Bernardo Guardado nació en 1913 en Avilés, donde murió en 1982.

OTOÑU

El cielu, con el orbayu,

yera una ñube de plomu

pintando de color gris

l’amanecer del Otoñu.



Facía musties les miraes

del candorosu palombu,

qu’embucháu nel palombar

trocara’l vuelu en reposu.


Ablayaba les tonaes,

faltes de bríu y arroxu,

qu’entonaben nes quintanes,

acohibíos, los mozos.


La vara la yerba seca,

afincada xunto al horru,

yera un montón de quexumbre,

esfumaos los sos contornos

ente los velos de ñiebla

que la cobrín con so embozu.


Les llágrimes que corrín

d’aquel cielu gris de plomu,

al cayer temblonamente,

como’l rodar d’un sollozu,

facín rosarios de cuentes,

en un rezar fervorosu.


¡Que tristeza guarda en sí

un amanecer d’Otoñu.


Sin embargo, ye tristeza

que se desdobla nel gociu

del desfrutar de sentires

d’unos mundos misteriosos.


Ye como esi frutu verde

qu’al mordelu ye acidosu

pero que dexa un regustu

que pide golver por otru.


Quiciás porque la tristeza

siendo dolor, sobre tou,

seya dolor ñecesariu

pa non vivir d’enquivocos.

Que la verdá, de por sí,

tien más tristeces que gocios;

y engañase nun placer,

que suele durar mui poco

ye vivir ena mentira

de gocios más que dudosos.


Por ello l’Otoñu tien

en so existir quexumbroso

un acentu de verdá,

un sufrimientu añimosu,

que siendo padecimientu

lleva algo en sí de dichosu.


Non sé; non soi a explicame;

ye perdemás embrollosu

aclarar debíamente

los sentires del Otoñu.



OTOÑO

El cielo, con la llovizna,

era una nube de plomo

pintando de color gris

el amanecer del otoño.

Hacía melancólicas las miradas

del candoroso palomo,

que embutido en el palomar

cambiara el vuelo por reposo.

Abatía las tonadas,

faltas de brío y arrojo,

que entonaban los jóvenes,

cohibidos, en los antuzanos.

La vara de hierba seca,

ahincada junta al hórreo,

era un montón de lamentos,

esfumados sus contornos

entre los velos de niebla

que la cubrían con su embozo.

Las lágrimas que corrían

de aquel cielo gris de plomo,

al caer temblonamente,

como el rodar de un sollozo,

hacían rosarios de cuentas,

en un rezar fervoroso.

¡Qué tristeza guarda en sí

un amanecer de otoño!

Sin embargo, es tristeza

que se desdobla en el gozo

del disfrutar de sentires

de unos mundos misteriosos.

Es como ese fruto verde

que al morderlo es ácido

pero que deja un regusto

que pide volver por otro.

Quizá porque la tristeza

siendo dolor, sobre todo,

sea dolor necesario

para no vivir de equívocos.

Que la verdad, de por sí,

tiene más tristezas que gozos;

y engañarse en un placer,

que suele durar muy poco

es vivir en la mentira

de gozos más que dudosos.

Por ello el otoño tiene

en su existir quejumbroso

un acento de verdad,

un sufrimiento animoso,

que siendo padecimiento

lleva algo en sí de dichoso.

No sé; no me sé explicar;

es muy dificultoso

aclarar debidamente

los sentires del otoño.