Márcia Batista Ramos
No importa si es un martes o jueves, si es la hora del té o si es la hora de acostar a los niños… Los terroristas llegan – ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!
Adiós paz. Adiós vida.
Los terroristas siempre llegan de sorpresa, arrasando con todo y con todos. Llegan en nombre del pueblo, de la verdad, en nombre de Dios o de la libertad. Irrumpen el momento sin invitación, provocando, en cualquier humano que se tope con ellos, una cascada de reacciones rápidas como: aceleración del ritmo cardíaco, liberación de cortisol y adrenalina, sudoración, dilatación de las pupilas y tensión muscular. O sea, los terroristas llegan y provocan miedo. Miedo y dolor. Mucho dolor con una dosis brutal de miedo.
El miedo es un sentimiento universal que se refleja a través del mismo grito en todos los idiomas, del mismo silencio después de la explosión o disparo y escurre como una lágrima después de cada violación. El terrorismo —esa llaga antigua— no nace del valor, sino de la cobardía que necesita justificarse con el dolor ajeno. Por eso, esparce la sangre del inocente. Camina entre nosotros disfrazado de fe, de patria o de justicia, y siempre lleva en el bolsillo una excusa para matar. Casi siempre cubre el rostro, aunque se empeñe en pintarse banderas sobre la piel.
Cuando el terrorismo llega en cualquier día de la semana, sea un lunes o sábado, los niños dejan de soñar, las madres recogen cuerpos que no reconocen, y las vidas, que no se apagan, se llenan de humo y miedo.
Los que siembran el terror creen que su verdad es más alta, pero solo levantan ruinas donde alguna vez hubo humanidad. Sin jamás percatarse de que la violencia, cuando se disfraza de virtud, es el fracaso más triste de la razón. Pues, no hay causa que absuelva el crimen de apagar una vida. Además, ningún dogma, ninguna frontera, ningún dios tiene derecho a exigir el sacrificio del inocente. ¿Pero, quién podría hacerlos entrar en razón?
El planeta Tierra, cansado, por ahora guarda silencio. Mientras las tumbas se multiplican como un lenguaje sin palabras.
Aquellos que aman la paz, usan sus manos para sembrar, sus miradas para ver el amor, mientras sus voces insisten en pronunciar la palabra vida.
La humanidad quiere paz porque sabe que el dolor no es argumento, ni la sangre, tinta para escribir la historia.