Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Nieva.
Aliona Antonova lee un poema de Marina Tsvétaeva, escrito en 1934. En francés. Antonova, cantante de Les Musiciens de Lviv, activos en París en este disco del 2002 (Cabaret Slave). “Romances rusos, baladas gitanas, músicas judías de Odessa, canciones de los cosacos ucranianos, doïnas moldavas, khoras serbias, he aquí un florilegio alegre y triste a la vez, endiablado y melancólico, que hace revivir la gran tradición del Slavianski Bazar, el más famoso music-hall de Moscú en época de los zares”, reza el texto interior.
Recuerdo al vocalista del grupo Gogol Bordello buscando sus ancestros gitanos y ucranianos, desde los Cárpatos orientales, en Uzhhorod, hasta la profunda Rusia. Un veterano ucraniano de las guerras rusas, en Belgorod, arrestado por llevar una camisa que dice “No a la guerra” llora cuando lo entrevistan a tiempo de ser arrestado. Mis padres están enterrados allá en Ucrania, cuenta. De Belgorod salieron decenas de misiles hacia la enfrente hermana Kharkov. ¿Cómo es posible? De esos lanzacohetes que en tiempos de la invasión nazi llamaban “órganos de Stalin”. Y en el Café Eslavo de París bailaban todos juntos. He visto el año 92 llegar bosnios a Denver que eran tan rubios y de tan celestes ojos como sus enemigos serbios. Mi amigo Jamal Brakmić medía un metro noventa y nada tenía de turco. Si eligió al Profeta fue asunto suyo. Sus claros ojos no lo salvarían y tuvo que huir. Hoy es amigo aquí con otro empresario, como él, que viene de la extrema derecha croata de Ante Pavelić. Hablan el mismo idioma; aquí son uno, allá dos. ¿Cuál es la lógica del absurdo?
La Bestia apocalíptica, el judoka y modelo V. Putin, enrosca las pezuñas; debajo de sus pantalones hay patas de cabra, goyesco infernal, cobarde. Se escuda en el botón nuclear mientras los francotiradores descabezan a sus amedallados generales. En la desesperación de la derrota, en la vergüenza de haber mostrado que Rusia no es la aparente potencia militar, es capaz de azuzar el hongo maligno sobre Kiev o Kharkiv. La guerra no es entre él y Biden sino la del futuro en contra de la oscuridad. Casi como volver a la épica de Tolkien de héroes y demonios. Lástima que al final no quedará así: somos humanos, y como tales desataremos el fin.
Mi amiga Anna escapó de las ruinas de Sumy, casi fronteriza con Rusia. Era verde, arbolada y quieta, ciudad ucraniana con mucho de melancolía y un dejo de tristeza. Será la muerte que se enseñoreó allí por mil años, pero también las madres que nunca sucumbieron ante nadie, que soportaron tormento mientras amamantaban a los hijos de la guerra. Ella, Anna, bella e inteligente, huyó al oeste, a Lviv. Allí está y narra sus penurias en chats del gmail. Lo terrible de la huida, niños muertos, humo, hierro retorcido. Dice que en el refugio están “miles” en un solo cuarto, que no pueden salir, que los servicios higiénicos compartidos… Quiere ir a Varsovia. Yo que soy inmigrante sé lo que va a hacer: morir de sirvienta, matrimoniarse con un humilde como ella y entre dos ser mitad pobres, o doblemente pobres, nunca se sabe. A los 32, el mundo se lo extinguió un perro rabioso. Una niña pregunta dónde están mis amigos; el perro enfermo no responde, ofrece sesenta mil dólares a las madres de cada conscripto muerto. Si Rusia es la que siempre fue, lo arrastrarán en su momento al patio y lo colgarán sin pantalones, macho cabrío de escasa sangre.
Anna dice que está con gente de “diferentes naciones” de las que desconfía. “Los peores son los gitanos”, afirma. “Me gustan los gitanos”, respondo. “¿Por qué, porque arrastraron con caballos a su aldea un tanque ruso?” También por eso, digo. Volvemos a lo mismo, siempre.
Antes de Los músicos de Lviv escuchaba danzones tradicionales. Cienfuegos en el recuerdo, los negros ancianos haciendo arabescos con el cuerpo con lentitud, como si dibujaran. La Habana Vieja, húmedas calles de Veracruz. Antigua Lviv, Lvov, Lemberg, joya del imperio austrohúngaro, no muy lejos de otra belleza trágica, ya en Polonia, Zamość, a orillas del campo de exterminio de Bełżec, para no olvidar que a la belleza la acompaña el horror.
Los gitanos arrastran un vehículo de guerra con cansinos caballos. Festejan, harán violines con la chatarra, danzarán encima de las calaveras. El tímido Nosferatu se ha escondido en ataúd de hormigón porque no quiere ver. En esto, en la furia de Madame Putin, no hay arte gótica sino un realismo de desenfreno y locura. Ni ética ni estética, ni razón ni historia.
La gruesa voz de Aliona Antonova convierte el ucraniano en lengua dulce. Dicen que los chocolates de Lviv son los mejores del mundo. He visto fotografías de aquellas efímeras joyas. Pronto serán bañados con sangre para reemplazar a las cerezas. Y el mundo sigue aceptando tiranos, asesinos, pedófilos que despertarían otra vez la ira de Savonarola. Pero todavía hay sol en Ucrania, y lo habrá cuando el Can maldito sea polvo, el Dnieper seguirá corriendo cuando el hombre se haya esfumado con sombrías e inútiles vanidades. La tumba de Tolstoi es un montículo de tierra donde crecen hierbas y pasean hormigas…
Imagen: Carne y chocolate, Lviv, Ucrania