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Anti-intelectualismo reloaded

Sin restar valor a los sentidos ni la voluntad como nexos del sujeto con la realidad que lo circunda, el intelectualismo encuentra en la razón el sostén central del conocimiento y dominio de la naturaleza. Contrariamente, su opuesto conceptual –o antiintelectualismo– destila hostilidad y desconfianza frente a todo lo relacionado con el pensamiento reflexivo, incluidos sus cultores, a quienes tachan de inoficiosos y haraganes, dedicados a actividades embusteras y poco prácticas, por ello, fútiles.

Un intelectual, en toda regla, sobrepone la razón a las emociones, reivindicando la libre expresión y circulación de las ideas y el arte, además de alejarse de lo superfluo y las convenciones sociales establecidas (Bealey, 2003). Tiende a ser, en consecuencia, transgresor y desafiante, pues quien se esfuerce por conocer reflexiva y sistemáticamente el mundo, procurará cambiarlo, constituyéndose irremediablemente en un fastidioso incordio para la conservación del statu quo.

Genera, así, niveles variables de desdén y desconfianza, especialmente visibles en dos importantes planos: a) El político, con el poder establecido, para el cual todo sujeto que piense y actúe con espíritu crítico, así sea constructivo, se convierte de inmediato en un potencial cuestionador de todo proyecto de poder (oficialista u opositor), merecedor del embate de los aparatos represivos y de control social; y b) El sociológico, a partir de la falsa contradicción entre el “hombre de acción” y el “hombre de pensamiento”, esto es, entre el “hombre del pueblo” (la masa popular) y el “hombre intelectual” (minoría injustamente tildada de elitista y conservadora), raro e ininteligible individuo, generalmente solitario y por ello débil, mal afamado racionalista, enemigo de la emotividad popular al que urge reconducir y, en su caso, aislar como una peligrosa anomalía.

La tendencia al antiintelectualismo se extiende globalmente y más en aquellas latitudes en las que los dos planos arriba descritos confluyen negativamente, produciéndose situaciones en las que el predominio del “hombre del pueblo” (lo bueno) a costa de lo “intelectual” (lo malo) se produce desde el discurso político y la oficialidad estatal, como parte de la justificación ideológica de unas determinadas acciones políticas, sobrevalorando implícita o explícitamente lo popular por encima de todo intento de interpretar racionalmente la realidad social y sus necesidades, cuando ambas pueden perfectamente complementarse. Se instala así en el imaginario colectivo la insana idea de que el saber y el conocimiento son superfluos y hasta peligrosos, desincentivando todo afán de mejora profesional y científica en la gente, principalmente en los jóvenes, fenómeno muy popular en ellos pues se alinea a la pereza intelectual predominante en este segmento social.

La actitud de muchos autodenominados “intelectuales” tampoco aporta mucho, pues bien optan por replegarse en el silencio o la cómoda superficialidad (perdiendo autoridad), o bien se “funcionalizan” a un proyecto de poder concreto, oficialista u opositor (perdiendo credibilidad). Comprensible si se entiende que mantener la centralidad en escenarios de crispación generalizada importa elevados costos.

Este estado de cosas provocaría que, a la larga, se instale una situación de inmovilidad social y dependencia cognitiva, ya que ante la ausencia de espacios internos, abiertos y plurales, para el debate y la producción intelectual de calidad, los individuos, por definición inconformes, optarán por consumir soterrada y a veces acríticamente saberes desarrollados afuera, cuyo ingreso al sistema sociopolítico interno resulta cada vez más difícil de controlar en un escenario altamente globalizado e interconectado.

“Tenemos pechos de bronce, pero no sabemos nada” (o no lo suficiente), dura realidad explicitada por Chipana Ramos ya en el primer Congreso Indigenal de 1946, instándonos hoy a generar espacios de simbiosis entre la acción y los saberes populares con el conocimiento científico racionalista, el uno tan relevante como los otros.

Doctor en gobierno y administración pública

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