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Camino a La Paz / El recorrido de cualquier hombre

Viviana Gonzales

Debo reconocer que cuando me acerqué a la película fue para ver alguna imagen de mi ciudad, iba a darle unos cuantos minutos y si no era capaz de atraparme la abandonaría. Me quedé con ella y me dejó, una vez finalizada, con una melancolía que solo se siente con los grandes filmes.

La vida de Sebastián (una magnífica interpretación del famoso Rodrigo de la Serna) es la vida de cualquier hombre joven que no encuentra su lugar en el mundo. Acaba de mudarse junto a su esposa a una nueva casa, Sebastián está desempleado y su relación no pasa, ahora mismo, por el mejor momento.

¿Crisis? Sí, económica y emocional. Sebastián necesita conseguir pronto un trabajo y decide trabajar de conductor en su viejo Peugeot, una decisión un tanto azarosa, su número de teléfono es confundido en varias ocasiones con una empresa de choferes. En uno de sus viajes conoce a Jalil (Ernesto Suárez, una entrañable actuación para un hombre dedicado a escribir y dirigir teatro y que debuta, con este filme, a sus 72 años como actor de cine), un hombre mayor bastante frío y con serios problemas de salud.

A esta dupla los unirá un viaje desde Buenos Aires hasta La Paz, Bolivia.  Jalil necesita ir a encontrarse con su hermano a La Paz y no quiere (ni puede, según dice) hacerlo por avión; Sebastián se verá forzado a aceptar, necesita dinero, su mujer está desempleada y la relación pasa una profunda crisis, entre otras cosas, ella quiere convertirse en madre y Sebastián claramente no sabe ni quién es.

Así comienza el viaje de nuestros protagonistas, recorrer un país, adentrarse por los caminos de la Argentina, convivir con un viejo musulmán que necesita parar a cada instante bien sea para mear o para orar. ¿Qué es el viaje? y ¿por qué de él? Porque, como decía Miguel Hernández, con tres heridas hemos nacido, la del amor, la de la muerte y la de la vida. Todos estamos hechos para transitar un mismo camino, el camino de la vida y estamos hechos también para llegar a ese destino inevitable que nos une a todos: la muerte.

El viaje supone un elemento central en la vida de cualquier hombre. El viaje nos transforma, es nuestro reencuentro. El camino hacia dios, hacia ese dios que habita en nosotros. ¿Acaso es fácil de encontrarlo? Claro que no, es necesario atravesar desiertos, mares, monstruos, guerras. Al final el hombre transformado/renacido vuelve al punto de partida pero siendo otro. La vida lo ha marcado.

Ulises emprende el viaje de regreso a Ítaca en La Odisea pero ¿acaso vuelve siendo el mismo que partió? En camino a La Paz, Jalil intenta llegar, como destino final, a La Meca, sin embargo, La Meca puede ser cualquier otro lugar y La Paz también puede ser cualquier destino diferente, no importa el nombre ni el espacio, importa el camino.

Con un lenguaje sencillo, poco poético y, por tanto, nada forzado, los personajes se abren ante los ojos del espectador con una piel original, auténtica. El filme es la ópera prima de Francisco Varone  (por eso van aplausos de pie), una obra que no pretende fascinarnos con cualquier recurso técnico (aunque hay que destacar el trabajo de la fotografía y la banda sonora).

Un viaje al corazón del hombre. A su humanidad más profunda. Un buen sabor de boca. Una sensación de melancolía. Un camino hacia esa paz que todos anhelamos y perseguimos. Un viaje ida y vuelta a Ítaca, ¡cómo no!

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