La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
-¿Todavía sigues usando aquella colonia tan fuerte, Felisín?- dijo la madre de Picio, asomándose a la habitación al tiempo que intentaba disipar las nubes de humo agitando la mano-. ¿Cómo se llamaba?
-Cannabis- le contesté, y miré a Picio, que apagaba la colilla del enésimo canuto en el cenicero y me sonreía con complicidad.
Eran las mismas palabras, los mismos gestos de hacía diez años. Había pasado todo ese tiempo y para nosotros no había cambiado nada. Continuábamos encerrados en nuestros cuartos mientras fuera llovía, sin pelas para ir a ningún sitio, viendo serpentear y deshacerse en la ventana las gotas de lluvia, lo mismo que nuestros contratos basura, los sellos en la oficina de empleo, los miles de colocones y borracheras… Ahora, por fin, teníamos la oportunidad de romper el cristal, aunque sólo fuera para destriparnos los nudillos y comprobar que no brotaba horchata.
Eran las cuatro y media de la tarde. Picio y yo habíamos pasado todo el día en su habitación, fumando petas, bebiendo cervezas, escuchando viejos discos… Hacíamos tiempo, intentábamos acorazarnos para el último asalto, el funeral, una hora más tarde.
-¿Qué quieres, mamá?- preguntó Picio.
-Alguien pregunta por Felisín ahí fuera.
Tal vez la hora de pelear se hubiera adelantado Me levanté y salí de la habitación dispuesto a lo que fuera. Cuando no hay algo que perder, una de dos, o tienes miedo de todo o no te asusta nada, dependía del número de cervezas que te hubieras tomado. Y yo iba bien servido.
-¿Quién es?- pregunté, de todas maneras, a la madre de Picio.
-Una chica muy guapa.
Tenía razón. Lorea estaba guapa, más incluso que primer día que la vi. Llevaba un gorrito de lana negra, vaqueros y una chupa de cuero y se había perforado el labio inferior, del cual colgaba un arito. De todas maneras no me alegré demasiado de verla. Tal vez no fuera culpa suya, pero tenía la impresión de que sus ojos ya no podían disparar orquídeas.
-¿Dónde te has metido? Me he vuelto loca para buscarte ¿Y qué te ha pasado?- señaló mi brazo en cabestrillo.
-Un accidente- intenté contarle atropelladamente lo que pude mientras nos dirigíamos al cuarto de Picio.
Este había pinchado a los “Ramones” y estaba de espaldas, rasgueando en una raqueta una imaginaria guitarra. Las cosas no habían sido fáciles para nosotros, pero también nos habíamos divertido todo lo que habíamos podido.
Al volverse y vernos, ver a Lorea, Picio se cortó un poco, pero nosotros nos reímos, y luego yo también empecé a cantar, y Lorea arrugó la nariz, se dejó embriagar por la colonia Cannabis y se olvidó de las preguntas, y también ella cantó. Sa-la-la-laá, sa-la-la-la-laá.
Cerré los ojos y miré hacia dentro, y no vií, como las otras veces el color amarillento de nicotina y cerveza, ni tampoco columnas de humo negro, desencanto, pesimismo, autodestrucción, también había rayos de luz en mi interior, había alegría, y valor… Dentro de una hora nos íbamos a jugar el pellejo y allá estábamos, cantando. Me entraron ganas de llorar. Cuando las botas te pisan la garganta y aún quedan fuerzas para sacarle la lengua al mundo las lágrimas duelen pero son dulces.
Yo nunca bailaba, pero entonces lo hice, con Lorea. Me gustaba sentir la curva de su cintura en mi mano, sus pechos apretados contra mí, su cuello largo recostado en mi hombro… Quería recordarla siempre así y no pensar en nada más.
Picio se había sentado y me miraba con la paz que proporciona en ocasiones el hachís. Lorea seguramente no lo entendería, pero él sabía por qué había aquel brillo en mis ojos.
-Bueno- dije cuando terminó la canción-. Tenemos que irnos.
-¿A dónde?- preguntó Lorea.
-Tú lo mejor será que vuelvas a casa y tengas todo preparado. Esta misma noche hay que empezar a currarse el fanzine.
-Yo también voy- insistió ella.
Miré hacia el compact-disc de Picio. Era la última canción. Luego el reloj. No quedaba tiempo. Que fuera lo que dios, o el que sea, quisiera.
-Vale, vamos.
En el autobús apenas hablamos.
Llegamos al funeral a la mitad, en esa parte en la que el cura habla de lo bueno que era el muerto. Menudo pájaro el cura. El y todos los que estaban allí.
-Oremos, pues, en silencio, por el alma de nuestro difunto hermano… -trató de recordar en vano el nombre del tipo de la tirita, y también en vano, buscó entre los presentes una ayuda-… de nuestro difunto hermano… como se llame- concluyó, pero a nadie pareció importarle, incluso se rieron.
Apenas había gente en la sala, diez o doce personas, contándonos a nosotros, que nos habíamos colocado en un banco al fondo, al cura y hasta al propio muerto. El resto eran matones, del mismo corte que el fallecido, tíos altos, fuertes, con el pelo muy corto, a algunos de los cuales yo los había visto en mis visitas a la comisaría. Y en el centro de todos ellos un hombre de unos cuarenta o cincuenta años, vestido con ropa vaquera y dando cabezadas.
Golpeé con el codo a Picio y éste comenzó a sacarle fotos. Los flases lo espabilaron y se volvió, como accionado por un resorte, hacia la cámara. En efecto era él, era el capo de las cloacas, era el tipo que había ordenado las ejecuciones de Gloria y los demás y había servido sus vísceras en una bandeja de plata a los caciques de Jamerdana, era…
-¡MI PADRE!- exclamó Lorea, y casi simultáneamente, se lanzó por el pasillo central.
Algunos de los matones salieron a cortarles el paso. Otros venían directos a por nosotros, con intenciones nada amigables. Picio, al que ya le habían chafado unas fotos en un descuido, metió su cámara en el bolso y corrió hacia la puerta de la iglesia. Yo me quedé quieto, esperando. Todavía había algo más, aún no había llegado al final de aquel asunto.
Entretanto el cura había enmudecido y cada movimiento, cada sonido en la iglesia -los crujidos del suelo de madera, las voces haciendo eco…- eran tensos, parecían las secuencias culminantes de una película de serie B.
-¿Por qué la has traído a ella?- dijo Lorenzo Peruchena, el padre de Lorea, que se dirigía hacia mí caminando muy resuelto, convirtiendo todos los síntomas del alcoholismo y la cocainomanía crónicos en ira -la nariz devorada por gusanos de sangre, los ojos, aquellos ojos como recortadas, hundidos en unas bolsas hinchadas de humor, malhumor…-.
-¿POR QUÉ LA HAS TRAÍDO?- repitió.
Evidentemente me esperaban. De hecho el primero de los matones que llegó hasta donde me encontraba me dio la bienvenida hundiéndome el puño hasta los sótanos del estómago. A quien no esperaban era a Lorea, que había comenzado a gritar y patalear como una loca.
-¡Dejadle, dejadle!
Le hicieron caso. A mí, la verdad, me daba igual, el puñetazo me había cortado la respiración y en ese momento hubiera asimilado cualquier otro golpe.
Mientras, doblado sobre mí mismo, boqueaba intentando recuperar aire, oí a Lorea y su papá hablar. No sé si porque yo estaba fuera de combate, casi sin sentido, sus palabras me resultaron de lo más extrañas, las de dos personas ajenas a otro mundo que no fuera el que ambas habitaban, despreocupadas del resto, del amor o el dolor que pudieran provocar en ellos.
-¿Qué significaba todo ésto, papá?- dijo Lorea -. Me has mentido.
-Yo no quería- balbuceó él. Parecía un niño-. Las mentiras pequeñas se descubren por sí mismas, las grandes cuanto más grandes cuelan mejor- sentenció ya más entero.
-Frases. Estoy harto de tus frases. Me has mentido. Toda tu vida.
-Yo sólo quería lo mejor para tí. ¿Qué pensabas, que pintando monigotes podía haberte pagado todos esos caprichos, los cursos de teatro, los ordenadores?
-Tú lo que querías era que fuera perfecta-Lorea se echó a llorar. No era tan dura-. Todas mis depresiones, mis miedos, venían de ahí. Yo no podía ser perfecta. Y ahora tú…
-Yo tampoco soy perfecto, cariño, por eso he fallado. Lo siento, hija mía, lo siento.
También su padre lloraba. En el fondo eran iguales y no pudieron evitar caer uno en los brazos del otro. Qué drama. Qué farsa. Lorea ni era tan dura ni era nada. Una puta mierda. Allá estábamos todos mirándoles con la boca abierta, como si fuéramos los espectadores de esa película de serie B. Pero no lo éramos, habían muerto personas (joder, estábamos en el funeral de una de ellas), habían muerto por culpa de esos dos lloricas, para que pudieran hacerse daño y después abrazarse, y a ellos no les importaba. Tal interés por quitarme de en medio en realidad no tenía que ver tanto con el daño que yo pudiera hacer a los caciques de Jamerdana (a fin de cuentas yo era un don nadie al que sólo iban a creer otros don nadies) como con el que pudiera hacer a Lorea si le descubría el verdadero rostro de su papá.
Sí señor, una puta mierda, el mundo era una puta mierda, estaba en manos de tíos como Lorenzo Peruchena, como Jaime Ignacio, que hablaban mucho por la boquita pequeña pero a los que los demás no les importábamos un huevo, éramos fichas de dominó sin alma, sin sentimientos, sin necesidad de vivir bien, sólo ellos tenían derecho a todo eso y para conseguirlo nos movían de manera que pudieran ganar la partida. Y luego estaban los que tragaban con todo ese juego. Como Lorea. Tenía que decidir entre su padre y yo y ya lo había hecho. Al final quedábamos cuatro gatos, no éramos héroes, también nos olía la boca a sardinas, pero por lo menos nos importaba el resto del mundo. A mí me importaba, me importaba Lorea, incluso ahora que me confirmaba que no era de verdad, que sólo era una niña pija, y me dolía perderla… Casi tanto como haberla conocido. Pero lo bueno de los gatos callejeros era que cuando algo nos dolía también sabíamos sacar las uñas.
Me habían inmovilizado otros dos de aquellos matones. Ahora que había recuperado la respiración volvía a sentir el dolor de la muñeca rota.
-¡Soltadme, soltadme!- intenté zafarme, y sobre mi cayó una lluvia de golpes, uno muy cerca de la nariz.
Me revolví frenéticamente y volvieron a pegarme. Pero yo no podía parar, estaba fuera de control, y cuanto más me movía más golpes recibía. No sé que hubiera sucedido de no ser porque el cura dejó de intentar recordar el nombre del tipo de la tirita y ejerció su caridad cristiana conmigo, puede que porque mi aspecto ensangrentado, demacrado, le recordara a Jesús crucificado.
-Ya está bien, por dios, deténganse, deténganse.
El cura era un testigo, así que los matones se dieron a la fuga y me abandonaron allá, medio muerto, sobre uno de los bancos. No sé cuánto tiempo estuve allí. Únicamente recuerdo el dolor, que me mantenía vivo, aquel charco de sangre chapoteando en mi cabeza, y las burbujitas que yo hacía efervescer a su superficie, «no te duermas, no te duermas», y también los padrenuestros, los diotesalves del cura, agachado junto a mí, y finalmente otra voz, ésta cálida, conocida, reconfortante.
-Quite, quite, padre, eso no vale para nada.
Era Picio, mi buen colega Picio. Uno de los cuatro gatos que aguantábamos.
-Toma Felisín, te he traído colonia Cannabis, ya verás cómo te pones mejor- dijo, y me acercó un canuto a los labios. Para ser sincero no me ayudó mucho, el humo me revolvió las tripas y me hizo toser, pero a mí me bastaba con tenerle allá a mi lado, con escuchar su voz.
-Tranquilo, Felisín, pronto vendrá la ambulancia.
Y sobre todo aquello otro:
-Todo ha terminado, todo ha terminado