La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
Me abroché la cazadora. Hacía frío. El otoño estaba en las últimas. Lástima. A mí siempre me había gustado aquella época del año. Los tonos grises y amarillentos, el olor de la tierra mojada, los crujidos de las hojas resecas al pisarlas, sus frágiles huesos convertidos en ceniza esparcida al viento. Otoño. Algo que terminaba para siempre. Algo que comenzaba tan tristemente como acababa ese algo. Confusión. La locura y la cordura, que hasta rimaban, tal vez porque entre ambas no existían límites.
Eché a andar. En la acera de enfrente ví a un niño con cara de pillo arrojando castañas a los pies de un niño gordo. El niño pillo gritaba «¡salta, salta!» y se reía. El niño gordía corría todo lo rápido que le era posible, es decir muy lentamente, e inflaba sus carrillos sonrosados y carnosos. A sus espaldas Bart Simpson, estampado en una mochila fosforescente, balanceaba su cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como esquivando los pilongazos que el otro le lanzaba. El niño pillo era un cabrón. Años más tarde formaría parte de los antidisturbios, o se convertiría en presidente del gobierno, o en jefe de la Conferencia Episcopal, vete tú a saber, pero ahora sólo era un niño y yo pensé que los niños tenían que ser así, pillos que lanzaban pilongazos a otros niños, que metían sapos en el cajón de sus profesores, que decían mierda puta únicamente por el placer de oirse decir mierda puta, o niños gordos que se tiraban pedos terribles de nocilla, que se zampaban sus bocatas y luego los de los demás, que las pocas veces que se enfadaban derrumbaban sus cuerpos paquidérmicos sobre los pillos escuchimizados que les hacían la vida imposible y les escupían a éstos en la cara su aliento a chorizo… que los niños tenían que ser niños por los siglos de los siglos, amén.
Todo aquello iba cavilando cuando de repente caí en la cuenta de que hacía ya un rato un coche me seguía dos o tres metros por detrás. Joder, no había forma de bajar la guardia, ni siquiera un momento. Estaba seguro de que si me giraba me iba a encontrar con un 124 sucio de barro. Aunque quizás eso no me conviniera. Mi nuevo aspecto me protegía, hacía dudar al tipo de la tirita, quien seguro que también se encontraba allá detrás sentado al volante.
Me sentía un poco como la mujer de Lot, aquella que se convirtió en estatua de sal al girarse para ver arder Sodoma y Gomorra. Pero yo tenía que volverme. Después de todo a estas alturas de la historia ya habíamos visto caer azufre sobre Sodoma y Gomorra miles de veces y desde luego en la Biblia no aparecían 124 sucios de barro, ni en consecuencia existía el peligro de los accidentes de tráfico, los atropellos fortutitos…
Lo hice muy
rápidamente, de manera que fuera él quien quedara petrificado. No me
había equivocado, allá estaba aquel hijoputa, mirándome con unos ojos
como platos sucios de salsa de tomate, esperando a que la madeja de
venitas sanguinolentas que se enredaban en ellos le bombearan a su
cerebro de mosquito la confirmación de que sí, era yo, me había rapado
la cabeza pero era yo, el tipo al que se debía llevar por delante.
Mientras
intentaba asimilarlo apreté a correr. Para cuando él reaccionó e hizo
gruñir el motor de su 124 yo ya había recorrido unos cuantos metros.
Jugaba con ventaja, con la ventaja de toda una juventud a mis espaldas
haciendo eso, corriendo por las callejuelas del casco viejo en busca de
algún bar en el que refugiarse de los pelotazos, los botes de humo…
Además había decidido comenzar la huida sólo una vez que se divisara el
bar de Beni. Me creía muy listo. Ni por un momento se me había ocurrido
pararme a pensar que era miércoles y tocaba descanso semanal. Aporreé la
persiana violentamente. Dentro no había nadie así que lo única que
hacía era perder tiempo.
El 124 embestía desde lejos, rugiendo como si almacenara bajo el capó una jauría de dobermans. Cuando montó las ruedas en el bordillo y se lanzó a toda pastilla a por mí crucé hacia la otra acera. Puede que así le obligara a maniobrar permitiéndome alcanzar la bocacalle. Una vez allí me encontrarían a salvo, pues en aquella esquina se levantaban unas escaleras que conducían a otra calle superior. Pero no iba a resultar fácil. Todavía me quedaban veinticinco metros, veinte, quince… Y el 124 cada vez más cerca, de nuevo en la misma acera por la que yo corría, muy pegadito a la pared, rozando de vez en cuando con ella y haciendo saltar chispas a su carrocería. Diez metros, cinco… Tenía que llegar, sino deseaba acabar estampado en la pared como un póster electoral más. Vota Jaime Ignacio. Vota PSOE. Vota Felisín… Las piernas me pesaban toneladas, mi pecho era un cocktail-molotov. No iba a llegar. No iba a llegar. No…
Sentí una tarascada en la cadera y salí volando, haciendo un complicado escorzo en el aire con el cuerpo, sin ningún control sobre él… Cerré los ojos, no sabía muy bien por qué, tal vez esperando ver pasar ante ellos la película de mi vida, pero allí no había nada, como mucho unos fotogramas de color oscuro que se consumían, y dos bolitas de fuego que confluían en el centro, y caían en un charco de aguas negras, con reflejos de todos los colores del arcoiris, lo teñían de rojo, y después chorretones descendiendo por mi nariz, convertida en un surtidor, con sus grifos para el agua caliente y el agua fría, porque así era como sentía fluir la sangre, a veces fría, a veces caliente… Finalmente todo el cuerpo y toda ni alma fueron mi nariz, sentía incluso los latidos del corazón allá dentro.
Armándome de valor abrí despacito los ojos y, por un momento, al ver aquellas llamaradas de fuego, creí que por fin había terminado mi viaje con destino al infierno, pero luego, cuando me di cuenta de que se elevaban desde el esqueleto del coche, comprendí que el tipo del 124 se me había adelantado. O tal vez no.
Yo me encontraba despatarrado en las escaleras que había al doblar la calle. Frente a mí el niño gordo y el niño pillo, inmóviles y pálidos, permanecían clavados en el centro de la calzada. Sobre ésta una marca negra rodeaba sus cuerpos extendiéndose hasta los neumáticos del coche, envuelto en llamas unos metros más adelante e incrustado contra una pared.
Al tomar la curva el tipo de la tirita se había lanzado sobre ella para no tener que atropellar a los dos niños.
Pensé que el otoño probablemente también era su estación preferida.
Después me incorporé como pude y me piré de allí antes de que la calle se llenara de policías.