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Educar las emociones

En Bolivia y en Latinoamérica en general no se habla mucho de las enfermedades mentales. Creo que es un tema tabú, al que, por eso mismo, se le tiene miedo. Más o menos como pasa con la cuestión de la muerte.

El periodista y escritor Rafael Narbona, un hombre muy inteligente, confesó abiertamente, despojándose de todo prejuicio, que en el pasado sufrió de depresiones y tuvo dos intentos de suicidio y cuadros de manía. Su hermano mayor se suicidó; como a Rafael, le habían diagnosticado bipolaridad.

Puedo intuir que en algún momento debió sentirse más o menos como el que sale del clóset. En una sociedad ideal, nadie tendría por qué avergonzarse de revelar que padece una enfermedad mental, o que le atrae una persona de su mismo sexo (cuidado alguien piense, alocadamente, que estoy afirmando que la orientación sexual es producto de una patología, ¡por favor!). En lo que toca a estas líneas, la enfermedad mental es como cualquier otra y, en consecuencia, no hay razón alguna para estigmatizarla. Con un pueblo más educado, lo ideal -lo mejor para todos- sería que hablemos sin miedo de lo que nos cuesta hablar.

En uno de sus tuits, Narbona alude a la fragilidad del ser humano. Cómo ante un evento, por lo general trágico, puede desequilibrarse y caer en el abismo de la depresión. Solamente quien alguna vez se deprimió (en serio, sin la clásica frivolización) sabe lo que es tocar fondo; y si salió de ese lugar horrible, puede contarlo.

Las crisis depresivas tienen que ser un asunto de dominio público no para hacer escarnio ni para resbalar en el morbo, sino para prevenirlas con información y conocimiento y para que quienes las sufran, además de sus familiares, sepan cómo actuar en estos casos, tan delicados que incluso desembocan en muertes prevenibles.

La historia de Narbona deja una enseñanza feliz, aunque no ha terminado ni mucho menos (de las enfermedades mentales -unas más graves que otras- se sale llevando una disciplina constante, con el consejo y la medicación -en caso de ser necesaria- de profesionales especializados, en un día a día que a veces puede ser tormentoso).

Ahora él se encuentra muy bien de salud. Escribe libros y artículos con una estabilidad emocional que da envidia. Lo atribuye, básicamente, a la disciplina. También dice que le ayudó el mensaje humanístico del Evangelio, Hillesum y Viktor Frankl. En su caso, asegura que la medicación no le funcionó, pero aclara que cada paciente es un mundo aparte.

A propósito, resulta que en las infalibles redes sociales a Narbona no le perdonaron que dijera que a él no le había servido el uso de psicofármacos ni la psicoterapia en el tratamiento de su enfermedad. Sufrió una serie de ataques: algunos relativamente razonables pero otros, prescindibles, de los habituales odiadores o “haters”.

En respuesta, él escribió: “Se desconoce la etiología de las enfermedades mentales. No estoy en contra de los psicofármacos, pero creo que se abusa de ellos y me rebelo contra el fatalismo que califica de crónicas e incurables casi todas las patologías mentales. Un modelo genetista y biologicista ha menoscabado la dimensión psicológica y espiritual del ser humano. El cerebro es sumamente plástico y nuestra libertad es real. Cada uno debe buscar su camino. No pretendo universalizar mi caso. Solo cuento mi experiencia”.

También: “La enfermedad mental suele ser producto de trayectorias biográficas muy traumáticas. Pienso que las alteraciones biológicas son un reflejo de ese dolor. Hay que abordar la enfermedad mental desde una perspectiva holística y saber que cada caso es diferente. Basta de fatalismo”.

Por eso, entre otras reflexiones, plantea la posibilidad de “reeducar las emociones” después de “una infancia marcada por hechos traumáticos” porque “crecer en hogar inestable puede provocar graves distorsiones afectivas”.

A quienes les interese este tema, el 17 de enero pasado escribí una columna titulada: “Hablemos de depresión, de esas penas mudas”.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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