. Ya sabes que no tengo casa desde hace dos años y veintiuna cartas.