«Me estoy volviendo loco, soy varios», escribió en un pedazo de papel higiénico y lo tiró por la ventana, respondiendo a los llamados de Juan Antonio que grito: ¡¿Hay alguien con vida?!.
Jacinto y sus otros yoes
Soy un hombre de treinta y cinco años que vive solo en un piso de un edificio moderno en las afueras de una capital que está totalmente desierta, silenciada por causa de una cuarentena que, en este momento, llega a su cuarta semana. Quiero dejar testimonio de mi encierro. Comencé por escribir papeles sueltos desde el primer día. Es una forma de dialogar con alguien, tal vez conmigo mismo.
Día 1
Desayuné, como de costumbre, un café instantáneo y un emparedado de jamón con queso. Miré los noticieros de los dos canales favoritos y luego pasé a BBC World para enterarme de 28 la situación de otros lugares del mundo. Todavía tengo comida precocida, no doy la marca para no hacer propaganda. Pasé el día arreglando cajas y cajones con ropa de sobra y chucherías compradas cuando vivía con Ulrika, una sueca que se fue con su primer chico, un islandés llamado Torkel, y olvidó uno que otro calzón con su correspondiente ajustador, un vestido y un par de sandalias.
Sin mucho esfuerzo llegó la tarde, hice una siesta imposible en otros momentos y me desperté a las 18:00 con una fuerza y vitalidad increíbles que me hicieron pensar en Ulrika o en una mujer. Me perdí en los recovecos de una película porno en la que la actriz, para mí Ulrika, era una monja, y terminé mi noche abrazado a las prendas que ella había dejado olvidadas, mojado y embadurnado por mis propias secreciones.
Día 2
Joder, demasiado pronto me entró la modorra. De las cajas de ropa pasé a la biblioteca, que no tiene sino unos veinte libros, casi todos de Ulrika; tuvo su etapa lingüista, quería hablar el castellano mejor que yo para corregirme y hacerme sentir su superioridad vikinga. Será que mi superioridad era sexual. ¿Por qué carajo tengo que hablar de sexo? Será que esta pandemia recuerda el acecho de la muerte y ante ella la vida se reduce a un buen polvo.
Día 3
Hoy me miré en el espejo y vi a otro idéntico a mí que me miró con bronca y llegó incluso a recriminarme. No, no estoy loco, ese otro que me miraba desde el espejo me dijo: «Ya no eres un adolescente para estar pensando solo en sexo, eres un adulto que debiera hacer ejercicios cada mañana, porque con la dieta de comidas precocidas, los clorhidratos y el sedentarismo terminarás gordo, hipertenso y la pandemia te matará sin necesidad de contagiarte con COVID-19».
Día 4
Ya no estoy solo, somos dos, el que quiere solo sexo, el que quiere hacer ejercicios, pero, cuando me iba a acostar, apareció el tercero, estaba esperándome sentado en el borde de la cama para decirme que no debiera olvidarme de las enseñanzas de mi abuela Esperanza, que era muy religiosa. Me dijo en un castellano pulcro: «Es hora de que vuelvas al redil, reza cada noche. Vuelve al lado de Dios». Me obligó a hincarme al borde de la cama, a cerrar los ojos y decir: «Padre nuestro que estás…». Luego nos acostamos los tres, el sexista, el deportista y el religioso.
Día 5
Desperté antes que los otros dos, me puse mis ropas deportivas y seguí las instrucciones de una chica de la tele que ayuda a los encerrados como yo a mover el cuerpo. Obedecí con sacrificio las instrucciones. Abdominales, corrí sin moverme, es decir, levantando las rodillas con cierta rapidez, lo que reemplaza el movimiento de correr. Muy sudoroso me fui a la ducha, donde estaba el sexista, y bueno, ya imaginarán lo que me pasó. Antes del desayuno el religioso me obligó a un nuevo padrenuestro antes de beber mi leche caliente. Tengo miedo de ir a la cama porque… ¿quién te dice que amanezco con otro más?
Día 6
Dicho y hecho: cuando nos íbamos a la cama los tres, apareció el cuarto oculto en la puerta del ropero empotrado, como si estuviera asustado, y con los dedos me obligó al silencio. Hizo un ademán para que escuchase mejor, me esforcé y comencé a oír que alguien raspaba la pared de la habitación contigua, que debe ser el dormitorio de mi vecino. Me preguntó con una vocecita débil: «¿Sabes quién vive ahí?». Moví la cabeza negativamente y respondió con un ademán extraño que supongo que quiere decir: «Boludo, debes averiguar quiénes son tus vecinos para pedir ayuda o huir de ellos». No pude dormir porque el ruido en la pared del otro departamento era cada vez más penetrante, parecía un taladro que se abría paso para entrar en mi aposento. ¿Qué hago si aparece alguien a mi lado? Se me pararon los pelos de la nuca con la sola idea de que alguien podría traspasar la pared vecina. Me levanté a tomar un vaso de agua y el miedoso, mi cuarta copia, que estaba con el oído en la puerta principal, me hizo una seña para que me acercase y me sugirió con señas que mirase por la mirilla, lo hice y no vi nada porque estaba todo el piso oscuro, pero sentí una respiración como de ultratumba muy cercana a la puerta del ascensor, crujieron los fierros de una puerta vieja y me asusté tanto que me metí en la cama y cubrí mi cabeza con las tapas.
Día 7
En una semana el departamento de tres ambientes está como un mercado callejero, con basura por todos lados. Bolsas con cosas a medio escoger, platos sucios sin lavar, ropa igualmente sucia, libros tirados por el piso. Cuando me aprestaba a tomar un café, me di la vuelta porque sentí la misma manera de respirar que la del tipo del ascensor y me encontré con otro doble, ya no sé si es el cuarto o el quinto. Este me gusta más porque está parado con una actitud de macho mexicano y, con las manos en la cadera formando un jarro, me mira y me dice: «Cobarde de mierda, por qué no sales a tomar aire, no está prohibido. En Suecia la cuarentena es deber ciudadano, nadie te obliga, tampoco te sancionan si sales a pasear. Te pones un tapabocas, guantes de plástico y te vas por lo menos a mirar. Hay horarios para ir de compras, tienes que comprar comida, tu café instantáneo se terminó ayer. No sales a la calle por cobarde».
Día 8
Y como no soy cobarde, salí. Caminé por calles desiertas y, cuando estaba a punto de entrar en el súper, me paró otro tipo igual que yo, que me dijo: «¿No te das cuenta, boludo, de que ahí adentro está el contagio? No entres, no entres».
Día 9
Estoy bajoneado. Y los otros también, nos quedamos todos en cama.
Día 10
No tengo nada que contar. Sigo encerrado con mis dobles, que cada vez aumentan, me mandan a correrme una paja, a hacer abdominales, a rezar, a escuchar ruidos raros, a salir a la calle y a volver a ocultarme del bicho ese que llaman COVID-19.
Ayer me llamó Ulrika desde Kiruna, una ciudad del norte de Suecia. Cuando le conté de mis dobles, me dijo que siempre fui un tipo raro lleno de miedos y complejos. «Por eso te dejé», dijo, y me contó que vive con su nuevo novio, un árabe de pura sangre. «¿Y Torkel?», le dije. «Lo dejé», me respondió. Para joderme más me dijo: «El árabe en la cama es mucho mejor que tú». Y apareció un nuevo doble, el de la disfunción eréctil. Cuando escribo estas líneas, mi apartamento está lleno de dobles, ya no se puede ni respirar.
Ya no podré escribir porque el Jacinto que escribe ha sido rebasado por sus otros yoes, además, con tanta gente en mi piso, el aire comienza a escasear.
Cuento publicado en el libro «PARA NO MORIR TANTO» que se lanzó en la FIL de Madrid del 2021.
Breve biografía de Carlos Decker-Molina
Nacido en Bolivia, radica en Suecia desde 1976. Periodista y escritor. Como periodista trabajó en Radio Suecia Internacional de reportero, redactor, enviado especial y corresponsal. Estuvo en varios países del mundo y en misiones especiales en la ex Yugoslavia, el medio oriente y américa latina.
Tiene varios libros, sobresalen: Sobrevivientes (Réquiem para el siglo XX) Ed. Correveidile, libro que ha servido en cursos de periodismo por sus crónicas sobre la guerra en la ex Yugoslavia.
La novela Tomasa finalista del premio internacional Kipus (Bolivia). Carlos el lector, Ed. Adarve (Madrid) una novela sobre la lectura y últimamente El eco de los gritos, Ed. Verbum (Madrid).
Tiene publicados cuentos en varias revistas internacionales.