La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
BSO: Ciudad de los gitanos (Marea. Letra de Federico García Lorca)
Seguía lloviendo, lenta y persistentemente, como llovía siempre en Jamerdana, de la misma manera que se sucedían los acontecimientos en aquella virgen puta que era la ciudad, todas las ciudades, en realidad.
Esta en particular era una ciudad nueva -eso si se mide el tiempo en el reloj de dios, y si es que dios existe, claro- fundada hacía tan solo ochocientos años.
San Andrada, el patrón de la ciudad había
llegado a esta mediado el siglo XII, desterrado por una justicia que lo
acusaba de los crímenes más horrendos, como raptar recién nacidos y
beberse su sangre tras violarlos, pero que no se atrevía a quemarlo en
la hoguera y lo castigaba con el destierro, porque en realidad el crimen
de San Andrada era no aceptar la sociedad en que vivía, predicar con el
ejemplo, llevando una existencia al margen de ella y, sobre todo, tener
demasiados seguidores de sus revolucionarias doctrinas de amor,
igualdad, vida en comunidad…
Nacido en una familia acomodada
San Andrada disfrutó de una juventud disipada en la que frecuentó la
compañía de putas, ladronzuelos, mendigos, hasta acabar por compartir no
sólo lo que de licencioso le ofrecían sino también sus sufrimientos y
miserias.
Fue uno de tantos profetas surgidos al calor de unos
tiempos como aquellos, que la desigualdad y la hipocresía podían hacer
arder en cualquier momento, y cuya popularidad alcanzó cotas tales que
condenarlo a muerte era exponerse a provocar una revuelta de
proporciones considerables. Resultaba mucho más efectivo enviarlo a un
lugar remoto e inhóspito en el que predicara sus ideas al vacío y
Jamerdana, que por entonces no se llamaba aún así, era el lugar idóneo,
alejado de cualquier tierra habitada o cultivable, rodeado de pantanos y
con su clima lluvioso.
El nombre de la ciudad vino después,
cuando siguiendo su estela llegaron hasta ella todo tipo de fugitivos,
criminales, leprosos… Toda la basura de la sociedad. En realidad a la
sociedad un lugar como aquel le resultaba muy útil, era una especie de
vertedero, y de ahí lo de Jamerdana, cuyo significado era precisamente
ése. Hasta tal punto le resultaba útil que incluso le concedió un fuero
en virtud del cual todo perseguido por la justicia dejaba de serlo allá.
De
ese modo la ciudad fue creciendo y llegó un momento en que resultó
necesario regularizar, normalizar su funcionamiento, lo cual parecía
imposible, tratándose sus habitantes de criminales, rebeldes,
aventureros… Pero así se hizo y Jamerdana terminó convirtiéndose en
una ciudad como cualquier otra.
La historia, sin embargo,
determinaba en cierta medida su vida y muchos de los desalmados que
llegaron a Jamerdana en su día la chulearon hasta hacerla suya.
Especuladores, trepas, caciques que también producían su propia basura y
la arrojaban a los barrios trabajadores y a las chabolas que, como
aquella lluvia lenta y persistente, continuaban creciendo en las afueras
con los fracasados y los que todavía seguían llegando con intenciones
de medrar.
Jamerdana era una ciudad de contrastes en la que la
ambición había repartido oro y mierda. Tal vez el único lugar al que la
codicia humana no había llegado, o al menos así me gustaba creerlo a mí,
era el casco viejo, con sus decenas de casa okupadas, los bares… Allí
aquella actitud propia de las democracias occidentales de fin de siglo,
el sirimiri, metértela despacito pero doblada, no funcionaba. Las
patadas a las puertas se daban sin contemplaciones y a la luz del día.
A
los especuladores, los trepas, los caciques, una situación como aquella
no les agradaba pero la consentían porque de lo contrario el casco
viejo, la memoria de Jamerdana, a la que tanto debían, se convertiría en
un panteón. Dentro de poco habría elecciones y eran los vecinos y los
comerciantes los que presionaban para que permitieran respirar al barrio
con nuestra presencia. No querían que el casco viejo terminara
degenerando en un barrio chino.
Y es que todo allí no era tan
bonito, también había yonkis, traficantes, prostitución, pobreza… De
hecho no tenía por qué resultarme difícil encontrarme en sus calles con
unos cuantos vagabundos a los que interrogar y comenzar a investigar
aquel asunto del asesinato de Gloria.
Al primero que abordé fue
a un viejo al que llamaban el Profeta. Llevaba el pelo y las barbas
largas y de color blanco y buscaba algo en un cubo de basura. Desde
luego si dios existía aquel era su vivo retrato.
-Hola, Profeta- le saludé, tocándole en un hombro suavemente.
Estaba
de espaldas y se volvió sobresaltado. Me miró con unos ojillos
asustados de color marrón, como una galleta flotando sobre un tazón de
natillas.
-En el nombre de Yaveh, bendito seas- me bendijo cuando me reconoció y se le pasó el susto-. ¿Qué quieres, hermano?
-Mira, Profeta- titubeé. No sabía cómo abordar el tema y supongo que fui demasiado brusco-. ¿Tú sabes quién mató a Gloria?
El Profeta volvió a mirarme con sus ojos de natillas y sin mediar palabra echó a correr, despareciendo de mi vista.
A
los dos o tres siguientes los traté con más sutileza, pero el resultado
fue el mismo. En cuanto mencionaba a Gloria se cerraban en banda, se
hacían los locos -más si cabía-…
Me encontraba a punto de
arrojar la toalla cuando vi acercarse por la acera contraria a Pelusa,
pateando una lata vacía y con su camiseta del Sporting Jamerdana. Pelusa
era el hincha número uno del equipo de la ciudad, un personaje muy
popular.
-Avanza por el centro del campo, hace un quiebro…- radiaba aquel partido que sólo acontecía en su imaginación.
-…chuta y ¡gooooooooooool!- gritó.
La lata cayó por una alcantarilla y Pelusa se arrodilló en el suelo mojado alzando los brazos.
Crucé la acera y me dirigí a él.
-Pelusa- le dije.
No me hizo caso. Me miraba pero no me hacía caso, continuaba berreando a pleno pulmón.
-¡Gooooooooooooooooooooooool!
Giré
la cabeza en todas las direcciones y cuando comprobé que no me
observaba nadie cerré el puño y lo coloqué a la altura de su boca.
-Pelusa, ¿qué valoración hace del partido?- le dije.
-Hemos jugado bien, triangulando- contestó, y otras gilipolleces por el estilo.
Le seguí el rollo unos minutos. Después, por fin, lo solté.
-Pelusa,
usted seguramente conocía a Gloria, jugaba por esa banda -señalé un
portal en el que ella dormía en algunas ocasiones-. ¿Cuáles cree que han
sido las razones que han motivado su retirada?
-No hago
declaraciones sobre eso- contestó muy serio, y entonces también intentó
huir, como los demás, pero tras el ridículo que yo había hecho no me
apetecía que desapareciera sin haberme contado nada.
-¿Dónde vas a dormir esta noche?- le pregunté, en tono amenazante.
Pelusa
se detuvo de sopetón y me miró con expresión de perrito apaleado.
Entonces fuiyo quien me volví y eché a andar en dirección contraria.
-Espera, espera.
-Qué.
-Bueno…
yo…- balbuceó, y luego, aclarándose la garganta, dijo: -Ha habido más
lesionados, más bajas, están el Fistro y la Cucurrucu. No puedo decir
más. El fútbol es así.
Después esprintó y se alejó haciendo
fintas, remates de cabeza… Pelusa no quería pensar que cualquier día
le podía tocar a él.
Miré mi reloj. Las seis. Decidí volver a
casa. Había quedado allí con Picio y Lorea para poner en común los
resultados de nuestras respectivas indagaciones. Yo pensaba que, aunque
muy a lo lejos, comenzaba a verse un hilo de luz.