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Baño

El baño del terminal de buses acabó por sepultar una vieja costumbre que formaba parte de mi inventario. Hasta hace unas décadas bastaba el dibujo de una señalética de un hombre sin rostro con cuerpo de alambre, un caballero con sombrero de copa, frac, guante y bastón o sólo uno de estos elementos adheridos a la puerta para sentirse identificado y traspasar el umbral. Por muy dedicada que fuera la confección de esta señalética, ello no necesariamente se condecía con lo que uno se encontraba al otro lado. Obviando el hedor (algo esperable pues se trata de un baño), la conducta de los propios usuarios volvía estos lugares tierra de nadie: rayados en las paredes, suciedad acumulada, chistes del bajo vientre, deterioro de accesorios, cañerías oxidadas y números telefónicos con contactos directo a Sodoma.

Hoy en cambio, a favor de una pulcritud permanente que hasta hace lagrimear, los baños de hombres se han visto poblados por un nuevo personaje que altera la cotidianidad de antaño: la señora del aseo. Lo que antes ella hacía de manera anónima con esponjas, escobillas, paños, cubetas, cloro y desinfectante, sólo una vez que los cubículos y urinarios se habían desocupado -si nos llegábamos a topar con ella era sólo por unos segundos y con sonrisas nerviosas a modo de disculpa-, ahora su actuar exige un mayor compromiso, interlocución y hasta chacoteo. Ocupar un baño ya no representa un acto individual para los hombres –en el caso de las mujeres y su gusto por ir acompañadas es un asunto en el que me declaro incompetente-, sino una acción compartida con alguien que perfectamente podría ser nuestra madre, lo que bajo ningún parámetro lo vuelve una tarea fácil.

La micción durante la última visita al baño del terminal de buses de Valparaíso fue, por decir lo menos, accidentada. La señora hablando a todo pulmón con un muchacho algo efusivo evitó por varios minutos que lograra la tan deseada evacuación. Tampoco ayudó que la señora en cuestión –de unos 60 años- apareciera por la mitad del pasillo de los urinarios para ofrecerme un trozo de papel higiénico y preguntarme por qué aún no llovía en el puerto.

Aunque demorando más de la cuenta, logré mi cometido. El líquido expulsado fluyó por la canaleta y formó su correspondiente remolino, previó al descenso hacia las catacumbas porteñas. Asumiendo la pérdida de la privacidad de antaño, salí más aliviado y adaptado a las costumbres de los nuevos tiempos. Más me vale porque al parecer irán en aumento.

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