Trabajando mi padre para el Cuerpo de Paz, aquellos años en que los universitarios atacaban las oficinas y destrozaban las puertas, conoció a muchos voluntarios que tuvieron luego importancia y peso en la vida nacional: un par de embajadores y así… El más pintoresco por su indumentaria y tupida barba, en oposición a la corbata y el afeite de otros entre los hombres, fue Vick Ridley, si mal no recuerdo el nombre porque el individuo en figura no se me ha borrado de la memoria. Venía a casa, luego de sus incursiones rurales y hablaba en quechua con mi padre, idioma que Joaquín le había enseñado desde los entrenamientos de voluntarios en Columbia, Missouri, y que había desarrollado más en su campo de trabajo, en Tiquipaya u otras regiones bolivianas. Vestía poncho y pijchaba. Era la encarnación new age muy adelantada de los oenegenistas que vendrían en el futuro. Se hizo de ahijados y compadres y se mimetizó, pelirrojo, como era, en el gentío campesino de entonces.
Años después de que acabara aquello, tiempos de Ovando, Torres y el septenio, Vick regresó a Bolivia. Prestó la consabida visita a su maestro de quechua (ya para entonces estábamos en la calle José Quintín Mendoza). No sé si ya habían matado al Che, si era el 67 o el 68, o hasta el 70, no me acuerdo. Vick contó que regresaba y se iba al Chapare a casa de un compadre, que allí estaban fabricando cocaína y que les iba de maravillas. Decía mucho más tarde mi padre, cuando se sentaba a tomar el té y contemplar la “casa grande” desde el ventanal de la pequeña, que Vick había sido uno de los pioneros del tráfico, que le había dado al negocio característica multinacional. Vino otra vez, siempre vestido de indio, bonachón y contento, cargado de juguetes norteamericanos y bombones para los seis hijos de su amigo. Luego desapareció. Hoy he decidido poner su nombre en google y buscarlo. Es un nombre común para un tipo que de común no tenía nada, que del Flower Power fue a la exploración y seguido al business, que trashumó entre el trópico, la coca-cocaína y casi seguro New York. Memorias fragmentadas, dispersas, de un hilo que hilvanamos muy tarde porque conocer, saber, siempre viene en las postrimerías, cuando lo pasado cuenta como estadística y poco se puede hacer.
A raíz, estas palabras sueltas, de haber leído algo de míster Evo Morales, la DEA, la droga, y las mentiras suyas y de los gringos al respecto. Este, como dice Saviano, es el mayor negocio de la tierra y nada lo parará. Quizá otra droga, más letal y más barata, pero la cocaína permanecerá como elixir de élites, para uso de los jerarcas Trump y Morales y las cortes de empresarios, ricos y fascistas de cualquier laya. A qué hablar, malditos, mentir y despotricar sobre la nada. La coca es el oro del fin del mundo y seguirá brillando para beneplácito de imbéciles y usufructo de cabrones.
Y también leyendo alegatos de defensores del árbol en la ciudad que los odia: Cochabamba, que fue verde, arbolada, jardín y jungla y hoy representa lo mejor de la estulticia gubernamental y desnuda las taras bolivianas en cuanto a los árboles, la sombra que dan, las raíces que levantan casas y demás avatares del crecimiento y la muerte.
Desde arriba, de la silla presidencial, se decreta la ejecución de parques nacionales, reservas de la biosfera, acuíferos, reptiles, mamíferos, humanos, en aras de la diosa coca, puta sacralizada. Guillotina a todo lo que crezca y a llenarse los bolsillos.
Otro asno, Leyes, alcalde, tiene el mismo prurito destructor y similar vanidad. Es el máximo orgasmo para tales felones de retratarse en cada vértice de las ciudades. Ahora sale con el pretexto funesto por lo absurdo de que en Coña Coña se encontró una planta de marihuana. Esta, que ni del olor soy afecto, es pues mejor, señores míos, que todo el asqueroso concreto que quieren arrojar sobre la tierra. Bien simple. Carajo.