Patricia Nasello
Él me introdujo al mundo Joan Manuel Serrat, por entonces, yo intentaba aprender a tocar el piano. Desde luego, cada apasionado por Serrat —somos millones— tiene sus temas favoritos. Nosotros dos teníamos tres, “Fiesta”, “Balada de Otoño” y “Romance De Curro El Palmo”. Como se recordará, esta última canción cuenta que Curro es pobre. Un hombre muy pobre enamorado de una joven tan pobre como él, pero ella aspira unirse a alguien adinerado —propósito que logra a través de “un curapupas”, un médico con más fortuna que ética con el que se marcha—. En este punto de la historia canta-cuenta Serrat: “Buscando el olvido se dio a la bebida/ al mus, a las quinielas… y en horas perdidas/ se leyó enterito a Don Marcial Lafuente/ pa’ no ir tras su paso como un penitente”. Nos preguntábamos, él y yo, en aquellos tiempos lejanos —principio de los 80— cuando a nuestro país el uso de la PC en el hogar aún le faltaban diez años largos para popularizarse: “¿Quién es Don Marcial Lafuente?”
Marcial Lafuente Estefanía (1903 – 1984) es el escritor más prolífico que haya dado España en novelas del género Western —novelas de vaqueros—. Hacia fines de los años 20, su profesión, ingeniero industrial, lo lleva el oeste de Estados Unidos para construir caminos. Cumplida la tarea en América regresa a España y a la Guerra Civil, que lo encuentra peleando del lado de los republicanos. Al concluir la guerra decide no aprovechar la oportunidad que se le brinda para exiliarse. “Me hospedé en un hotel del Estado” define el escritor al tiempo que el franquismo lo tuvo en la cárcel. Allí comienza a escribir, quizá por soledad, quizá por desesperación.
Sin ninguna pretensión literaria, estas novelas, que cumplen acabadamente el fin de entretener, se reducen a diálogo, acción y algunas descripciones mínimas pero estrictamente realistas, dado el conocimiento exhaustivo que el escritor tiene, por su experiencia de trabajo, del territorio donde esta acción ocurre; conocimiento que no duda en completar con mapas y estudios históricos cuando lo juzga necesario. En su época dorada, décadas del 50 y 60, llegan a vender tiradas de 30.000 ejemplares (otras crónicas hablan de 100.000). Es de destacar que el número de lectores semanales era muy superior a los 30.000 —o 100.00!—, mencionados, ya que sus novelas usadas una y otra y otra vez, se vendían en los kioscos como pan caliente.
Don Marcial escribe entre las 5 de la mañana y las 7 de la tarde descansando sólo para comer. Entrega un manuscrito de 97 páginas a su editor, uno por semana, en acuerdo a lo estipulado en el contrato. Este es el motivo por el cual abundan los diálogos de pocas palabras: hay que cubrir espacio rápidamente para dar cumplimiento a lo exigido. Con el tiempo, también sus hijos se suman a “la maquinaria Lafuente Estefanía” escribiendo novelas del oeste bajo la firma del padre. Ahora se especula que si Don Marcial hubiese celebrado contrato por cantidad de ejemplares vendidos, en lugar de hacerlo por entrega como era usual en la época, sus herederos serían multimillonarios. Jamás demuestra envanecimiento por el fervor con que el público popular lee su trabajo —impreso en hojas de baja calidad, con tapas en colores chillones—, y, si bien es cierto que cerca del fin de su carrera escribe una “novela seria” que pasa desapercibida, tampoco se lo ve nunca resentido por la absoluta ignorancia en la que sus pares lo tienen relegado. Por el contrario, gusta manifestar que a la vida no se la debe tomar muy en serio y justifica su opinión con una anécdota trágica: faltando pocos días para que finalice la guerra, su pelotón cae en manos enemigas y el oficial franquista a cargo decide pasar por las armas a todos los prisioneros. Varios han sido ya fusilados cuando una prostituta, tal vez hastiada de ver tanta sangre, tal vez por pura piedad, dice al oficial “Te cambio una acostada por la vida de éstos”. Al día siguiente otro oficial, menos cruel, toma el mando y encarcela a los que restan. “Yo salvé la vida porque pasó una mujer, nunca volví a verla”, concluía.
Ahora sé quien fue Don Marcial Lafuente y, creo, él donde está también lo sabe. Lo que desconozco es por qué, justamente ahora, viene a mi memoria aquella tarde destemplada, sin sol, cuando nuestros hijos eran pequeños y mi amada abuela Luisa vivía con nosotros. Ella y yo estábamos solas en la cocina, Romance de Curro El Palmo se dejaba oír desde un “pasacasetes” que todavía conservo.
—Esa música es muy triste, no te das cuenta porque todavía sos joven —dijo.