Rolando Revagliatti / Entrevista
Alejandra Correa nació el 12 de abril de 1965 en Minas, capital de Lavalleja, República Oriental del Uruguay, y reside en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Estudió Periodismo. Es Comunicadora Social egresada en 1986 del Instituto Grafotécnico. Efectuó en 2005 el posgrado de Políticas Internacionales en Comunicación y Gestión Cultural en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Entre 2002 y 2004 se desempeñó en el Área de Arte y Comunicación de la Comisión por la Memoria, en la ciudad de La Plata, integrada por organismos de Derechos Humanos. Participó en mesas de lectura, festivales de poesía, seminarios y foros internacionales de Gestión Cultural y Poesía en Paraguay, Bolivia, México, Ecuador, Uruguay, España y en varias localidades de la Argentina. Ejerció el periodismo gráfico en diarios y revistas. Un ensayo de su autoría integra el volumen colectivo “Historia de las mujeres en la Argentina”. En co-autoría con Marisa Negri se socializaron otros dos volúmenes: uno, de didáctica y trasmisión de experiencias: “Poesía en la escuela. Cómo leer y escribir poesía en el aula” y otro, una compilación de poemas escritos por niños y adolescentes: “Pie firme sobre cálido cielo. El libro de las chicas y los chicos de Poesía en la Escuela”.Fue incluida en las antologías “Ruptura y desafíos de la poesía argentina y ecuatoriana”, “Infancias”, “Color pastel” y “Atlas de la poesía argentina”. Desde 1998 publicó los libros de poesía “Río partido”, “El grito”, “Donde olvido mi nombre”, “Cuadernos de caligrafía” (1ª edición, 2009; 2ª edición, 2014), “Los niños de Japón”, “Maneras de ver morir a un pájaro”, “Extranjerías” (con dibujos de Florencia Fernández Frank, edición artesanal numerada) y “Si tuviera que escribirte” (1ª edición como libro-objeto y con ilustraciones propias, en Madrid, España, 2015; 2ª edición con ilustraciones de Cecilia Afonso Esteves, en 2017).
1 — Estuve en numerosas localidades uruguayas y en varias oportunidades. Pero no en Minas. El gran Buscador me orientó.
AC — Nací en esa ciudad en 1965, en el sitio y el mes en los que, si se diera el caso, Dios elegiría bajar a la tierra. Al menos, eso dice una canción del lugar: “…si Dios baja a la tierra / por el altar de la sierra / baja en Minas, y en abril”. Y nada la ha desmentido aún. Minas queda en el departamento de Lavalleja, una suerte de provincia de Córdoba a escala uruguaya.
Hasta los tres años anduve cruzando el cerro desde la casa de mis abuelos a la que mis padres construían. El recuerdo es de una profunda noche perfumada por mentas y salvias, ranas lloronas y una atmósfera suspendida donde flotan las palabras.
2 — El cerro cruzabas hasta los tres años. Y qué más cruzabas.
AC — Eran épocas muy complejas, en Uruguay comenzaba un proceso político que terminó con el “exilio económico”. Mi padre tenía el oficio de electricista, mi madre había hecho un curso de corte y confección. Eso era todo. Cuando nació mi hermano yo tenía menos de tres años y ya se avecinaba el éxodo. Mi padre vino a Buenos Aires buscando oportunidades, consiguió un trabajo y alquiló una habitación en un hotel familiar del barrio de Almagro. Y nos fue a buscar. Mi madre vendió las pocas pertenencias, entre ellas su máquina de coser, y estuvimos un tiempo en un conventillo de la ciudad de Montevideo, del que tengo imágenes muy fragmentarias, hasta que mi padre nos vino a buscar.
De la nueva vida se destaca en mi memoria mi primera escuela, la 22 de Almagro y un mundo superpoblado de imágenes e impresiones en el cuerpo. Y las salvadoras visitas a un campo en General Rodríguez, donde recuperaba algo de aquellos cerros que habían quedado atrás.
Así fueron las cosas hasta que cuando tenía ocho años y mi hermano cinco, mi padre falleció en un accidente de trabajo, electrocutado. Mi padre “era la risa, la libertad, el verano” —diría, parafraseando a Héctor Viel Temperley—: era el campo, la fuerza de la naturaleza, el misterio, la mirada sensible. La muerte se lo llevó y en su lugar me dejó un ojo nuevo con el que ver lo que al unísono llamamos “la realidad”, pero que como sabemos no es una sino infinitas.
Mi madre no quiso volver a Minas. Allá la esperaba un padre demasiado autoritario del que se había librado para siempre. Salió a la gran ciudad, ella, una muchachita de pueblo, y consiguió un trabajo de muchas horas y paga escasa. Desde los ocho años, tuve la misión de “cuidar” a mi hermano todo el día. El objetivo principal era que el muchachito llegara sano y salvo a cada noche, cuando mamá volvía. Y no era nada fácil porque, como descubrí a poco andar, el mundo estaba lleno de peligros. En el hotel familiar nos quedamos una eternidad. Recién cuando yo tenía diecinueve años nos mudamos a un departamento. Viví toda la infancia y la adolescencia allí. La habitación vuelve en sueños como encierro, oscuridad, pasadizo secreto. Al hotel se sumó la dictadura. Doble candado, pura claustrofobia.
Sin embargo, la niña que fui anduvo por aquí y por allá inventando sus mundos de aire. La lectura fue una de sus aliadas. Hubo también cierto diálogo con la luz de los días, con el resplandor, con mi padre ausente, con el pasado, con los fantasmas, con el deseo. Y puede ser que de ese diálogo haya nacido la poesía.
Cuando pude elegir, elegí proyectarme al mundo. Por eso, apenas concluido el colegio secundario salí a trabajar y estudié Periodismo en el Instituto Grafotécnico, que era privado, porque entonces —1983— no había carrera de Comunicación Social en la Universidad de Buenos Aires. Había vuelto la democracia y todo era efervescencia, se recuperaba la calle, el espacio público, las ideas, la historia reciente hablaba en mí por primera vez. Había estado hibernando en la adolescencia en dictadura. Iba a todas las marchas, quería gritar y no parar de gritar nunca más.
3 — Y no habrás parado.
AC — No, es cierto. Con el tiempo descubrí que había otras formas de gritar (de hecho, mi segundo libro de poesía se titula “El grito”). Pero volviendo al 83, por aquella época me enamoré algunas veces. Cuando terminé de estudiar, conocía un poco más del mundo. Y hacia él salí a buscar aventuras. Conseguir un trabajo como periodista fue la primera de ellas. Enamorarme y decidir compartir la vida con alguien, la segunda. Ser mamá, la tercera.
Viví cada cosa, cosas simples para otros mortales o al menos al alcance de la mano, como si se tratara de una hazaña como subir una montaña y plantar una bandera en la cumbre. Puse en ello mucha tenacidad. También rebeldía: el mundo no iba a lograr hacerme hablar en su idioma.
El periodismo me permitió asomarme a todas las realidades imaginables. El lunes hablaba con un fabricante de sombreros, el martes con un piloto de la Fuerza Aérea que se había eyectado de su avión en llamas, el jueves entrevistaba a una bailarina clásica de fama internacional, y el viernes degustaba platos en un encuentro de chefs. Esa riqueza aleatoria que era la vida, fue lo que más me interesó del periodismo. Entender que, para otras personas, las cosas tenían otro orden y tener permiso para entrar y salir de él, era fascinante: podía ser otra, aunque fuera por un rato. Después escribía y les contaba a los demás mis “descubrimientos” y me pagaban por ello.
Así fue por quince años. Trabajé en “Clarín” y luego en “Viva”, la revista dominical de ese diario, desde su número 0. Después fui a trabajar a la revista “Trespuntos” y colaboré con muchos medios (“Noticias”, “Todo es Historia”, entre otros). La poesía iba como telón de fondo de los días. O no: era el cristal por el que veía el mundo, pero aún no lo sabía. Cuando empecé a saberlo, la escritura de notas me empezó a parecer banal. Sentía que no iba a poder escribir con las mismas palabras una nota y un poema. Y preferí elegir el poema.
En 1998 decidí publicar mi primer libro, con muchísimo miedo, por cierto. ¿Qué dirían los demás de mi poesía? Esa parecía ser la pregunta más angustiante, pero había otras: ¿por qué mi palabra sería tan importante como para dejarla impresa? ¿A quién iba a interesarle mi forma de ver las cosas? Y así. Hasta que simplemente quedamos mis poemas y yo a la intemperie. Y ya no hubo preguntas. Conocí al poeta Roberto Raschella, quien me pareció la persona más indicada para pedirle que presentara mi libro en sociedad. Gané un amigo enorme que tengo el honor de que me haya acompañado estos últimos veinte años. Desde ese primer libro, “Río partido”, la vida comenzó a trenzar su trama a la poesía. La poesía adelante, empujando el hilo y todo lo demás, detrás.
En 1999 le dimos la bienvenida a Francisco y Nicolás, que quisieron llegar juntos al mundo. Una sinfonía se despertó de su modorra. Dos niños juntos que vinieron a mostrarme aquello de que el corazón —y la paciencia— son muy elásticos. La crianza fue un trabajo enorme, ni qué decirlo. Nuestra hija menor tenía seis años, así que eran tres los niños y dos los padres a repartir. Durante años el movimiento fue permanente y frenético. También divertido, agotador, energía en estado puro, frenesí. La poesía sucedía mientras preparaba una mamadera, cambiaba un pañal, cocinaba o me tomaba un té antes de dormirme a las tres de la mañana.
4 — ¿Y en 2000?
AC — En 2000 empecé a trabajar en la Comisión por la Memoria de la ciudad de La Plata. Esto me permitió conocer más sobre el movimiento de Derechos Humanos. Era la editora de una revista sobre memoria colectiva, llamada “Puentes”. Y también participé activamente de la creación del Museo de Arte y Memoria de La Plata. Tal vez fue esto lo que me llevó a pensar en el quehacer de la Gestión Cultural como posible horizonte. Publiqué libros en 2002 y 2005 (“El grito” y “Donde olvido mi nombre”), en la Editorial Alción, de Córdoba. Por esa época, mi relación con el mundo literario tenía que ver con los movimientos de esa editorial en Buenos Aires.
En 2004, ya tenía pensado qué quería hacer: un archivo audiovisual con entrevistas, audios y videos de escritores, donde se indagara sobre el proceso creativo de la escritura. Es decir, el proyecto utilizaba herramientas de la Comunicación, pero gestionarlo ya era un terreno diferente. Así, tras mucho andar, nació la Audiovideoteca de Escritores, dentro del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Entre 2004 y 2011, la codirigí. Fue un equipo multidisciplinario que estaba integrado por doce personas, en su mejor momento. Mientras estuve allí, se relevaron y compilaron unas cinco mil horas de audios y videos sobre escritores, se editaron setenta programas de tv, varios de radio, un sitio web con fragmentos de las entrevistas, y se realizaron más de doscientas entrevistas a escritores argentinos.
En 2008 fue un momento importante para mí en lo personal con relación a la poesía. Fue como si me dijera: ¿vas a seguir este camino o lo vas a abandonar? Y la respuesta fue, lo voy a seguir. Hoy, diez años más tarde, ya no hay dudas al respecto. En 2010 conocí a Marisa Negri, poeta y docente, y a su proyecto incipiente: Festival de Poesía en la Escuela. Me enamoré de esa poesía leyéndose en la inquietud de un patio con trescientos jóvenes. Le propuse acompañarla en el desafío y sumarme desde lo que sabía como gestora cultural. Trabajamos mucho y logramos un montón. Casi todo ha sido trabajo voluntario, un enorme aprendizaje. En 2018 realizamos el X Festival. Calculamos que en estos años unos 50.000 chicos y docentes han participado de las actividades (lecturas, talleres de arte y poesía, música, entre otras) y unos 300 poetas y artistas.
En 2014 integré con Marisa Negri, María Julia Magistratti e Inés Kreplak, la coordinación de la Red Federal de Poesía, un proyecto hermoso que quedó interrumpido con el cambio de gobierno. En marzo de 2015 hicimos el Primer Festival Federal de Poesía, con la presencia de más de cien poetas de todo el país.
Hubo una bifurcación de mi camino en 2012, cuando comencé a conocer el collage como posibilidad expresiva, a través de un taller de la artista Claudia Contreras. Se abrió un mundo para mí. Mucho de lo que pensaba que podía expresar, comenzó a hacerse cuerpo de papel en el espacio. Desde entonces trabajo con el papel con procedimientos textiles de bordado, cosido, plegado. En 2013, con total audacia, me presenté con una obra integrada por tres vestidos de papel en el Salón Nacional de Artes Visuales, y obtuve el Tercer Premio.
Insisto: un nuevo universo se abrió: participé de muestras en diferentes lugares. Hoy esa pasión me acompaña. Desde 2008 aproximadamente, también me dedico a fotografiar buscando con mi cámara de aquí para allá, escribiendo con la luz y las sombras.
5 — ¿Y tu relación con “la vecina orilla”?
AC — Mi relación con Uruguay es otro de mis “temas”. Cuando cumplí los veintiún años decidí adoptar la nacionalidad argentina. El decir, el gentilicio que mejor me define sería el de rioplatense. Siempre pensé que mi nacionalidad se reúne en un punto impreciso del Río de la Plata. Desde 1987, también soy ciudadana argentina, sabiendo que para la ley de Uruguay (y para mí) siempre seguiré siendo uruguaya. En mi poesía estuvo el Río de la Plata. Se han cumplido dos décadas de la edición de mi primer libro de poemas. Allí, pero también en “El grito” y “Cuadernos de caligrafía” retomé la infancia y los mitos que fue construyendo. Son tres momentos diferentes de esa mirada sobre el pasado. En “Cuadernos de caligrafía” se trata de dialogar con mi padre, yo adulta, él detenido en sus 33 años. Soy más vieja que él. Hablamos de la vida, del pasado, de los hijos, de la escritura.
A través de los años volví a Uruguay a visitar a familiares, sobre todo a mi abuelo Juan Pablo. Cuando él murió, Minas dejó de ser un destino. Con los chicos pequeños pasamos muchas vacaciones en Cuchilla Alta y Solanas. Era conectar con ese espacio desde un lugar nuevo, menos doloroso. Y en los últimos seis años, empecé a ir a leer poesía, a participar de ciclos, a construir una nueva red, esta vez con otros poetas y artistas. En 2013, uno de mis libros obtuvo la mención Mariposa de Plata en la primera edición del Concurso Internacional de Poesía Premio Marosa Di Giorgio y ese mismo año, expuse una obra en Salto, en una bienal de Arte, en la tierra de Marosa (la obra era un homenaje a ella).
En 2014, presenté dos obras al concurso que realiza anualmente el Ministerio de Cultura y Educación: Premio Nacional de Literatura de Uruguay. Y las dos obras merecieron premios: “Si tuviera que escribirte”, el Primer Premio de Literatura Infantil y Juvenil, y “Maneras de ver morir a un pájaro”, el Segundo Premio de Poesía Inédita. Viajé a recibir estas distinciones y fue para mí, en lo personal, algo así como un cierre de capítulo. Volvía al país que había expulsado a mis padres, y volvía de la mano de la poesía. Se cumplía un “plan” que había sido bastante impensable.
6 — Mientras, claro, tus hijos han ido creciendo…
AC — Los hijos han crecido. Mi misión es acompañarlos de la mejor forma en las elecciones que hagan. Ahora, lo que puedo decir es que todo está activado: la poesía, el arte en papel, el trabajo en cultura, los afectos, el amor de los hijos y el compañero de camino. Todo indica que estoy preparándome para envejecer, si ese fuera mi destino. Tengo cincuenta y tres años y no soy de las personas que quieren trabajar y dedicar mucho tiempo para que los años no se noten. Estoy sentada debajo de un viejo olmo, escucho el viento, veo lo que hace con las hojas y la luz, y aquí me quedaría escribiendo y respirando. Si supiera rezar, mi plegaria solo pediría morir antes que mis hijos y si fuera posible de una manera plácida.
7 — La segunda edición de “Si tuviera que escribirte” fue premiada por la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil Argentina.
AC — Sí, la Asociación ALIJA, que pertenece a la International Board on Books for Young People (IBBY), cada año tiene una edición de “Destacados” que se realiza en el marco de la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, en base a todo lo editado en Argentina para chicos y jóvenes el año anterior. Y en 2017, “Si tuviera que escribirte”, en la edición del libro que publicó Ediciones de la Terraza de la ciudad de Córdoba, recibió dos de estas menciones: Mejor ilustración (por la obra de Cecilia Afonso Estéves) y mejor edición (valorando al libro en su totalidad). ¡Fue una enorme alegría para un trabajo en equipo, muy artesanal, laborioso y cuidado que nos llevó dos años!
8 — “Si tuvieras que escribirle” a Marosa di Giorgio, ¿qué le dirías, contarías, preguntarías, dibujarías, escribirías?
AC — Sería un diálogo en un Jardín de las Delicias, pero ambientado en el Río de la Plata. Hablaríamos de amores imposibles, de animales que se comportan como seres humanos, de plantas que tienen capacidades intuitivas. Yo ilustraría para ella alguno de sus versos, así como bordé para una muestra sus palabras sobre mi vestido de Comunión: “Yo parecía una pastora guiando, en cambio de una oveja, a un lobo”. Pero… todo eso lo hicimos, a pesar de que ella esté muerta. Porque ¿qué es “leer” sino la posibilidad de encontrarnos con alguien en un mismo universo de maravillas? Te puedo asegurar que, más de una vez, Marosa ha respondido a mis cartas.
9 — Entre 1986 y 1988 incursionaste en televisión en la esfera de la producción periodística. Y en 1989 participaste nada menos que en el programa de mi admirado Jesús Quintero: “El Perro Verde”.
AC — Sí. Uno de mis primeros trabajos fue como investigadora periodística en “Historias de la Argentina Secreta”, un célebre programa documental que transmitía ATC, Canal 7. Eran colaboraciones, nada estable, pero aprendí muchísimo de la mano de Otelo Borroni y Roberto Vacca, grandes maestros. A mí me encantaba “El perro verde”. Veía la versión española. Y cuando supe que Jesús Quintero venía a producir una versión argentina de su programa, me presenté con una carta a pedirle trabajo. Él me atendió y me ofreció ser una suerte de asistente personal. Yo tenía veinticuatro años y fue una aventura de tres meses en los que me peleaba constantemente con él; lo recuerdo como una persona muy caprichosa y difícil. Conocí a su novia Maribel (gran artífice de las preguntas que hacía Jesús, por cierto), su entorno… lo acompañaba a probarse sacos de cuero y le decía cuál le iba mejor con el pantalón que llevaba y después iba con él, el realizador y alguien de Prensa del Luna Park, a Mar del Plata para que se entrevistara con Carlos Monzón en la Cárcel de Batán (yo no ví a Monzón, te aclaro y Monzón pedía mucho dinero por dar una entrevista, así que nunca se hizo). Entre lo que rememoro como hazañas: le puse el micrófono a Isabel Sarli sobre su mítico escote y charlé con ella sobre vestidos y sobre lo que la ponía nerviosa de la entrevista; me paré al lado de Charly García y comprobé que era altísimo; me reí con Batato Barea, y otras pequeñísimas anécdotas que hoy son solo pinceladas de color. Lo cierto es que nunca vi a la gente llamada “famosa” más que como personas con talento y eso se ve que me convertía en alguien con quien compartir un momento relajado. Evoco esa época de mi vida y rescato con ternura a esa joven ávida por conocer el mundo y las personas. Y en ese punto, no he cambiado.
10 — Coordinaste talleres de poesía y collage. Y no sólo expusiste tus obras en muestras colectivas, sino que también en individuales.
AC — Así es. Los talleres de poesía y collage fueron una idea compartida con Claudia Contreras, quien fue mi maestra de collage. Hicimos dos o tres temporadas de talleres en la Casa Nacional del Bicentenario. Yo proponía la obra de algún poeta y ella las claves del trabajo visual. Fue realmente valiosa la experiencia. Como mi ingreso a este universo del arte visual fue a los cuarenta y cinco años de edad y de forma casi autodidacta, conservo una relación de juego muy intensa con este espacio. Y en ese sentido, me dejo sorprender por lo que va sucediendo con estas pequeñas obras de papel que realizo. Si me invitan a participar de algo, me sumo con alegría. En 2015, hice mi primera muestra individual en la Casa Castelví de Asunción (Paraguay) y en 2016, en la Casa de la Cultura de Coronel Dorrego, en la provincia de Buenos Aires. Esta muestra se llamó “Un movimiento Hansel y Gretel” y fue impulsada por dos mujeres hermosas que la propusieron: la poeta Laura Forchetti y Eliset Nomdedeu. Tenía una acción participativa donde invitaba a la gente a dejarle un mensaje a la niña o niño que habían sido. Los mensajes se iban atando a piedras que atravesaban toda la sala. Y también participé de varias muestras grupales. Lo colectivo es un espacio rico cuando se trata de compartir experiencias artísticas. Trabajo con papeles antiguos, imágenes, investigo sobre las posibilidades que tiene el papel de ser cosido. Hago vestidos con diferentes tipos de papel, cruzo el papel y la tela en algunas obras. A veces con objetos como cajas, zapatos, juguetes, vestidos de tela, guantes, etc. La infancia, el tiempo y la palabra, siempre están presentes en las obras.
11 — “Extranjerías”. ¿Por qué ese título? Hablemos de esa edición artesanal, de tu asociación con Florencia Fernández Frank, de si prevés una segunda edición.
AC — Conocí a Florencia porque fui a Obrador, el taller que coordina junto a Gaby Messuti y donde proponen la experimentación visual como un camino amplio y novedoso, de contacto con otros artistas. Nos hicimos amigas las tres. Florencia, que es una persona muy intuitiva, me dijo: tengo unas ilustraciones y me acordé de tus poemas de “Los niños de Japón”. Así surgió porque, efectivamente, sus ilustraciones estaban en consonancia con eso “extranjero” que tiene el libro, lo extraño, el otro que viene a nombrar algunos misterios. Así que decidimos editarlo artesanalmente. Contiene poemas de ese libro, pero vistos con la nueva luz que proponen sus ilustraciones. Hicimos 50 ejemplares que encuadernamos nosotras mismas con costura japonesa. Y siempre estamos pensando en otra experiencia de trabajo juntas.
12 — “… (¿y por qué no agregar que la poesía / es una abreviada forma personal de la ansiedad?) …”, leo en un poema del entrerriano Alfredo Veiravé (1928-1991). Alejandra, ¿la poesía es una abreviada forma personal de la ansiedad?
AC — No, no para mí al menos. De ansiedad, nada. De por sí, no soy una persona ansiosa. Por supuesto que a veces me pongo ansiosa con algunas situaciones, pero no me considero ansiosa y menos aun cuando escribo poesía. Más bien todo lo contrario. La poesía requiere de una tranquilidad específica, de una suspensión de lo que va a suceder o está sucediendo que anularía toda forma de ansiedad. Tampoco soy ansiosa al momento de editar. Confío en que siempre se alinearán los planetas y que las opciones que se presenten, serán las indicadas. Es que no tengo un “a priori” en todo esto. Me gusta pensar que el camino se va armando y solo requiere de mí un acompañamiento, estar dispuesta. No hay un sitio al que quiera llegar. Confío en que donde estoy —sea cual sea ese lugar— es el sitio en donde debía estar.
13 — ¿Luchás con las palabras? ¿O es otra cosa lo que te ocurre con ellas? ¿Cómo definirías lo que con ellas hacés?
AC — No, no lucho. En el principio lo que hice fue luchar conmigo para que ellas pudieran hacer lo suyo. Pero a las palabras con las que voy a escribir tengo que amarlas. Y tanto como para poder crearles una casa, escenografía o escenario… Me gusta pensar un libro de poesía como un hábitat con sus propias dinámicas. Y me parece que lo que hago es construir ese hábitat primero y después escribir allí. Universos, digamos. Uno es el universo de “Cuadernos de caligrafía” con un padre que practica letras al llegar de su trabajo y una hija que le habla a través de los años y la muerte, proponiendo un diálogo imposible. Otro universo es el de “Maneras de ver morir a un pájaro”, una suerte de distopía donde los pájaros caen como bombas sobre las cosas del mundo. Otro universo es en el que vive la voz que habla en “Si tuviera que escribirte”. Por supuesto que a veces escribo porque tengo que ponerle palabras a algo que me ha conmovido en un momento determinado. Pero, tal vez, esos poemas no van a los libros. Tengo muchos poemas sueltos. El libro para mí sigue siendo una apuesta hacia esos universos posibles. De todos modos, ampliando la respuesta: creo que hay una relación primigenia de una persona que escribe (que respira o habla, incluso) con la palabra. Algo así como un temperamento que está en el ADN de la lengua, como si en ese cuerpo que es el lenguaje hubieran quedado marcas relacionadas con la fuente que las dio a luz. Y en mi caso, mi palabra siempre estuvo relacionada con la necesidad de alzarse sobre el mundo que parecía querer aplastarla debajo del zapato del poder y sus prácticas. En mi palabra poética está la pobreza y la rabia, está el éxodo y el destierro, están la oscuridad y la necesidad de buscar nombres a todo lo que no se dijo para poder olvidar. Está el enfrentarse a la muerte —una lucha que sé perdida de antemano, pero que sigo creyendo que vale la pena dar—. Hay una rebeldía allí, hay crudeza, hay pelea no “con” la palabra, sino “desde” la palabra como posible “arma” de resistencia, de testimonio y denuncia. En muchas oportunidades, comprobé que esta cuestión aparentemente sutil, prescindible y que suele promocionarse como algo inútil y menor, y que anida en el terreno de la fragilidad del mundo, va dejando su voz entre las voces. Y se hace escuchar aun en su aparente pequeño registro. Qué sería de nosotros sin las palabras y los universos poéticos. Sería una completa pesadilla. En la poesía hay refugio, hay palabra que contrasta con los discursos alienantes, hay posibilidad de subversión del orden simbólico que se nos propone desde los poderes que nos dominan y moldean nuestras humanidades. En la poesía aún hay espacio para respirar.
14 — ¿Con la piel de gallina, poner ojos de carnero, ver en alguien a una dulce palomita, esperar que las vacas vuelen o que a cada chancho le llegue su San Martín?
AC — Más bien escuchando la canción infinita con la piel que habito y los ojos atentos de una lechuza, viendo a ese alguien en sus posibilidades y contradicciones, creando estrategias para que vuele todo lo que —aun terrestre— pudiera echar vuelo, sin apuro ni venganza.
15 — ¿Cuál es tu opinión de la poesía argentina de este siglo XXI —hasta donde vos sepas, claro— respecto de la que se escribe en otros países de Latinoamérica, e incluso, España?
AC — Este es el tipo de preguntas que es imposible responder siendo justo. Porque —a no ser que fuera académica y me dedicara a estudiar particularmente el tema— cada quien elige qué leer y es en base a esa elección que puede balbucear una respuesta más o menos interesante. Y cuando se responde a algo tan general, se responde desde esa pequeña visión en la que se habita. A mí me supera la pregunta, porque la verdad es que tengo una visión relativa sobre lo que sucede. Puedo intentarlo y decir que hay una poesía muy valiosa en la Argentina y que hay muchas voces que han logrado una convivencia interesante. Y me refiero específicamente a poetas que hoy tienen más de treinta y cinco años. Es decir, una poesía del siglo XXI que —en una gran cantidad de casos— comenzó a escribirse o se ha escrito en buena parte, en el siglo XX, poetas que han vivido y pueden escribir desde una búsqueda vital, madura. Hay infinidad de paisajes posibles en esta poesía. Y muchísima riqueza de sentidos y búsquedas estéticas. Y una presencia muy grande de las mujeres que estuvieron manteniendo espacios con una insistencia sostenida a través de estas últimas décadas. Lo que he conocido de la poesía latinoamericana a través de libros o lecturas compartidas con poetas más o menos de mi generación en estos años, tiene diferentes paletas de colores, por decirlo de alguna manera. Hay una poesía que se sigue haciendo en muchos lugares que rescata la tradición estilística y un lenguaje que parece haber quedado cristalizado, y esa poesía a mí no me conmueve y para los poetas argentinos eso es algo superado hace tiempo. Y luego leo voces que están discutiendo con eso… y que son más interesantes. Pero creo que, en el caso argentino, se ha trabajado con intensidad en estos años. Incluso hay jóvenes escribiendo con una relación diferente con sus “mayores”, con menos diálogo y menos enfrentamiento también, es como si no se preocuparan por lo que estuvo antes que ellos. Considero que hay gente que está trabajando a conciencia en esa búsqueda de novedad y renovación para escribirle a un mundo de permanente cambio. También veo que algunos de ellos y ellas no piensan que es importante o recomendable dedicar tiempo a leer lo que se hizo hasta ahora en el terreno de la poesía. O que no creen que sea importante la lectura de poesía para escribir poesía, como hemos pensado las y los poetas de mi generación y generaciones anteriores. Veo apuro, ansiedad, búsqueda de inmediatez, también favorecida por las nuevas formas de circulación que me parece que apuntan más a una disputa por el espacio en la vida de las otras personas y que muchas veces —y sin ánimo de generalizar— va en contra de la calidad y de lo que se dice. Hay afán de publicar y figurar, más que de escribir y que esa escritura entrañe una búsqueda de sentidos y profundidades. Pero, claro, sabemos que la época no valora ninguna de esas dos cualidades: ni sentido, ni profundidad. Tal vez somos dinosaurios no extintos que cohabitan con la nueva era. Pero me es muy complejo poder sacar conclusiones sin caer en un estrechamiento que no me representa en absoluto. Me gusta lo que fluye y cambia. Me gustaría ver en qué deriva todo esto y evitar ese discurso de desconfianza hacia los más jóvenes que tanto me disgusta en los demás. Hay que darles tiempo. En cuanto a la poesía española, me quedé en Antonio Gamoneda. No tengo mucho contacto con ella, y lo que me llega en la actualidad (ojo, que esto habla más de mis limitaciones que de un conocimiento) no ha logrado entusiasmarme.
16 — Octavio Paz: “Cada poema es único, en cada obra late, con mayor o menor grado, toda la poesía. Cada lector busca algo en el poema, y no es insólito que lo encuentre: ya lo llevaba dentro.” Paul Auster: “El ojo mira el mundo en estado de flujo. La palabra es un intento de detener el flujo, de estabilizarlo. Y, sin embargo, nos empeñamos en el intento de traducir la experiencia en lenguaje. De ahí la poesía, de ahí las vocalizaciones de la vida cotidiana. Ésta es la fe que previene la desesperación universal… y también la provoca.” Julio Cortázar: “En los grandes poetas, las palabras no llevan consigo el pensamiento; son el pensamiento. Que, claro, ya no es pensamiento sino verbo” Paz, Auster, Cortázar: ¿qué cita te convoca más honda o abarcativamente?
AC — En este caso, me veo más cercana a Auster. Me gustan: “ojo”, “intento”, “flujo”, “traducir la experiencia del lenguaje”, “la vida cotidiana”, “la fe”, “la desesperación universal”. Me gustan así, extraídas de contexto, en orden flotante. Ahí me encuentro. Ese es mi espacio de escritura.
17 — Advierto —y no en primera ni segunda lectura— en tu detalle curricular: “En 2013 realizó la memoria escrita del Grupo Teatral Catalinas Sur”. Hablemos, por favor, de ese grupo de teatro fundado en 1983.
AC — Bueno, ellos pueden dar cátedra de la creación comunitaria en torno a un proyecto artístico. En 2013, cuando se cumplían los treinta años del grupo, fui invitada por su director, Adhemar Bianchi, a “ordenar” esa memoria. El libro que finalmente salió editado, no fue exactamente mi versión del asunto. Pero lo que puedo decir es que recorrer treinta años del trabajo que realizaron me produjo una enorme alegría y admiración. En lo personal, me sirvió para comprender cómo una idea pequeña, puesta en el lugar adecuado y regada pacientemente, puede hacer la diferencia. El Grupo de Teatro Catalinas Sur es un ejemplo de espacio construido entre muchos, habla sobre el rol del arte en la sociedad, del trabajo con las personas, de los espacios que se pueden crear fuera de los grandes discursos del poder sobre lo que somos y podemos hacer. Los aplaudo de pie.
18 — Además de poemas sueltos, ¿qué abordan, o rodean, o atraviesan tus —ya nos dirás si existen— libros inéditos? ¿Qué abordarían o rodearían o atravesarían eventuales libros con los que pudieras fantasear?
AC —Estoy trabajando en un libro que tiene a la nieve y a la comunicación como protagonistas. Y otro donde el tema central es el viaje y donde quiero retomar la voz que “habla” en “Si tuviera que escribirte”. Me resulta imposible imaginarme lo que vendrá después porque será la propia vida la que vaya señalando el camino de lo que me sea imprescindible escribir.
*
Alejandra Correa selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
Sostiene mi mano derecha
en su mano derecha
la contiene en el hueco
y aprieta mi puño en su puño
pulgar e índice apuntalan esta pluma
Dibujamos unos signos antiguos
Me lleva desde fuera de mi trazo
él es mi trazo
él se aventura, yo lo sigo
pero ya no es a él
es al movimiento y su música
su mano apretando la mía
su movimiento en el mío
Mojamos juntos la pluma en el tintero mínimo
(el olor agrio de la tinta negra
en mi pequeña nariz)
Volvemos el trazo interrumpido
se elevan nuestras manos
se acortan
se ciñen
se controlan
Dibujamos el idioma
Respira tan cerca
su profunda voz emite algún sonido
como dictando:
más corto, más largo, más reunido
Y entonces me dice:
—Ahora, vos sola
y me abre en un abismo
(de “Cuadernos de caligrafía”)
*
Tumba que te tumba
Tuve miedo de tu frío
de que tu frío se adueñara de mí
como un bloque de hielo
atado a mi espalda
en las noches
llorabas en mí de frío
y pensé en abrigarte
con una frazada de ribetes azules
supe mucho más tarde
(demasiado tarde)
que Anaïs quiso hacer lo mismo
con su muerto
(¿una solución literaria?)
en que entonces
el frío
vos y yo
éramos los únicos
en este mundo de locos
(de “Cuadernos de caligrafía”)
*
II
En japón
los niños fingimos infancia
un largo acto escolar
para quienes nos piden
que juguemos en la ladera
de la montaña nevada
donde los perros nos acechan
con sus ojos de muerto
¡jueguen! — ordenan
¡canten sus canciones!
quieren que soñemos
una ciudad de huesos
entre los cuerpos podridos
de una enorme fosa
(de “Los niños de Japón”)
*
II
Yo no sé
si habrá belleza
en un mundo que olvida
su cuerpo de aire
(de “Maneras de ver morir a un pájaro”)
*
III
Somos tres sobre la tierra
vos
yo
y la muerte de todos los pájaros
(de “Maneras de ver morir a un pájaro”)
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Alejandra Correa y Rolando Revagliatti.