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Bienes escasos en Bolivia: matices y diferenciaciones

H. C. F.  Mansilla

El orador o el docente que utiliza vocablos alternativos a los que acaba de nombrar, corre el riesgo de malquistarse con los oyentes. Los sinónimos son vistos como una muestra de falsa erudición y como un factor de confusión e intranquilidad. En el público que asiste a conferencias se puede detectar algo así como una aversión a los matices y las sutilezas y, en general, a todo intento de diferenciación de temáticas que no pueden ser reducidas a explicaciones elementales. Los asistentes, aún en el caso de actos académicos y universitarios, prefieren los argumentos sencillos, fáciles de memorizar. Las simplificaciones son, en el fondo, siempre bienvenidas, pues ahorran esfuerzos y hacen recordar algo que los oyentes ya sabían. Es un retorno a las propias raíces civilizatorias altamente apreciadas. Los sinónimos y los matices generan un cierto desasosiego social-cultural, pues las audiencias creen que tienen que esforzarse innecesariamente por comprender matices insignificantes. Paralelamente se percibe la alta estima de que gozan las definiciones que pueden ser memorizadas, aunque ellas provengan de la escolástica medieval que impide un análisis más profundo de la cuestión debatida.

Aunque suene extraño, todo esto recuerda el papel central de la liturgia en la cultura boliviana. La liturgia es el rito repetitivo que brinda tranquilidad al creyente religioso o al partidario ideológico de una doctrina secular, pues la reiteración continua – y mejor si es solemne – parece avalar la verdad y la solidez de un conocimiento o una leyenda que vienen de muy atrás. La mejor verdad es la que se reproduce continuamente hasta quedar impregnada en la memoria colectiva. Hay, por supuesto, un vigoroso elemento de infantilismo en estos quehaceres, lo que hermana a las creencias religiosas con los dogmas políticos. Aquel que enuncia una y otra vez las rutinas y convenciones de la sociedad no es el aburrido que reincide en lo archiconocido, sino el que nos recuerda las verdades de siempre. Por ello goza de una amplia autoridad intelectual y política. Un buen conocedor del ambiente intelectual del país, Andrés Eichmann Oehrli, afirmó que casi nadie quiere renunciar a la “protección de la tribu”, a la zona de confort que brinda la sintonía acrítica con el entorno. Casi todos quieren pertenecer al coro que canta las certidumbres de la comunidad, por más que estas certezas no hayan pasado por el filtro del análisis crítico.

También se puede observar una antipatía con respecto a lo escrito, a los oradores que sostienen un papel en mano, a los modestos catedráticos que explican su tema con ayuda de un manuscrito. Como en tiempos coloniales, una buena retórica es considerada como superior a un argumento racional basado en algún soporte escrito. Es claro que en la época actual los jóvenes aprecian intensamente cualquier presentación con imágenes, pues estas últimas, además de engendrar un fugaz goce estético, sustituyen eficazmente la lectura de cualquier texto. Una imagen vale mil palabras, así como tradicionalmente un buen discurso ha sido el equivalente de cien libros. Por otra parte, aquel que sabe recitar – una forma de liturgia – cae mejor que el candoroso que se esfuerza por exponer argumentos plausibles concatenados lógicamente. Pocos se percatan de que un esquema preparado de antemano ayuda a articular mejor los elementos de cualquier discurso, evita repeticiones y así hace perder menos tiempo a los oyentes.

Ya se dijo que Bolivia no es país para distintos. El distinto debe justificarse continuamente ante una audiencia suspicaz o ligeramente agresiva por representar ideas y valores algo divergentes de las habituales. En cambio el autoritario,  el defraudador de fondos fiscales y el narcotraficante se mueven como peces en el agua en el seno de una sociedad que acepta estos comportamientos sin una condena ética porque han sido tolerados a lo largo de grandes periodos históricos y así han adquirido una pátina de legitimidad tácita. El distinto es mal visto en un orden social colectivista.

Contra esta tesis se puede alegar que los bolivianos de casi todos los estratos sociales y ámbitos geográficos se destacan por un acendrado in­dividualismo: defienden con garras y uñas su propiedad, negocio y herencia, perjudican al prójimo con tal de obtener pequeñas ventajas personales y no contribuyen a un espíritu cívico de ayuda mutua. En la prosaica vida cotidiana estas son asimismo las pautas normativas de comportamiento de los estratos de origen indígena, pese a la propaganda en sentido contrario de pensadores indianistas y descolonizadores. Este conjunto de actitudes no conforma, empero, un genuino individualismo moderno, tolerante y esclarecido, sino una defensa bastante primitiva de sujetos que tienen algo que perder. Es una postura que se niega a reconocer méritos y logros individuales; denigra a los que realmente se distinguen y trata de nivelar a todo el grupo social para que el talento auténtico no pueda surgir.

La colectividad boliviana premia todavía el acomodo fácil y la integración al modo de vida prevaleciente y rechaza al disidente, al que piensa y obra de modo autónomo, al que se desvía del grupo y al que exhibe espíritu crítico. Está mal visto que alguien desapruebe el ruido de las calles, las alarmas desbocadas de los vehículos y la falta de estética pública. El que censura los cables eléctricos y telefónicos por encima de las calles, el desportillado aspecto exterior de las construc­ciones y las aceras, el poco amor por el detalle y los acabados en cualquier trabajo, resulta un extraño, un extranjero, un desadaptado. Otros elementos de esta tradición han perdurado hasta hoy. Por ejemplo: si la ad­ministración pública y el Poder Judicial cometen errores, rara vez los admiten como tales, aunque se trate de una práctica repetitiva. El pobre ciudadano tiene que preocu­parse de enmendar­los ante funcionarios altaneros y mal instruidos que nunca se imaginan que pueden equivocarse. Es el ciudadano ─ o mejor dicho: el súbdito ─ el que con infinita paciencia tiene que correr con los costos de la corrección, pues la dignidad ontológica del individuo es inferior a aquella de los entes colectivos como las instituciones estatales.

El cultivo de sutilezas y matices no es precisamente el fuerte de la nación boliviana, y por ello no hay una tradición científica sostenida y vigorosa. La repugnancia sentida por los sinónimos y las diferencias nos muestra que el ingreso de Bolivia a la modernidad es arduo, laborioso e impredecible.

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