Bolivia amaneció con nuevo presidente y vicepresidente. Rodrigo Paz y Edman Lara, del PDC, ganaron la segunda vuelta —según datos preliminares brindados por el Órgano Electoral— con el 54,53 % de los votos frente al 45,47 % de la alianza Libre. Una victoria que evidencia una diferencia considerable y abre un nuevo capítulo político. O al menos, eso parece. Porque una cosa es ganar el gobierno… y otra, muy distinta, tener el poder.
Este balotaje —inédito, histórico, inesperado— no solo marca un cambio de nombres sino la confirmación de que el país sigue votando entre la ilusión y el desencanto. Lo que se vivió en campaña fue un carnaval de contradicciones, insultos y promesas imposibles. Dos duplas que ofrecieron más ruido que certezas, y un electorado cansado que votó no tanto por convicción, sino por descarte.
Rodrigo Paz llega al poder con un discurso de moderación y unidad; Edman Lara, con uno de fuego y confrontación. En los debates, se notó que cada uno caminaba por su lado, pero la coyuntura los obligó a abrazarse por conveniencia. Hoy, esa alianza improvisada se convierte en la fórmula que conducirá el país. Y no deja de ser paradójico: ganaron prometiendo reconciliación, pero llegan divididos.
En la campaña, Lara se vendió como el “salvador” del pueblo, el hombre que pondría fin a la corrupción y llevaría bonos hasta al gato. Prometió tanto, que hasta los arcángeles tomaron nota. Rodrigo Paz, más prudente, intentó mantener el equilibrio, pero el fuego de su vicepresidente lo arrastró a un terreno donde la demagogia y la exageración se volvieron rutina.
Edman Lara no oculta sus ambiciones. Desde el día siguiente a los resultados de la primera vuelta se notó que no quiere ser vicepresidente: quiere ser presidente. Su discurso incendiario, su constante exposición mediática y sus contradicciones frente a su propio compañero de fórmula revelan algo más que entusiasmo: una peligrosa obsesión por el poder. Y cuando un vicepresidente sueña con derrocar, en lugar de acompañar, la democracia tiembla. Si sus intereses personales terminan cruzándose con los de Evo Morales, el MAS, los movimientos sociales que aún manejan resortes del poder, o con las ambiciones de otros actores políticos el nuevo gobierno podría convertirse en un caballo de Troya: el enemigo adentro, disfrazado de renovación.
Del otro lado, Tuto Quiroga quedó otra vez en la vereda del casi. No pudo reinventarse. Su campaña fue más una réplica de su pasado que una propuesta de futuro. Juan Pablo Velasco, su acompañante, nunca estuvo a la altura, y su aporte político fue el silencio.
Las entrevistas, debates televisivos, declaraciones y presencia en redes sociales confirmaron que estos candidatos a vicepresidente son los peores de la era democrática. Desconocían funciones, confundían conceptos, y demostraron que en Bolivia cualquiera puede postular, pero pocos pueden gobernar.
Y ahora que la euforia pasa, empieza la resaca. El país que heredan Paz y Lara no es un país: es un campo minado. Crisis económica, polarización social, instituciones corroídas, justicia tomada por intereses, y una ciudadanía que ya no confía en nadie.
Pero hay algo más profundo: un poder oculto que no se entrega con el voto. El MAS puede haber perdido el gobierno, pero no ha perdido el poder. Sus redes siguen vivas en los sindicatos, en las federaciones, en las universidades, en los medios, en la justicia y, sobre todo en el Chapare.
Ahí está el verdadero desafío del nuevo gobierno: no administrar el país, sino liberarlo de la telaraña invisible que el masismo dejó en todos los niveles del Estado. Porque el poder real no vive en el Palacio Quemado; vive en los pactos, en los favores, en las calles movilizadas y en las oficinas donde todavía se respira obediencia a Evo Morales.
Los resultados del balotaje, curiosamente, se parecen a los triunfos que en su momento obtuvieron Evo Morales y luego Luis Arce: una victoria con mayoría y diferencia considerable frente a sus contendores, sostenida sobre todo en el voto popular y rural. La historia se repite, solo que con otros colores. ¿Quiénes votaron por Paz y Lara? Los desencantados del MAS que no se atrevieron a cambiar radicalmente, los sectores rurales que aún creen en los bonos y los discursos del “pueblo primero”, y una clase media cansada de los mismos rostros, que optó por “el mal menor” antes que por el salto al vacío. Ganaron por necesidad de esperanza, no por convicción ideológica. En otras palabras: el voto fue más emocional que racional, más castigo que confianza.
Y entonces surge la gran pregunta: ¿el nuevo gobierno responderá al poder del Chapare o se atreverá a enfrentarlo? ¿Tendrá la fuerza para consolidar cambios estructurales en un país donde la corrupción es sistema, la justicia es botín y el poder es herencia?
El PDC prometió una cruzada contra la corrupción, un “nuevo comienzo”. Pero los discursos se prueban con hechos, no con micrófonos. ¿Tendrán el valor de procesar a Evo Morales, Luis Arce y a quienes saquearon el país durante años? ¿O terminarán pactando bajo la mesa para garantizar gobernabilidad? La historia nos enseñó que en Bolivia la justicia se acomoda al viento político.
Y más allá del pasado, está el presente, el futuro mediato e inmediato: ¿habrá estabilidad social? ¿Podrán Paz y Lara gobernar sin el permiso de los movimientos sociales, sin el chantaje del poder residual del MAS? ¿Lograrán enfrentar la crisis económica con políticas reales, o volverán al viejo truco del asistencialismo? Y la pregunta que no se puede obviar ¿Logrará Paz conciliar con Lara y trabajar con racionalidad, anteponiendo los intereses comunes de toda la sociedad por encima de intereses personales y políticos? Las respuestas aún están en construcción, pero el reloj ya empezó a correr.
Lo que viene no será fácil. En menos de un año se celebrarán las elecciones subnacionales: alcaldías, concejos municipales, gobernaciones, asambleas departamentales. Ahí se juega el poder territorial, el verdadero termómetro del país. Porque quien controle los municipios y las gobernaciones, controla la política del día a día.
Y el MAS, aunque golpeado, no está muerto. Tiene estructura, base social y una maquinaria aceitada. Es probable que, tras su derrota nacional, busque reestructurarse bajo nuevos colores, quizá incluso cobijándose en el PDC, infiltrando candidaturas, financiando campañas locales y volviendo a ocupar espacios estratégicos desde abajo.
La otra opción es que el PDC asuma un liderazgo territorial real, desplazando definitivamente al masismo y creando una nueva red política que gobierne desde lo local hacia lo nacional. Pero para eso, necesitará cuadros formados, proyectos serios, una visión de país que trascienda los bonos y la propaganda, cambios profundos a la estructura institucional y, capacidad para poner un alto a los liderazgos reciclados, aunque eso implique hacer uso de la fuerza coercitiva del Estado para hacer cumplir las leyes y castigar a quienes las vulneren, a quienes quieran imponer intereses personales sobre los intereses comunes y, también, lograr que, quienes cometieron delitos personales y públicos, respondan ante la justicia.
Porque gobernar un país no es repartir dádivas ni administrar pobreza: es planificar el futuro. Y en eso, Bolivia ha fallado una y otra vez. El poder se ha usado para castigar enemigos, no para construir nación.
El desafío de Paz y Lara es monumental: refundar la confianza. Y para lograrlo, deberán demostrar que su alianza no es un matrimonio por interés, sino un proyecto político de verdad. De lo contrario, serán devorados por su propia sombra.
La historia boliviana es maestra en ironías: gobiernos que llegan prometiendo cambio terminan pareciéndose a los que destronaron. Y si el PDC no rompe ese ciclo, el país volverá a despertar dentro de unos años con el mismo desencanto y una realidad más compleja que la actual, solo con nuevos nombres.
Si el nuevo gobierno escucha más al Chapare que al pueblo, la promesa de cambio se convertirá en eco vacío. Pero si decide cortar los hilos del viejo poder, la historia podría girar por fin hacia un nuevo futuro que se vaya construyendo de a poco. El dilema no está en el pasado, sino en el coraje de mirar al futuro sin miedo.
Si se atreven a juzgar la corrupción, incluso la que viste de azul histórico o colores recientes, y si devuelven dignidad a la justicia y esperanza a la economía, Bolivia podría empezar su verdadera revolución: la moral. La que no necesita banderas ni líderes eternos, solo instituciones limpias y gente libre.
Quizás esta sea la gran oportunidad para reconciliar al país consigo mismo. Si el nuevo gobierno logra tejer una verdadera unidad entre la Asamblea Legislativa, los tres niveles de gobierno, los actores sociales y políticos, y las regiones que por años caminaron separadas, Bolivia podría empezar a sanar sus fracturas. No se trata de pactos por conveniencia, sino de acuerdos por el bien común. De sumar voluntades y no restar esperanzas. El país necesita una política de encuentro, donde la diferencia sea fuerza y no amenaza, y donde todo proyecto que contribuya al desarrollo —sin importar de quién venga— encuentre apoyo y continuidad.
La gestión 2025-2030 pondrá a prueba no solo a un gobierno, sino a una generación. La que debe decidir si seguimos gobernados por fantasmas o si por fin dejamos de tener miedo a reconstruirnos.
Desde La Esquina decimos lo que muchos piensan: el poder puede tener dueño, pero la esperanza sigue siendo del pueblo. Y mientras haya bolivianos dispuestos a creer, a exigir y a no callar, Bolivia seguirá teniendo futuro. Porque los pueblos no mueren cuando los traicionan; mueren cuando se resignan. Y este pueblo, aunque cansado, todavía no se rindió.