Irma Verolín
Yo miraba a la gente cuando comía: Alzaba la mano con escasa ceremonia y con ella alzaba el brazo que iba hacia alguna parte del mundo, un mundo cercano y plagado de sus propios olores, y después la llevaba hacia su boca. El mundo cambiaba y su boca también. Y luego continuaba la misma rutina. La boca, el brazo, el movimiento de los maxilares. El resultado de todo esto era un vientre hinchado, una boca y dos manos quietas. Así, poco a poco, la gente se devoraba el mundo mientras el mundo se dejaba devorar. Cuando la gente no comía, hablaba, entonces otra vez sus manos iban hacia afuera y se acercaban a su cara. Y las palabras, que se desplazaban muy cerca de su cuerpo y de su boca, se propagaban inusitadamente hasta perderse vaya a saber dónde. Las palabras se gestaban en silencio dentro de las personas, eran amasadas por sus pensamientos con gran rapidez y salían a borbotones y se dejaban estar sobre el mundo todo el tiempo en que otros estuvieran dispuestos a oírlas, a tragárselas. Con la comida sucedía algo muy diferente: alguien en un lugar oculto de la casa la preparaba con lentitud, la aplastaba contra las mesas de madera, la metía en aguas calientes, la partía en trozos, acaso se trataba de un animal que estuvo vivo y que fue martirizado en pedacitos y revolcado en restos de ajo y de cebolla para que al final se ocultara violentamente dentro de ese mismo cuerpo que dejaba borbotear los pensamientos en el mundo. Cuando miraba a la gente comer tenía la rotunda certeza de que la comida siempre ha estado hecha de una sustancia más pegajosa que las palabras. Estaba tan segura de eso que me asombraba de que nadie pareciera deslumbrarse ante semejante descubrimiento, nadie menos mi abuela que se ocupaba de cocinar mientras su cerebro entraba en franca declinación sobre los asuntos de la vida.
No está de más aclarar que mi abuela y yo comíamos en silencio esos preparados angustiosos que ella repetía varias veces en una misma semana. Su menú era tan poco variado como el cariz de ese pensamiento recurrente, que se interponía entre sus manos y los pedazos de carne y las frutas verdes que ella depositaba sobre el mantel de hule, en el que yo había dejado la marca de mis codos, siempre los codos, dos huecos para esperar que se enfriara la sopa. Y así transcurrían los días, la vida, en fin, lo que debe transcurrir, pase lo que pase.
En varias oportunidades me atreví a ir a ver a mi abuela en los momentos en que ella cocinaba. Sus facciones tensas y la boca levemente torcida me permitieron adivinar que, mientras sus manos amasaban sustancias blandas y picaban verduras, por su cabeza la muerte modulaba sus inflexiones. Y siempre en esos casos no atiné más que a huir. Hasta que – vaya a saber si movida por alguna clase de intuición o con el objeto de perturbar la secuencia prolija de los mismos sucesos o, a lo mejor, inspirada por Gandhi – un buen día decidí iniciar un ayuno. Mentiría si dijera que me costó. Fue fácil, natural, cerrar la boca para que los alimentos no entraran y se deshicieran. La primera semana transcurrió con estupor. Me sobraban las manos, el aire, la boca. Y así siguieron después los días sucediéndose como de costumbre, uno luego de otro. Y otro y otro y otro, sin la menor originalidad. Mi vientre comenzó a achatarse y el mundo se hizo liviano y transparente para mí. Las palabras y las cosas perdieron peso. La boca que cerré para no comer, no se abrió para hablar. Llegué a pensar que, por una extraña causa, las dos cosas estaban vinculadas. Con la falta de comida mi cuerpo se volvió enclenque y mis pensamientos se adormecieron. Los días parecían deslizarse lejos de mí, allá, en otro escenario donde el tiempo y el mundo se anudaban en la bisagra de los acontecimientos. Mi vida, sin acontecimientos, se volvió tersa y chata como mi cuerpo. Entonces, una tarde me di cuenta de que podía percibir los pensamientos de mi abuela y las sensaciones del animal que estuvo vivo antes de terminar achanchado sobre el plato. Lenta y suavemente pude notar que los pensamientos de mi abuela se hacían mucho más frágiles. Podría decirse que casi se partían por la mitad. Hasta que un buen día mi abuela vino enojadísima con cara de sabeloto y me dijo:
– Si seguís así te vas a morir.
Enseguida deduje que ese no era un gran pensamiento. De modo que no le di importancia. Empecé a mirar ilustraciones donde unos niños esqueléticos mostraban su piel brillante sobre la tierra seca. La tierra seca y agrietada se parecía mucho a los pensamientos sobre la muerte. Fue en aquel momento en el que me dediqué a mirar con mayor atención a la gente cuando comía. Perfeccioné mis observaciones. Su boca abierta se adelantaba al trozo de alimento, su boca se tragaba el mundo pacientemente. El mundo se adelgazaba y sus cuerpos crecían y engordaban: sacar algo de allá para ponerlo aquí, la vieja rutina del mundo. Y al final el efecto resultaba ser inevitablemente el mismo: los cuerpos envejecían y el mundo también. Llegué a considerar que si comiendo no hacíamos más que cambiar las cosas de lugar, el interior de nuestros cuerpos conformaba un espacio en el mundo, un espacio que yo iba vaciando de mundo al no comer, un hueco donde poco a poco entraría la muerte. Todo era muy extraño. A veces oía el resonar de cubiertos sobre la loza que, en la cocina, el agujero de la claraboya agigantaba. Otras veces no. Los cuchillos entraban y se deslizaban por la densidad de esos pedazos de mundo sin hacerse notar. Y ese montón de cosas puestas allí, tendidas sobre la mesa, comenzó a despertarme un lejano sopor. Yo y el mundo ya no teníamos nada en común. Por primera vez sentí miedo de que las cosas que me rodeaban empezaran a guardarme rencor. Y supongo que eso sucedería finalmente.
Además de conspirar contra un orden trágico y natural, mi decisión de no comer me fue arrancando del mundo para arrastrarme hacia la muerte o hacia otro sitio que no era el mundo, y me dejé llevar con suavidad. Sin que lo notara con precisión, el mundo se volvió sordo, las palabras ya no tenían fuerza, se habían vuelto más frágiles que nunca, se habían deshilvanado, habían sido devoradas por la falta de comida. Y yo ya no estaba en ningún sitio, había sido tragada por el hueco de mi estómago. Digamos entonces que, así, sencillamente, hice desaparecer el mundo y me dispuse a entrar en la muerte. Fue una gran sorpresa descubrir que a la muerte se entraba por una hendidura que había en la boca de mi estómago. Sí, por fin me llegó la hora de ser tragada por la muerte para que la muerte me adormeciera y me quitara todos los miedos, para desplomarme o hundirme en la pesadez de estar muerta y así mis pensamientos se harían finitos como escarbadientes. Fue muy raro permanecer en las puertas de la muerte con los ojos abiertos y el cuerpo tan consciente de sí mismo echándose a perder por anticipado. Muy raro, sí; pero yo sabía que podría acostumbrarme. De tanto en tanto llegaban hasta mí el tintineo de las copas que se chocaban en la cocina de mi abuela, el roce de los ajíes pulposos sobre la fuente de metal, el cuchicheo de las cáscaras de ajo, los blandos manjares que apagaban las palabras en ese mundo que no estaba arriba ni debajo de la gran boca de mi estómago en la que yo misma me había convertido. A veces alcanzaba a oír el sonido de la escoba barriendo los restos de la cáscara negra de las papas y el sonido del agua cayendo sobre las plantas de lechuga. Y los pasos de mi abuela por la cocina, y la voz de la muerte que, saliendo desde tan adentro de mí, me decía que abriera muy grande la boca. Entonces, de repente, comprendí que la muerte era un sitio liso y chato, igual que una hoja de cuaderno, donde mi cuerpo jamás lograría entrar. Dejé afuera mi cuerpo y entré en la muerte. Fue como introducirme en el interior de la cabeza de mi abuela para conocer sus secretos pormenores y su recalcitrante tenacidad. Y la muerte se alimentó de mí y en algún lugar, allá lejos, en el mundo, la memoria de mi abuela se estremeció.