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Cambia, todo cambia

A raíz de los últimos acontecimientos producidos en Llallagua, unos amigos comentaron que antes la gente aplaudía cuando los militares dejaban funciones de gobierno, cuando se iban a sus cuarteles, como lo pedía la población, en tanto ahora es ella misma la que los recibe con aplausos cuando se hacen presentes para restablecer el orden y protegerla de actos vandálicos como los sucedidos durante los bloqueos instigados por Evo Morales.

Llallagua, la ciudad en que ocurrió esto, está ubicada en la provincia Bustillo del departamento de Potosí, cuya capital es Uncía y cerca de la cual están Catavi, Siglo XX, Miraflores y Cancañiri. Fue la zona en que se asentó el proletariado minero más combativo que conoció la historia de Bolivia y en ella se produjeron masacres de mineros y sus familias, como la de Uncía, en 1923; la de Catavi, en 1942; y la de san Juan, en 1967.

La primera de ellas tuvo lugar el 4 de junio de 1923, cuando el ejército disparó contra una multitudinaria concentración de trabajadores mineros, que exigía la liberación de sus dirigentes que semanas antes habían conformado la Federación Obrera Central de Uncía (FOCU) y habían sido llevados con engaños a las oficinas de la subprefectura, en las que fueron detenidos. El saldo fue de siete muertos y bastantes más heridos, según cifras oficiales.

La segunda se produjo el 21 de diciembre de 1942, en los campos de María Barzola, ubicados en Catavi. En homenaje a la fecha, durante muchos años funcionó la radio “21 de diciembre”, que formaba parte de la Red Nacional de Emisoras Minera de Bolivia. Los reclamos por mejoras salariales que realizaron los mineros del lugar, eran contrarios a la decisión del gobierno de Enrique Peñaranda de no paralizar labores en las minas para hacer efectiva la entrega de minerales a los aliados que se enfrentaban al Eje en la segunda guerra mundial y ese desencadenó la masacre, que tuvo un saldo de 20 muertos y 50 heridos.

La tercera se produjo en 1967, cuando el gobierno de René Barrientos Ortuño ordenó la acción en represalia de la decisión de los mineros de contribuir con una mita a la guerrilla del “Che” Guevara que tenía lugar en Ñancahuazú, en el sudeste boliviano y arrojó un saldo de 20 muertos, 72 heridos y 200 desaparecidos.

Las dos primeras masacres se produjeron cuando en Bolivia la minería estaba en manos de los “barones del estaño”, Patiño, Hoschild y Aramayo, a cuyo servicio se encontraban los gobiernos, la Policía y las Fuerzas Armadas. En aquella época la legislación laboral estaba despuntando como consecuencia de la lucha de los trabajadores y del ejemplo de otros países, así como por la vigencia de la Doctrina Social de la Iglesia y el nacimiento y funcionamiento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). La tercera masacre se produjo después de la revolución nacional de 1952

En todos los casos, las Fuerzas Armadas actuaban al servicio de intereses de unos pocos y de Estados Unidos. No sólo en Bolivia, sino en otros países que, como Brasil, vivían ya las dictaduras de la seguridad nacional, cuyo representante en Bolivia fue Hugo Banzer Suárez.

Las Fuerzas Armadas eran vistas como enemigo del pueblo boliviano y, como se anotaba en la conversación que inspiró la presente columna, cuando en 1982 asumió el gobierno de Bolivia el Dr. Hernán Siles Zuazo, la población aplaudió el repliegue de los militares de las funciones de gobierno.

Lejos de aquellos momentos, cuando la semana pasada los militares llegaron a Llallagua, para poner orden y proteger a la población de la barbarie promovida por los seguidores de Evo Morales en los bloqueos, fueron recibidos con aplausos y vítores por parte de la población, cuya composición social deja en claro que no se trata de gamonales o millonarios, sino de personas que trabajan duro para subsistir y estaban hartas del acoso y barbaridades de los bloqueadores.

El asesinato de policías, uno de ellos por un certero disparo y los otros golpeados hasta la muerte e incluso uno de ellos dinamitado, así como el de un adolescente de 17 años acusado de ser soplón de la Policía, a más de salvaje y bárbaro, da cuenta de la desprotección en que se encontraba la población, a expensas de los alevosos bloqueadores, movidos por la obsesión del ex presidente para ser habilitado cono candidato para las próximas elecciones. Fue también ocasión para descubrir, la ligazón de los bloqueadores con el narcotráfico, como se ha demostrado fehacientemente durante el desmantelamiento de carpas solares que, donadas por la cooperación internacional para ser utilizadas en labores agrícolas, fueron destinadas al cultivo de marihuana, a la cabeza de experimentados colombianos, como se ha denunciado hace pocas horas.

Las Fuerzas Armadas habían asumido similar conducta en la ciudad de La Paz, en 2019, ante la ola de atentados terroristas desatados por los seguidores de Evo Morales, mientras éste huía a México. En aquella ocasión, la presencia de los militares en las calles pretendió mostrarse por los masistas como un golpe de estado que en realidad nunca fue tal, y dio pábulo a que sinvergüenzas de todo tipo, entre los que sobresalen impostores argentinos, inventen historias y se refieran al gobierno constitucional transitorio de la señora Jeanine Añez, como una “sangrienta dictadura”.

Total, que “cambia, todo cambia”, como lo escribió el compositor chileno Julio Numhauser en 1982 durante su exilio. Hoy las Fuerzas Armadas protegen a la población de los excesos de sujetos desquiciados, ligados a actividades ilícitas y al servicio de intereses personales.

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