Homero Carvalho Oliva
Al Picaso, entrañable habitante de la noche paceña; cuyo verdadero nombre era Jorge Sanjinés, como el cineasta.
Que este infierno sea nuestro cielo.
Richard Matheson
Durante las últimas décadas del siglo pasado, en el barrio de San Pedro, de la ciudad de Nuestra Señora de La Paz de Ayacucho, existía una taberna cuyo nombre proscrito espantaba a quienes creían en el castigo eterno: Bar Averno, se llamaba la sórdida bodega y estaba en un callejón que era únicamente conocido por los iniciados en los ritos del alcohol, las palabras profanas, las malas noches y las delirantes madrugadas; el callejón fue nominado Caracoles, sin que nadie supiera nunca el porqué de su denominación, al lugar se lo podía ubicar si se estaba convenientemente borracho, solo así se aparecía ante nuestros ojos, como si el alcohol activara una brújula interior que nos guiaba hacia su maldición.
Recuerdo vagamente que, para llegar al callejón, se pasaba por la Plaza Belzu, pretencioso nombre para un pequeño espacio empedrado, en homenaje a un presidente populista que algunos paceños consideran santo. Presos de los arrebatos espirituosos subíamos el callejón, sorteando un líquido nauseabundo que escurría por la mitad del angostillo, como si fuera uno de los infaustos ríos del Hades, hasta llegar a una bifurcación, cuyo pico de plancha sostenía una casucha, pintada de un rojo espantoso, que albergaba al Bar Averno. El vetusto inmueble parecía a punto de caerse, cosa que no nos preocupaba y que, gracias a Baco, no sucedió mientras fuimos parroquianos. Adentro de la taberna, la efigie de un enorme diablo recibía a los visitantes, los más antiguos visitantes contaban que el dueño había robado la grotesca estatua de un socavón abandonado; allí, en el interior del bar, un viejo con cara de sapo. servía brebajes humeantes conocidos como “quemapechos”, que escaldaban la lengua, la tráquea y el alma misma; sin embargo, nos abrigaban del frío nocturno.
El averno, la antesala del inframundo
El Bar Averno era un tugurio en el que, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, gastábamos nuestra juventud, con infames tragos de alcohol y sultana, bebiendo hasta la tinta de nuestros escritos. Creo que lo conocí el año del Señor de 1977, a la edad de veinte años, lo busqué fascinado por la oscuridad y porque un poeta adicto había asegurado que solo se podía llegar a la iluminación a través del alcohol; codiciaba esa condenación iniciática. Allí rematábamos la noche y salíamos al día siguiente, como náufragos perdidos en una ciudad que apenas se despertaba. Allí nos robaron zapatos, billeteras, chamarras; yo perdí cuentos, que nunca pude volver a escribir, olvidé libros, cuadernos de la universidad y sueños de juventud. Allí, el Víctor, dueño del infiernillo, nos vendía ilusiones vanas; conocí a buenos y malos amigos, a maleantes que eran más nobles que muchos “izquierdistas” que frecuentaban el lugar para sentirse revolucionarios. Con algunos de esos intelectuales, cuya profesión era la conspiración perpetua contra el imperialismo norteamericano, pero que, en realidad, eran vagos ilustrados, como la mayoría de esa cantina; ocasionalmente se entablaban encarnizadas discusiones ideológicas, en las que acudíamos presurosos a citar a los clásicos del marxismo y del anarquismo que dominábamos, porque algunos militábamos en organizaciones de izquierda.
El Bar Averno hacía honor a su nombre y, a veces, era solamente la entrada al inframundo de la noche paceña; del Averno partíamos presurosos y tambaleantes a buscar otras pocilgas peores si eso fuera posible y sí, lo era. En La Paz, Chuquiago Marka, las habían, era cuestión de saberse perder en las tinieblas y aparecíamos, a la hora del conticinio, junto a otros sombríos espectros, buscando apagar nuestra sed con más fuego, en lugares demenciales que solo eran visibles en la dimensión de los desvaríos, en los que se decía iban a morir los “artilleros” —soldados del alcohol dispuestos a todo por un trago más—, como si se tratara de elefantes buscando su cementerio. En esos lugares, territorios de pesadilla, olvidados por la sociedad y sus instituciones, se hablaba de espacios reservados, cuartos privados, en los que los borrachos suicidas bebían hasta “sacarse el cuerpo”, para seguir bebiendo en el mundo de las almas en pena, impulsados por una supuesta odisea dipsómana; en esos años, como diría Milton: “Por donde vuelo, es infierno; yo mismo soy infierno”, porque el incendio estaba en nosotros. En mi memoria, como campanas de una época oscura, suenan los nombres aymaras de algunos de esos boliches, sin embargo, prefiero no recordarlos para alejar la tentación por las tinieblas.
Escritores borrachos o borrachos que escribían
En el Averno, limbo de los poetas, en el primer círculo donde Dante encontró a Homero, Horacio y a Ovidio, entre otros descreídos de la fe, proyectábamos revistas de literatura que se publicaban a la muerte de un obispo, recuerdo que fui parte de una que se llamó “Vidrio molido”, cuyo nombre es suficiente para sospechar de nuestras intenciones con la sociedad; revistas que, rara vez, pasaban del primer número; pero eran pretexto para interminables reuniones etílicas. Entre sus mesas, manchadas de alcohol y saliva, planificábamos asaltos al cielo y soñábamos con Ciudad ácrata. En ese bar, el infierno anhelado que todos llevamos adentro, comentábamos e intercambiábamos libros, leíamos poemas inéditos, hablábamos mal de otros escritores, nos entusiasmábamos con supuestos premios y viajes a encuentros literarios y, se sabe, que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
La ebriedad se convirtió en un estilo de existencia, nos considerábamos escritores alcohólicos, como Bukowski, Dylan Thomas, Kerouac, Allan Poe o Jack London, aunque algunos solamente alcanzábamos a ser alcohólicos que escribían de vez en cuando. En esos años creí que el aguardiente era sagrado y los amigos necesarios para vivir, los hicimos deidades, obsesionados por descifrar los velados secretos que la ciudad noctámbula embotellaba; creí, creímos, que la palabra era la vida y la vida era marginal o no era nada. Nosotros, conspicuos amantes de la noche, íbamos allá para sentirnos poetas malditos (hubiéramos vendido nuestra alma a satanás por una botella de absenta), para estar junto a los despreciados, a la escoria, delincuentes, prostitutas y otra gente peor como nosotros mismos; algunos, tal vez uno, yo mismo, nos asumíamos seres atormentados, escritores despreciados por nuestros semejantes de la academia, cuando en verdad no teníamos ni un libro publicado; sin embargo, cuando salía un texto nuestro publicado en algunas revista de la burguesía o en el famoso suplemento literario de un periódico de la Iglesia católica, era motivo de celebración y nos olvidábamos, por esa noche, de blasfemar contra su director. Teníamos mucha bronca adentro, tantas como historias y poemas en nuestras mentes afiebradas que siempre tardábamos en escribir.
El bar era el pretexto para homenajear a escritores y poetas rebeldes como Arturo Borda, Verlaine, Baudelaire, Esenin, Jaime Saenz y/o Rimbaud, para justificar nuestra “temporada en el infierno”. En cierta ocasión para intentar compensar a las pocas mujeres que, alguna vez, se unían a esta congregación varonil de beodos, una madrugada homenajeamos a Dorothy Parker, poeta norteamericana que supo retratar el lado oscuro de la capital del mundo capitalista. Nosotros mismos, mantenidos económicamente por nuestros padres, éramos los renegados, el mundo no nos merecía. El ambiente plagado de humo de tabaco y otras hierbas, además de alientos fermentados nos hacía sentir vivos, extraviados en nuestros laberintos interiores, las palabras cobraban nuevos significados, generando acaloradas discusiones que, muchas veces, terminaban en ridículas peleas de poetas ebrios. ¿Cuántas broncas nacieron y murieron en esa inmunda bodega? Solo el diablo lo sabe.
No me arrepiento de lo vivido, ni pretendo redimirme, soy un escritor impenitente; reconozco que esas feroces experiencias también me hicieron lo que soy, con mis muchos defectos y mis escasas virtudes. Quizá en esos pérfidos bodegones se despertaron algunos de los demonios que me habitan y que, con el tiempo, he ido apaciguando o, por lo menos, alcanzando treguas. Hice amigos en inolvidables borracheras, allá nos reuníamos con personajes como el Picaso y el Viscarra, celebérrimos buscadores de cielos etílicos y de rutinaria presencia en la noche paceña; en esos bares aprendí que Sartre tenía razón cuando afirmaba que “el infierno son los otros”, porque las hermandades también pueden ser una ilusión y que Nietzsche fue preciso al advertirnos que “cuando miras al abismo, el abismo también te mira”, sé de algunos contertulios de entonces que no pudieron huir a la condenación del abismo. Tengo buenos como malos recuerdos que cicatrizaron para convertirse en fuente de mi escritura y de mi ser espiritual; pasados esos años, y otros que los acompañaron, ahora cuido que el tiempo no me devore sin dejar testimonio de mis historias.
Hoy, anno domini 2022 de calendario gregoriano, el callejón Caracoles y el Bar Averno, desaparecieron de la faz de la tierra, violentamente borrados del mapa urbano por los vientos cosmopolitas y en su lugar está el vacío del asfalto de una gran avenida. En el siglo veinte, en La Paz, del Illimani su ciudad, el escenario para hablar de literatura era el Bar Averno, hecho a la medida de nuestras quimeras o medusas; cada uno tiene sus abismos personales y ése fue alguna vez el mío, si acaso no lo fueron otros durante mi vida. Por supuesto que, tan célebre lugar, ha engendrado leyendas, cuentos, novelas y películas y se ha mitificado a varios borrachos famosos que durmieron en sus desvencijadas sillas. ¡Así sea!